La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: Papá Stalin y el General Invierno (LXIII)

La desgracia de ser periodista y estar amordazado profesionalmente por el terror

REPORTERO DE GUERRA: Papá Stalin y el General Invierno (LXIII)
Un soldado ruso conduce a un soldado alemán capturado prisionero en Stalingrado, en la II Guerra Mundial. GM

Durante la II Guerra Mundial, tanto en la Batalla del Pacifico como en el Norte de África o en el Frente Oeste había al menos un considerable número de corresponsales y manaban con asiduidad las noticias.

La situación era muy diferente en el Frente Este, donde alemanes y rusos luchaban con crueldad inaudita y empecinamiento bestial.

Los primeros reporteros occidentales desembarcaron en Moscú avanzado ya el verano de 1941.

Los recién llegados lo hacían convencidos de que iban a ir muy pronto al frente y descubrían con sorpresa que José Stalin se había dado toda la prisa del mundo en preparar un satánico aparato de control que bloqueaba el mínimo designio periodístico.

En el vértice del sistema estaba Solomon Abramovich Lozovski, vicecomisario de Asuntos Exteriores y portavoz oficial del Departamento Soviético de Información.

Las normas del suave, educado e imperturbable Lozovski eran meridianas:

«Las opiniones individuales, las especulaciones y las predicciones no están permitidas.»

Stalin.

Lozovski, que era judío, acabó como muchos de los más fieles sicarios de Stalin. Arrestado y torturado durante la campaña antisemita de finales de la década.

Tenía ya setenta años y a pesar de la increíble presión a la que los torvos ‘interrogadores‘ de la KGB le sometieron en la Lubianka, jamás admitió su culpabilidad ni acusó a otra gente.

El 12 de agosto de 1952 junto a otros trece miembros del Comité Judío Antifascista, fue ejecutado en lo que se conoció como La Noche de los Poetas Asesinados.

En cualquier caso, en 1941 mandaba mucho y se cumplían su órdenes a rajatabla. En consecuencia, el lápiz azul de los censores soviéticos caía también de forma draconiana sobre lo ‘incorrecto‘, lo que daba al autor una idea aproximada de por dónde iban los tiros en el frente: Si la censura no tachaba un párrafo, el rumor era correcto.

Aparte de los plúmbeos comunicados y de las soflamas de los periódicos rusos, donde escribían personajes como Ilia Ehrenburg por encargo de Stalin, no había muchas fuentes de información.

Soldados del Ejército Rojo en una carga suicida en la II Guerra Mundial.

A los funcionarios stalinistas no les impresionaba en absoluto la fama o el prestigio del firmante del artículo, de la misma manera que a sus soldados no los paralizó la tremebunda reputación que precedía a las columnas de la Wehrmacht.

El 6 de diciembre de 1941, favorecidos por el «General Invierno» y enardecidos por la evocación de la «Santa Rusia» hecha por el coriáceo Stalin, los rusos pararon los pies a los nazis a las puertas de Moscú.

Soldados alemanes avanzando en Rusia, con carros y caballos.

Ni un solo corresponsal predijo lo que se avecinaba. La leyenda del poderío del ejército mecanizado alemán -respaldado por un país altamente industrializado y gobernado con la inexorable eficiencia teutónica- estaba demasiado implantada para permitir vislumbrar a unos infelices periodistas lo paupérrima que había sido la preparación de la campaña rusa de la Wehrmacht.

Los alemanes invadieron Rusia con 3.200 carros blindados y en 1941 solo eran capaces de producir un centenar de nuevas unidades al mes, lo que no era suficiente ni para sustituir el material inutilizado por las averías.

Los nazis terminaron reclutando a niños alemanes para combatir en el frente.

Aunque la productividad aumentó desaforadamente a lo largo del conflicto, no alcanzó su cenit hasta agosto de 1944, cuando era demasiado tarde para alterar el curso de los acontecimientos.

La Wehrmacht solo poseía carburante para transportar con medios motorizados una fracción de su material. El resto era necesario moverlo a uña de caballo.

La división promedio de la infantería alemana estaba compuesta por 1.500 carros de tracción animal y de 600 vehículos de motor. Sus equivalentes británicos o norteamericanos poseían 3.000 vehículos de motor.

Una mujer judía, atacada por antisemitas, grita de terror en la II Guerra Mundial.

Los soldados germanos llegaron a los arrabales de Moscú, donde toparon con temperaturas de veinte grados centígrados bajo cero.

Sin ropa de invierno, se vieron forzados a rellenar con periódicos, folletos de propaganda y trapos el espacio entre sus uniformes y sus gabanes de combate.

Técnica y tácticamente eran muy superiores al Ejercito Rojo, pero los rusos siempre han sido unos soldados temibles y con una capacidad de sufrimiento inaudita. Los alemanes perdieron muy pronto sus ilusiones de una victoria relámpago.

Prisioneros alemanes en manos de los rusos, tras la Batalla de Stalingrado.

El 6 de julio de 1942 el Frankfurter Zeitung publicó una nota, que se coló milagrosamente entre la red de censores de Goebbels, en la que se reconocía que los nazis habían dado con un rival que no quedaba anonadado por las agresivas tácticas de la Wehrmacht y que reaccionaba con mucha más entereza que franceses o británicos cuando quedaba cogido en pinza por las columnas blindadas:

«El soldado ruso sobrepasa a nuestros adversarios en el oeste en su desdén a la muerte; su aguante y fatalismo le hace resistir en la trinchera hasta que vuela en pedazos o cae perforado por la bayoneta.»

Los rusos contaban además con la inmensa delantera que da la adaptación al terreno.

Soldados rusos a la ofensiva, en la II Guerra Mundial.

Una muestra clamorosa de su aptitud para reconciliarse con las severas circunstancias climatológicas eran las botas valenki, cuya posesión llegó a ser considerada por los nazis como un delito punible con el pelotón de fusilamiento.

Estas botas permitían a los partisanos caminar por el hielo y sobrevivir sin que se congelasen los pies en el crudo invierno de la estepa.

Todavía hoy los policías de tráfico apostados en los cruces de la capital rusa recurren de vez en cuando a las valenki de fieltro para aguantar horas a la intemperie, lo que les da un aspecto entre monumental y fantasmagórico.

Soldados rusos luchando en la nieve.

Las botas son tan compactas y enormes que parece que el agente tiene metidas las piernas en dos bloques de cemento.

Además de recursos caseros como las valenki, los rusos iniciaron la guerra con veinte mil carros blindados -más de los que poseían en conjunto todos los demás ejércitos mundiales- y llegaron a fabricar más de cien mil tanques en las plantas instaladas al otro lado de los Montes Urales.

Con el mismo tesón con que sus militares se fajaban con los alemanes, los censores soviéticos se encargaron de neutralizar a los corresponsales occidentales.

Recogiendo muertos, en la II Guerra Mundial.

Como les ocurría cincuenta años más tarde a los funcionarios del Ministerio de Información iraquí encargados de controlarnos durante la Guerra del Golfo, los soviéticos descartaban que pudiera existir una prensa divorciada de su gobierno.

Estaban sinceramente convencidos de que todo reportero de guerra era simultáneamente agente de un servicio de inteligencia. En esos años, periodistas como los británicos Graham Greene o Kim Philby perpetraban las dos funciones, pero la mayoría no lo hacía.

Los alemanes ahorcan a una partisana rusa.

No hay nada intrínsecamente malo en que un corresponsal decida servir a su país como espía, pero combinar ambos oficios deteriora inexorablemente el trabajo periodístico y entraña cierta deshonestidad.

En el Frente Este tuvieron lugar los hechos más decisivos de la contienda.

Kursk fue escenario de la mayor batalla de blindados de la Historia.

Stalingrado se convirtió en un teatro dantesco, donde perecieron los hombres a millares y se luchó con aberrante furor.

Los rusos entran en Berlín y ametrallan la Puerta de Brandemburgo.

Hubo centenares de episodios que hubieran cargado la pluma de cualquier reportero, pero casi nunca trascendieron como debían a las páginas de los periódicos, porque no había verdaderos corresponsales de guerra en condiciones de cubrirlos.

Solo a partir del desplome del Bloque Soviético y de la desintegración de la URSS, en las Navidades de 1991, han ido aflorando las fotos y los testimonios de los atribulados periodistas que tuvieron la suerte de vivir esa epopeya y la desgracia de estar amordazados profesionalmente por el terror del paranoico Stalin.

Un soldado ruso colgando la bandera con la hoz y el martillo en la cúpula del Reichstag.

Entre los reivindicados, aunque muy tarde porque falleció en 1997, está Yevgeny Khaldei, el mejor reportero del Frente Oriental y el primero en entrar con los soldados del Ejército Rojo en Berlín, el 2 de mayo de 1945.

Khaldei fue el autor de la foto de un soldado de la URSS colgando la bandera con la hoz y el martillo en la cúpula del Reichstag nazi de Berlín mientras un compañero le ayuda a no caer al vacío.

Es una de las grandes imágenes de la II Guerra Mundial y, como la de la patrulla de marines capatada por Rosenthal elevando las barras y estrellas en Iwo Jima, ha sido durante cinco décadas un instrumento de propaganda, un mensaje ideológico y el icono visual de un triunfo bélico.

La cámara que hizo la fotografía fue una Leica III y fue subastada en 2014 por medio millón de dólares.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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