Así pues, como indicaba Nietzsche, la felicidad del hombre tiene por nombre “yo quiero”. Las profundas raíces del egoísmo inmovilizan los movimientos altruistas del ser humano, y hacen que dañemos a los demás al tener la incapacidad de imaginarlos. Actuamos ante el espejo de la vida contemplando, lejos del prójimo, tan solo nuestro propio reflejo. Comprender el ego es más difícil y más
Mientras el ciudadano vive su hermosa vida de náufrago, la corrupción sigue, calenturientamente, creando seres sanchopancescos que cambian la ética por una ínsula, en la que sueñan con levantar su cartuja de oro para poder entregarse al existencialismo, atroz y sin musa, del dinero y de sus embriagadores espejismos. Más les valiera a algunos de nuestros políticos no haber tenido nunca poder