La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: El miedo y las mujeres (LXVI)

En la decisión de tirar para adelante influye bastante la imperiosa necesidad de preservar tu reputación

REPORTERO DE GUERRA: El miedo y las mujeres (LXVI)
Marguerite Higgins, reportera de guerra en Corea y Vietnam. LF

El nerviosismo es algo normal.

Ataca a los actores antes de salir al escenario.

A los soldados, antes de entrar en combate.

A los agentes secretos, antes de una incursión ilegal.

No tiene nada de extraño que afecte también a los periodistas. El drama entre los reporteros es que no puedes admitirlo.

Por mucho riesgo que envuelva una zona en guerra, te sientes como un desertor si no vas.

No tiene que ver con la redacción, el director o los lectores; es algo mas profundo y personal.

Los veteranos de la «tribu» no se ven a sí mismos como responsables de una misión.

Eso, con contadas excepciones, se lo dejan a los columnistas políticos y a los que ganan su estipendio cultivando a diputados, sindicalistas o concejales.

Los reporteros de guerra se consideran consumados profesionales, hombres cuyo trabajo está justificado por su capacidad para ejecutarlo.

En la decisión de tirar para adelante influye bastante la imperiosa necesidad de preservar tu reputación.

Cuando te dedicas a esto en cuerpo y alma hay muchas veces en que te ves obligado a obedecer una voz interior que te urge a ir más allá de lo razonable.

En contra de lo que piensan los machistas, esa voz no reconoce sexos.

El reportero más distinguido de la Guerra de Corea fue una mujer y se llamaba Marguerite Higgins.

Asumió tantos riesgos como el más bravo de sus colegas varones y era un competidor feroz. Marguerite no es un caso único.

Marguerite Higgins.

Si hubiera que señalar un héroe periodístico en el largo y expuesto conflicto yugoslavo, entre los candidatos con mas papeletas estarían por derecho propio la fotógrafa de Reuters Corinne Dufka, la reportera de la CNN Christiane Amanpour y la redactora del Guardian Maggie O’Kane.

Corinne fue el miembro de la «tribu» que tuvo la bizarría de permanecer en el barrio musulmán de Mostar en 1993 acompañando a los «cascos azules» españoles bloqueados allí por los musulmanes bosnios.

Corinne Dufka.

El resto de la prensa, incluidos los corresponsales españoles, puso pies en polvorosa en cuanto los musulmanes autorizaron la salida de civiles, por si no había una segunda oportunidad de hacerlo.

Christiane, quien ya destacó en Bagdad durante la Guerra del Golfo, ha pateado todos los frentes y todas las trincheras, para terminar teniendo programa propio en CNN y convirtiéndose en una autoridad planetaria en política internacional.

hristiane Amanpour.

Maggie, además de investigar casos de violación sistemática y arriesgarse a gatear desde Dobrinja hasta Butmir por el túnel del aeropuerto de Sarajevo, ha combinado coraje a raudales con un agudo talento narrativo.

El túnel por el que fue la primera periodista en pasar, unía los barrios de Sarajevo Dobrinja y Butmir, permitiendo que los alimentos, los suministros de guerra, y la ayuda humanitaria entrara en la ciudad, y permitiendo a la gente a salir. Fue una de las principales maneras de eludir el embargo de armas internacionales y facilitó a los defensores musulmanes de la ciudad el armamento que mandaban turcos y otros aliados.

Maggie O’Kane.

El periodismo y la milicia son profesiones machistas y, apenas iniciada la contienda coreana, el mando norteamericano ordenó a Marguerite Higgins retornar a Japón argumentando que en el frente no había «letrinas para mujeres».

La reportera, habituada a batirse el cobre en las trincheras, se negó en redondo. Apeló al general Douglas MacArthur, movió Roma con Santiago y logró que los militares revocaran la orden de expulsión.

El resultado de su cabezonería fue un perpetuo flujo de anécdotas hilarantes, además de una sucesión de crónicas admirables.

El general Douglas MacArthur.

Tras la Segunda Guerra Mundial la península de Corea quedó dividida en dos entes: uno comunista al norte y otro anticomunista al sur.

El primero estaba apoyado por China y la URSS; el segundo estaba respaldado por Estados Unidos, y cuando se iniciaron las hostilidades, el 25 de junio de 1950, los norteamericanos se consideraron implicados en una cruzada.

El senador Joseph McCarthy.

En apenas una semana, los motivados soldados del norte barrieron a las fuerzas del sur. Era la época en que el senador Joseph McCarthy practicaba vehementemente la «caza de rojos».

Estados Unidos aprovechó la ausencia de la URSS del Consejo de Seguridad para hacer aprobar una resolución por la que la ONU dio vía libre a una intervención armada internacional contra los «agresores comunistas».

Aunque de forma casi simbólica, aportaron fuerzas Reino Unido, Turquía, Australia, Canadá, Francia, Grecia, Colombia, Tailandia, Etiopía, Países Bajos, Filipinas, Bélgica, Sudáfrica, Nueva Zelanda y Luxemburgo.

Soldados americanos en la Guerra de Corea.

En Seúl, al mismo tiempo que empaquetaban aceleradamente sus pertenencias para no caer en manos de los gook -apodo con el que se identificaba despectivamente a los norcoreanos-, los corresponsales ya se habían dado cuenta de que se trataba de una guerra que Estados Unidos no podía «ganar, perder o abandonar».

Desde el punto de vista periodístico, los primeros días del conflicto fueron un maremágnum de carreras, miedo, rabia y agotamiento, con los reporteros huyendo a toda prisa hacia el extremo sur de la península -donde desembarcaron el 5 de julio las primeras tropas norteamericanas- o saltando a Tokio para enviar sus crónicas.

Prisioneros norcoreanos en manos de los marines.

En esta fase del conflicto los corresponsales escribían literalmente lo que querían. No había más cortapisas que las que cada uno se aplicaba a sí mismo para no poner en peligro la vida de los combatientes o vulnerar un secreto militar.

Eso hizo que aparecieran artículos en los que se hablaba de «pánico», se revelaba la escasez de equipamiento militar decoroso, se incluían frases emponzoñadas como «no se puede destruir un tanque con una carabina» o se denunciaba el «pobre ejemplo» dado por bastantes oficiales.

Soldados norteamericanos llorando la muerte de un compañero.

Desde su cuartel general en Tokio, MacArthur acusó a los periodistas de «dar ayuda y aliento al enemigo».

Sobre el papel no había censura previa, pero en la práctica los límites quedaron claramente marcados muy pronto.

The New York Times y la Guerra de Corea.

El confín se hizo dolorosamente patente en agosto, cuando los 270 enviados especiales desplazados a Corea constataron que dependían de los militares para alojarse, comer, moverse de un lugar a otro o transmitir.

La profesión es plenamente consciente de que, en esas circunstancias, no es recomendable disgustar a los anfitriones revelando sus defectos, flaquezas y deslices. Vale para todas las coyunturas y en especial las bélicas.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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