La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: El enigma rumano (LVI)

Los países sometidos a férrea censura de prensa siempre ofrecen campo abonado a los embustes

El periódico debe creer su historia o despedirlo, porque en caso contrario carece de sentido despachar a un reportero a cinco mil kilómetros de distancia», recalcó en su cáustico mensaje a la redacción el siempre brillante Herbet Matthews durante la Guerra de España, cuando The New York Times trataba de equilibrar su cobertura del conflicto colocando al mismo nivel sus depachos y los de otros que escribían de oídas y se tragaban la propaganda oficial, como ocurrió en la Batalla de Teruel.

La diatriba de Matthews estableció con toda nitidez un precepto cuya vigencia se da por sobrentendida desde entonces en el periodismo digno de ese nombre, pero que no es aplicado a rajatabla en todos los casos.

Todavía llevo clavado como una espina el recuerdo de lo que ocurrió en diciembre de 1989, cuando crucé media Europa en coche, aterido de frío y en compañía del culto Ignacio Vidal Folch -por aquel entonces corresponsal en Praga del diario ABC– para cubrir el derrumbe del régimen de Nicolae Ceaucescu.

El fusilamiento de Elena y Nicolae Ceaucescu.

Habíamos salido de Praga y al llegar a Bucarest verificamos que no había combate real entre partidarios del dictador y opositores.

La cacareada «revolución rumana» era una farsa. Se trataba de un golpe de Estado auspiciado desde Moscú.

El 21 de diciembre de 1989, recién retornado de Teherán, Ceaucescu cometió el trágico error de convocar a las masas a una «magna concentración» en la plaza del Palacio de Bucarest.

Nicolae Ceaucescu.

Todo marchó de acuerdo al programa hasta que, al fondo, un grupo de estudiantes comenzó a increpar al tirano, acallando con su vocerío a la aborregada multitud que vitoreaba al Conducator.

Al disolverse la manifestación, el puñado de contestatarios se concentró en la Plaza de la Universidad, frente al Hotel Intercontinental. Por la noche llegaron las tropas y los dispersaron a palos y a tiros.

A la mañana siguiente se reanudó la protesta, pero en esta ocasión el Ejército se negó a disparar. Fue la señal y el punto de inflexión.

Soldados en los tiroteos que precedieron al derrocamiento de Nicolae Ceaucescu.

Ceaucescu y su esposa Elena huyeron en un helicóptero desde el tejado de la sede del Comité Central del Partido Comunista, pero antes de que pudieran abandonar el país, fueron detenidos.

El resto es de sobra conocido. La tarde del 24 de diciembre Nicolae y Elena fueron fusilados contra el desconchado muro de un cuartel. Nos enteramos cenando las miserias que nos dieron como ágape de Nochebuena, en el gran salón del Intercontinental.

El ex presidente de Rumanía tenía 71 años, y su esposa y mano derecha, Elena, acababa de cumplir 70. Habían gobernado el país durante 24 años con mano de hierro, con un culto a la personalidad de ambos insólito en Europa y una represión notable.

Ceaucescu y su mujer, Elena, vicepresidenta del Gobierno y presidenta de la Comisión de Control del partido, fueron pasados por las armas tras un juicio sumarísmo, sin la mínima garantía legal, en el que se les sentenció por delitos de genocidio, demolición del Estado y acciones armadas contra el Estado y el pueblo, destrucción de bienes materiales y espirituales, destrucción de la economía nacional y evasión de mil millones de dólares hacia bancos extranjeros.

La condena impuesta fue la de pena capital y confiscación de todos sus bienes materiales.

De origen campesino, Ceaucescu había nacido el 26 de enero, de 1918 en Scornicesti, al sur de Rumania.

Se afilió al Partido Comunista Rumano a los 15 años de edad, cuando trabajaba como aprendiz de zapatero.

Actuando con eficacia y decisión, el dictador realizó una rápida carrera política en el seno del partido comunista tras la Il Guerra Mundial, y a la sombra de Gheorghe Gheorghiu Dej fue escalando hasta llegar al poder absoluto.

El cadáver de Nicolae Ceaucescu, fusilado por sus ‘camaradas’.

LOS PRODUCTOS DE LA MORGUE Y LAS AUTOPSIAS

A esas alturas, circulaban ya a granel fotos temendas y salían en los periódicos de medio mundo crónicas rocambolescas, con tanta carnaza como exageración.

Yo, al notar que muchos de los cuerpos tenían marcas hospitalarias, costurones de arriba a abajo, como los que deja la autopsia y habiendo visto mucho fiambre real en otras latitudes y conflictos, comencé a mosquearme.

Sospechaba y con razón, que las nuevas autoridades rumanas salidas del aparato oficial, hurtaban cadáveres de la morgue para proveer de carnaza a los fotógrafos extranjeros y lo comuniqué reiteradamente al periódico, pero en Madrid, en la redacción de El Mundo, estuvieron un par de días maquillando mis crónicas a base de añadirles párrafos de teletipo más falsos que un duro de madera y titulando que había miles de muertos.

Se fiaron más de las agencias, cuyos empleados no habían entrado en el país o estaban pegados al telex del Hotel Intercontinental.

Hubo muertos y bastantes, pero la mayoría cayó víctima de su propia curiosidad, porque la gente se apelotonaba junto a los soldados y policías en medio de los más feroces tiroteos, para mirar o llevar pastelitos y bastantes tuvieron la desgracia de recibir un balazo.

En el caso rumano, el aforismo de que la primera victima de todas las guerras es siempre la verdad resultó perfectamente adecuado. Ni hubo guerra, ni hubo revolución digna de ese nombre.

Muertos en la mal llamada Revolución Rumana.

Todo lo teledirigió con su maquiavelismo habitual la KGB rusa, por orden expresa de  Mijaíl Gorbachov, que estaba ya metido hasta las trancas en su propia ‘perestroika‘ y veía a Ceaucescu como un estorbo molesto.

Ya había caído el Muro de Berlín, la Revolución de Terciopelo triunfaba en lo que fue Checoslovaquia, Hungría estaba de hoz y coz entregada al capitalismo, Polonía estrenaba democracia y hasta Bulgaria se olvidaba de que había sido pieza esencial en el Bloque Soviético. Los sucesos que se conocen como ‘revolución rumana’ fueron sin duda dramáticos, pero todo se infló descaradamente o se tergiversó hasta la caricatura.

Ciudadanos rumanos festejando la caída de Nicolae Ceaucescu.

Los principales responsables del cambio fueron los jefes militares rumanos, que ocultaron estar confabulados en un golpe patrocinado por Gorbachov, pero en la gran mentira colaboraron con entusiasmo variable y distintos grados de inocencia desde la policía hasta la televisión oficial, pasando por el cuerpo diplomático acreditado en Bucarest y los corresponsales extranjeros.

En lo que se refiere a los periodistas y a su proclividad al dramatismo, jugó un papel muy negativo la temprana muerte del fotógrafo francés Jean-Louis Calderón.

El mismo día en que Vidal Folch y yo atravesamos la frontera húngara en un coche alquilado, Calderón tuvo la desafortunada ocurrencia de auparse a un carro blindado en Bucarest.

Violencia en Bucarest, durante el derrocamiento de Nicolae Ceaucescu.

Buscaba un ángulo elevado de la manifestación estudiantil que se desarrollaba en la plaza contigua al Hotel Intercontinental. Cuando el tanque arrancó inopinadamente, el fotógrafo estaba atareado enfocando.

Perdió el equilibrio, resbaló hacia atrás y fue aplastado por las cadenas del vehículo. Esa noche solo dormimos en Bucarest media docena de corresponsales y lo que nos contaron al llegar ponía los pelos de punta.

No había luces en la capital, porque nunca las hubo durante la etapa comunista y los camareros te susurraban al óido que el francés había sido asesinado para dar ejemplo.

Los países sometidos a férrea censura de prensa siempre ofrecen campo abonado a los embustes.

La gente mira restos de cadáveres quemados en Bucarest.

La noticia de la funesta muerte de Calderón sumada a las alarmistas noticias que propagaban los embajadores extranjeros y a los desmesurados relatos de las emisoras húngaras nutridas de testimonios sin contrastar que aportaban los miembros de la minoría magiar en la frontera, acicalado todo con ensaladas de tiros y unos vídeos morbosos, hicieron el resto.

Entre las secuencias mas difundidas, logró notable popularidad la de los muertos del cementerio de Timisoara. Los cadáveres fueron exhumados para las cámaras y se presentaron como victimas recientes de los combates.

Cadáveres de la morgue, presentados como víctimas de la represión de Nicolae Ceaucescu.

A simple vista se podía distinguir que habían pasado una temporada bajo tierra y que lucían los aparatosos costurones de la autopsia hospitalaria.

Para explicar por que persistían los tiroteos una vez que los agentes de la Securitate se habían unido a la «revolución», los responsables de la televisión tuvieron la pericia de lanzar a los cuatro vientos la nueva de que «numerosos comandos terroristas libios e iraníes» habían arribado al país.

Para dar mayor verosimilitud al bulo, se recordaba que el dictador había estado visitando oficialmente Irán el 17 de diciembre de 1989, sólo unos días antes.

Aunque parezca increíble, el scoop de los voluntarios musulmanes fue «rebotado» por televisiones extranjeras, agencias de noticias y periódicos de medio mundo.

Durante todas las Navidades no tuvimos oportunidad de ver un solo iraní o de atisbar un libio, pero a varios colegas parecía bastarles con que un asustado director de hospital asegurase que en su depósito había un fallecido «con el tono de piel oscuro, típico del norte de África».

Otra de las fábulas fue que la ciudad estaba surcada de túneles secretos por los que se escabullían los nostálgicos del dictador y de su esposa Elena.

La paranoia de buscar túneles secretos de la Securitate de Ceaucescu.

Lo único comprobable era que la gente había retirado las tapas de las alcantarillas y, como las farolas del alumbrado público parecían fuegos fatuos, corrías el riesgo de partirte la crisma a cada paso.

Un enviado a sueldo de la Associated Press, que nunca se separó del descuajaringado telex del hotel y hasta hacía pis en una botella para que no pudiéramos los demás ni tocar la máquina, insertó en uno de sus despachos que Bucarest estaba siendo escenario «de las batallas callejeras más duras desde la Segunda Guerra Mundial».

Tiroteos esporádicos en Bucarest.

En el baile de difuntos participó hasta la supuestamente infalible BBC, cuyos periodistas repescaban los noticieros de las emisoras húngaras o lo que decía la agencia yugoslava Tanjung, y difundían que había miles de victimas.

El País llegó a subrayar en una de sus notas que había habido más muertos de los que los norteamericanos sufrieron en la Guerra de Vietnam y adelantó la cifra de 80.000.

Es importante reseñar el efecto perturbador de la televisión. Los camarógrafos no filmaban combates reales, pero contaban con atronadoras ráfagas, ruidosos cañonazos, ciudadanos airados dispuestos a hacer declaraciones, tanques en movimiento, algún fiambre y bastantes incendios.

Tiroteos en Bucarest, durante el derrocamiento de Ceaucescu.

Con ese telón de fondo, la confusión general y la aprensión provocada por el aplastamiento del fotógrafo Calderón, el ametrallamiento posterior del belga Dany Huwe -confundido por un psicótico francotirador con un rumano fiel al depuesto Ceaucescu- y el acribillamiento de tres reporteros turcos, no era fácil mantener la cabeza fría.

Si argumentabas tímidamente que no podía haber verdadera lucha en un lugar donde solo morían civiles y la gente curioseaba a pecho descubierto en las esquinas, te cerraban irritados la boca apelando a la «suicida idiosincrasia» de la población rumana. De idiotas.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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