Tras la maquiavélica y exitosa jugada del portavoz de la Casa Blanca Marlin Fitzwater, en enero de 1991, que desató el pánico entre los miembros de la «tribu» enviados a la Guerra del Golfo y generó una desbandada general en Bagdad, las cosas se pusieron crudas para los reporteros en general.
A partir de ese instante, con el arma del pool en sus manos, el Pentágono controló la situación y el flujo de información, con la excepción de lo que emanaba a retazos desde la capital iraquí.
Durante la Guerra de Vietnam los periodistas bautizaron las ruedas de prensa militares como la «juerga de las cinco en punto», en clara alusión a la falta de datos sobre la contienda.
En Arabía Saudi y mientras los únicos que estábamos en Bagdad éramos Peter Arnett y yo, escoltados por Igor Mihalev y otros siete ‘soviéticos‘ a los que los iraquíes no dejaban hacer nada, se podía haber repescado la broma, porque solo se filtraba a los corresponsales destacados en la zona, donde EEUU y sus aliados acumulaban fuerzas y desde dónde comenzó la ofensiva terrestre, lo que deseaban los generales aliados.
La información llegaba con cuentagotas y la falta de datos concretos sobre la efectividad de los ataques, los objetivos destruidos, el estado del enemigo o el número real de bajas se soslayaba con la presencia en las pantallas de televisión de portavoces cargados de medallas que, en España o en Estados Unidos, sabían tanto de lo que estaba sucediendo como los adormilados telespectadores: nada.
Arnett y yo no teníamos libertad de movimientos. Saddam nos escamoteaba sus soldados muertos o heridos, pero al menos podíamos husmear en la trastienda de su vapuleado ejército y trasladar nuestras impresiones al público occidental.
A partir del 30 de enero de 1991, el apaleado régimen iraquí permitió entrar desde la vecina Jordania a otros periodistas del enorme contingente que aguardaba anhelante en Amman, pero el grupo nunca rebasó la treintena.
Si hubiéramos sido más numerosos, habríamos estado en condiciones de desbordar a los censores iraquíes e indagar por todos lados. No fue así. Con contadas excepciones, vimos lo que nos dejaron ver.
Una de las lecciones que se puede extraer de la Guerra del Golfo es que la presencia masiva de periodistas juega en favor de la cantidad y calidad del flujo informativo. La Guerra de Vietnam fue un ejemplo luminoso.
A Vietnam acudieron todo tipo de corresponsales y de toda clase de publicaciones. En los años sesenta, con los Estados Unidos involucrados hasta las ingles en el conflicto, no había otro lugar mas adecuado que el sudeste asiático para que un joven reportero pusiera un poco de lustre en su incipiente carrera o un redactor veterano intentase revitalizar la suya.
La mecánica de las acreditaciones era sencillísima. Bastaba acercarse a la embajada sud vietnamita mas próxima, solicitar un visado y presentarse en Saigón con una carta en la que se decía que el periódico -el que fuera- se responsabilizaba del portador de la misiva.
En el caso de los freelances era suficiente con aportar un par de mensajes en los que dos medios distintos certificaran su deseo de adquirir el material que les remitiese el solicitante. Imagino, como ha ocurrido siempre, que quien no contaba con amigos en condiciones de redactar esas misivas, se las escribía él mismo en casa.
Las autoridades norteamericanas suministraban al corresponsal una tarjeta de identificación en la que decía:
«El portador de este carnet debe recibir total cooperación y asistencia en su misión; esta autorizado a percibir raciones sobre la base de su posterior reembolso; con la presentación de esta tarjeta, su portador tiene derecho a transporte aéreo, terrestre o marítimo con prioridad 3…»
El reportero firmaba un documento comprometiéndose a respetar las reglas -casi todas encaminadas a preservar la seguridad militar-, buscaba un casco militar en el mercado negro y se ponía en camino, habitualmente tras una visita al sastre para hacerse a medida lo que los modistos saigoneses denominaban el «CBS Jacket».
En Vietnam fue donde se pusieron de moda esos chalecos repletos de bolsillos y cremalleras, a medio camino entre la indumentaria del cazador de safari y el pescador de caña, que se han convertido en el uniforme de campaña de todos los fotógrafos y de la inmensa mayoría de los reporteros de guerra.
El único conflicto bélico al que han podido acudir los aspirantes a corresponsal tan libremente como lo hicieron en Vietnam fue el el iniciado en 1990 en los Balcanes, que se prolóngó hasta 2006, con la independencia de Kosovo y la separación de Serbia y Montenegro.
Para acreditarse ante los «cascos azules» y obtener la tarjeta plastificada que permitía encaramarse a los aviones de la ONU bastaban una carta de un medio de comunicación y un par de fotografías tamaño carnet.
Posteriormente, para limitar el intrusismo, se implantó como requisito adicional la exigencia de que el diario, la revista o la emisora enviase un fax a Zagreb, la capital de Croacia, asumiendo íntegramente la responsabilidad por el uso que se hiciera de la acreditación de la ONU.
El sistema, como ocurrió en Vietnam, facilitó que confluyeran en el infierno yugoslavo desde profesionales de renombre hasta aventureros sin entrañas que se forraron con el camuflaje de una ONG o traficaron en todo, pasando por muchachos con legítima madera de reportero a «cantamañanas» desorientados.
Entre los genuinos con los que mayor relación personal tuve ocupan un lugar de excepción el cordobés de origen Gervasio Sánchez, el californiano Joel Brand, el catalán Enric F. Martí, el madrileño Javier Espinosa -uno de los grandes de está profesión-, el gallego Fernando Quintela y un joven abogado barcelonés llamado Miguel Gil, a quien todos añoramos.
Joel Brand es la personificación periodística del sueño americano. A los veintiún años, harto de suspender en la Universidad californiana de Santa Bárbara, se vino a Europa, adquirió un pase de Eurorail y se puso a recorrer el Viejo Continente.
Tuvo la fortuna de atravesar una porción de la antigua Yugoslavia en el momento en que se desintegraba la federación y empezaban a despellejarse serbios y croatas, telefoneo a cobro revertido a la redacción neoyorquina de Newsweek, colocó su primera historia y, desde entonces, no ha cesado de trabajar.
En 1994, con mas experiencia bélica a la espalda que bastantes comandantes de los «cascos azules», comenzó a escribir como stringer para el Washington Post, a colaborar con la CNN, a desplazarse en coche blindado, a usar su propio teléfono por satélite y a sumar ganancias anuales por encima de los cien mil dólares.
El stringer cobra por pieza publicada.
Enric Martí aterrizó en Sarajevo procedente de Centroamérica, donde aprendió los rudimentos del oficio de fotógrafo de guerra.
Se estrenó en Yugoslavia laborando para France Press, pasó a Reuters, fichó por la EPA y concluyó en AP. Ha sido autor de algunas de las fotos mas dramáticas de la tragedia yugoslava y de todos los conflictos que han ensangrentado Oriente Próximo en las últimas dos décadas.
Fernando Quintela, que aunaba sus estudios de periodismo con turnos de fotógrafo en la redacción madrileña de El Mundo, se encontraba en Split con un convoy de ayuda en el momento en que la OTAN dio un ultimátum a los serbios conminándolos a retirar sus armas pesadas de los alrededores de Sarajevo.
Además de ser el primer español en entrar en la capital bosnia en febrero de 1994, tuvo el merito de «dárselas con queso» a las mafias locales.
Cuando el voraz taxista y su compinche musulmán le exigieron trescientos dólares por llevarle hasta al Hotel Holiday Inn alegando que la gasolina costaba treinta dólares, Quintela preguntó el precio del kilo de queso.
Le dijeron que seiscientos dólares. Llevaba en la mochila un queso manchego, regalo de los «cascos azules» españoles, y, ni corto ni perezoso, al llegar al hotel partió en dos el queso, entrego la mitad a los mafiosos y dio por pagada la carrera.
Antes de bajar el pistón como reportero y dedicarse a los negocios televisivos e informáticos, con resultados mercuriales, Quintela hizo reportajes de enjundia.
Entre todos, por los enormes riesgos que asumió, me llamó dramáticamente la atención la crónica de las 16 horas que pasó a la deriva en el Atlántico, emitido en un frágil cayuco con 40 inmigrantes ilegales, en el verano de 2006, culminado en un reportaje emitido en la televisión autonómica canaria.
Miguel Gil, que se presentó en Bosnia en una moto de trial y empujado por la curiosidad humanística, consiguió ser temporalmente y muy en precario corresponsal en la zona de El Mundo, para ir acendiendo a fuerza de tesón y talento hasta convertirse en una de las estrellas de Reuters TV.
Miguel me impresionaba, porque llevaba su destino escrito en el rostro, demacrado y largo, como los de los personajes de El Greco.
En la «fase de iniciación» Gil perdió la motocicleta y varios dientes, victima de la codicia de los milicianos croatas ubicados en los puestos de control de los alrededores de Mostar.
Parte del éxito profesional de personajes como Espinosa, Gil, Gervasio, Joel o Enric estribó en el descomunal riesgo que conllevaba cubrir asiduamente el conflicto balcánico.
la cifra será mucho más alta, pero repasando notas, me sale que en la zona d elos Balcanes, en apenas una década, murieron al menos 44 periodistas, entre los que hay desde freelances hasta stringers, pasando por estrellas plenamente consagradas.