CRIMEN SIN CASTIGO

México: El helador secreto por el que los narcos adoptaron la ‘moda’ de decapitar rivales

A finales de los años ochenta, el corte de cabeza se extendió en el país como una práctica de macabra advertencia a los enemigos y para inocular el miedo en la sociedad

México: El helador secreto por el que los narcos adoptaron la 'moda' de decapitar rivales

En 2018 y cuando todavía faltan tres meses para que concluya el año, México ha btido su record de homicidios dolosos: hay un promedio de 93 asesinatos al día, los que supone cuatro víctimas cada hora.

Y muchos de los ‘ejecutados’ aparecen decapitados. La sinistra ‘moda’ viene de lejos, como realta Elia Baltazar en Infobae, este 30 de septiembre.

En el año 2006 dos episodios confrontaron a los mexicanos con un rostro poco conocido hasta entonces de la violencia del narcotráfico en el país: las decapitaciones de dos policías en Acapulco, Guerrero, y de 5 personas más en Uruapan, Michoacán.

La primera ocurrió en abril, luego de que dos integrantes -un comandante y un oficial- de la entonces Policía Preventiva Municipal fueron secuestrados y sus cabezas halladas al día siguiente clavadas en una reja metálica.

En septiembre de ese mismo año, un comando de la organización criminal La Familia Michoacana irrumpió en el centro nocturno «Sol y Sombra» de la ciudad de Uruapan, en Michoacán, y arrojó 5 cabezas humanas a la pista de baile.

Tres meses después, Felipe Calderón asumió como presidente y emprendió su «guerra» contra el narcotráfico. La ofensiva despegó en enero de 2007 con el Operativo Conjunto Michoacán, que por primera vez recurría a las Fuerzas Armadas para el combate al crimen.

Desde entonces, las decapitaciones se convirtieron en un método recurrente de los grupos del narcotráfico para sembrar terror en los territorios que dominan, dice el investigador y criminólogo Enrique Zúñiga Vázquez, autor del estudio «Decapitados y narcomensajes: el lenguaje del crimen».

Pero al mismo tiempo, aclara, fueron la justificación de las fallidas acciones de combate al narcotráfico, que no hicieron más que alimentar la violencia y multiplicar sus prácticas.

«Han servido como legitimación de los gobiernos en turno para llevar a cabo políticas encaminadas -como decía Eduardo Galeano- a sacrificar la justicia en aras del orden».

De la venganza al terror colectivo

Las historias de decapitaciones en México son escalofriantes. Pero en el pasado estuvieron restringidas a un ámbito que parecía ajeno para la mayoría de los mexicanos.

Así sucedió cuando la prensa supo que el narcotraficante Jesús Héctor Palma Salazar, conocido como «El Güero» Palma, había recibido en un recipiente con hielo la cabeza de su esposa Guadalupe, quien lo había engañado con el venezolano Rafael Clavel, a su vez esposo de la hermana del narcotraficante que entonces dirigía mano a mano el Cártel de Sinaloa con Joaquín «El Chapo» Guzmán.

El amante asesinó a la esposa y los dos hijos del «Güero» Palma, al parecer por instrucciones de los hermanos Arellano Félix -aunque hubo quienes atribuyeron el crimen a una orden de Félix Gallardo.

Palma devolvió sangre con sangre. Mató a nueve integrantes de la familia de los Arellano, al abogado de Clavel y a tres hijos de este. Clavel además fue degollado en la cárcel donde estaba recluido, supuestamente por orden del «Güero» Palma.

Eso sucedió en el ya lejano año de 1989. Y aunque después hubo otras decapitaciones, la mayoría de la gente las miraba a la distancia, inscritas en el cerrado círculo de las venganzas entre carteles. Hasta 2006 que otra escena espeluznante sacudió a los mexicanos.

En enero de ese año, sobre la lápida de mármol de la tumba de Arturo Beltrán Leyva, «El Jefe de Jefes» del cártel que llevó sus apellidos, alguien colocó un día una cabeza humana ensangrentada, flanqueada por dos arreglos florales, en el panteón Jardines del Humaya, en Culiacán, capital de Sinaloa.

Aquella cabeza podía interpretarse entonces como «una ofrenda» para «El Jefe de Jefes» y acto individual de «goce por la muerte», dice el criminólogo. Pero a la distancia ya no es posible mirar las decapitaciones como un ritual de cualquier índole.

Ahora se trata de una «lógica de muerte», explica, que rompe el tejido social y que configura una percepción: «Quienes cometen estos actos puedeN hacer lo que quieran con el cuerpo de sus víctimas».

El espectáculo mediático

Después de la ofrenda hallada en la tumba de Beltrán Leyva, el país no tuvo que esperar mucho -apenas unos meses- para comprobar que las decapitaciones ya eran una práctica compartida por distintos grupos, como lo demostraron los hechos de Acapulco y Uruapan.

Grupos como Los Zetas, el Cártel del Golfo y la Familia Michoacana comenzaron literalmente a descabezarse por todos lados. Ya no bastaba con someter a tortura a enemigos y traidores, y abandonar luego sus cuerpos. La violencia en la guerra de las drogas había escalado, haciéndose cada vez más cruel.

Las decapitaciones, que en principio sirvieron como mensajes de terrorífica advertencia para los enemigos, terminaron por fragmentar el tejido social de comunidades expuestas a estos actos violentos, explica Zúñiga.

El investigador Nelson Arteaga, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, lo explica así: las decapitaciones hablan de «la puesta en marcha de una serie de capacidades que se han aprendido, que forman parte de un entrenamiento específico, donde el objetivo es, precisamente, no sólo proporcionar violencia a los cuerpos, sino asegurar que esta tenga una visibilidad mediática en muchas de las ocasiones».

A este fin han contribuido sin duda las redes sociales, que le han dado a las decapitaciones una dimensión de espectáculo público de libre circulación por la red, aprovechado muy bien los grupos criminales para su propósito: inocular el miedo en la población, dice Zúñiga.

Apenas en enero de este año, un video mostró la aparentemente real decapitación de una mujer identificada como la «Comandante Paty», señalada como responsable de cometer secuestros a nombre de Los Zetas en distintos municipios del estado de Veracruz.

Esos videos, dice el investigador, son algo más que macabros espectáculos, pues aun cuando muchos de los actos que exhiben no son comprobables, sirven para impactar en el imaginario colectivo, para justificar acciones de distintos grupos interés y dividir su entorno entre buenos y malos.

«La gente sabe, a través de las imágenes de esos actos, de lo que son capaces los malos, entonces pide orden al costo que sea, aun cuando eso signifique sacrificar garantías individuales, con tal de que esos actos no se repitan».

De Medusa a los kaibiles

Zúñiga explica que en el origen su estudio tuvo la intensión de tratar de entender a las personas que se dedicaban a la mutilación y la decapitación, y hacer un breve repaso de lo que había sucedido en México y hasta abordar el fenómeno de manera simbólica.

«La decapitación siempre ha tenido un simbolismo que va de lo mitológico, como el mito de la cabeza de Medusa, a lo ritual, como las cabezas que cortaban los aztecas y colocaban en sus altares llamados tzompantlis».

Pero advierte que esta interpretación ya nada tiene que ver con la violencia extrema que perpetran las bandas criminales a través de este tipo de prácticas, ni puede atribuirse a un solo tipo de sicario y su contexto familiar o social.

«El problema es cada vez más complejo».

Que sirva el siguiente caso para mirar la dimensión del problema. En 2016, en la prensa nacional, trascendió la historia de una joven de nombre Juana a quien llamaban «La Peque Sicaria», encargada de las decapitaciones y mutilaciones para una célula de Los Zetas.

Originaria del estado de Hidalgo, había sido reclutada a los 15 años por ese grupo para cumplir tareas de «halcón» (vigilante) en las carreteras. Después se convirtió en sicaria y más tarde se hizo cargo de las decapitaciones y mutilaciones.

De 28 años y presa en uno de los Centros de Reinserción Social de Baja California, donde hasta 2016 estaba pendiente su condena, su historia la difundió el diario británico Daily Mail, que recuperó el testimonio de Juana ante las autoridades, con base en información de la prensa local.

Con sus propias palabras narró las ejecuciones que presenció, su miedo al principio y su excitación después ante el sufrimiento y la sangre.

Entre sus espeluznantes revelaciones, declaró que le gustaba tener sexo con los decapitados, narró sus prácticas necrófilas y confesó que, además de asesinar, se bañaba con la sangre de sus víctimas y a veces la bebía caliente.

«Me sentía emocionada por ella, me frotaba con ella después de matar a la víctima», dice la nota del Daily Mail, recuperada por todos los medios nacionales.

Para entender el perfil de esta joven asesina parecería suficiente recurrir a la tipología de los sicarios que elaboró Arcelia Ruiz como tesis de maestría, luego de tres años de investigación en cárceles y entrevistas con expertos.

De los cuatro tipos que identifica, Juana sin duda cabe en el sicario sádico, que se caracteriza por asesinar de manera sanguinaria y por gusto, y que refuerza su conducta con la remuneración económica.

En este individuo no influye de manera directa la situación sociocultural, como sí ocurre con el sicario marginal y el antisocial, y aun con el psicótico que, de acuerdo con Ramírez, proviene -la mayoría de ellos- de familias criminales de nivel alto, como ocurre con los hijos de narcotraficantes.

«Son sujetos cuya agresividad es planeada, son mentirosos patológicos, tienen una completa falta de remordimiento y frialdad emocional», dice Ruiz de los psicóticos.

Sin embargo, pocas veces caen en la cárcel porque son calculadores y sigilosos, lo que complica seguirles el rastro.

El sicario sádico, en cambio, tiene problemas a nivel afectivo que lo desvinculan por completo de cualquier sentimiento de remordimiento o empatía con su víctima, explica la investigadora.

Pero Zúñiga considera que el problema es más complejo que la particularidad individual que hace a una persona convertirse en decapitador, pues ya no es uno o dos los responsables de estos actos, sino grupos de individuos.

Artega, de la Flacso, afirma que las decapitaciones en México parecen «indicar la presencia de cuerpos de elite especializados en el ejercicio de la violencia y la crueldad», escribe en su estudio «Decapitaciones y mutilaciones en el México contemporáneo».

De rito simbólico a castigo

Zúñiga hizo tal seguimiento de las decapitaciones en el país, que llegó a identificar una línea de tiempo donde se inserta el ascenso de este tipo de prácticas entre los grupos del narcotráfico.

Advierte que el fenómeno comenzó a extenderse a principios de los noventa con el cártel del Golfo, que comenzó a practicar la decapitación al reclutar a grupos de kaibiles guatemaltecos, quienes realmente la introdujeron a México.

«Los homicidios por decapitación en México aparecen a partir de la introducción de sicarios (homicidas a sueldo) provenientes de los grupos especiales de las fuerzas armadas guatemaltecas, mejor conocidos como kaibiles. Grupos entrenados para enfrentar a las guerrillas durante los setenta-ochenta y que luego de la instauración de las democracias y la muerte de las dictaduras dejan de tener una preponderancia y muchos quedan desempleados, motivo por el cual son reclutados por el cártel del Golfo, principalmente».

Arteaga, de la Flacso, parece coincidir.

«Las decapitaciones, según sugiere el discurso oficial, se han hecho con total precisión y al parecer mediante la técnica de la ‘daga kaibil'».

Zúñiga incluso identificó el tipo de instrumento utilizado para cortar cabezas.

«Para decapitar a personas vivas es muy común la sierra Giggit».

Y para casos más atroces está el alambre con dentadura en sus bordes que hace las veces de sierra.

«Se coloca a la víctima de rodillas, le circundan el cuello con el alambre y poco a poco lo van apretando con un torniquete, que puede ser un palo o un tubo».

A pesar de las atrocidades cometidas por gurpos criminales, dice el investigador, México no debe renunciar a la justicia que se antepone a la demanda de castigo indiscriminado.

«Las balas, la sangre y la cárcel no son la única salida».

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