Peregrinos por tierras de León

Camino de Santiago: A Molinaseca por el monte Irago

Camino de Santiago: A Molinaseca por el monte Irago
Castrillo de los Polvazares. Manuel Ríos

¿Buscas un lugar donde huir del tedio, reposar o disfrutar de la vida sana del campo? LA CASA DEL RELOJ, en el tramo del Camino de Santiago que atraviesa la Comarca del Bierzo, es la opción perfecta

Después de Astorga, cruzo Murias de Rechivaldo y, poco después, alcanzo Castrillo de los Polvazares. Dicen mis notas que esta villa es ejemplo de típica población maragata. ¿Cómo será un pueblo maragato?

Además, mi joven informante astorgana me sugirió detenerme a conocerlo. Estaciono en un aparcamiento público situado al lado de la carretera, a la entrada, ya que está prohibido el acceso de vehículos foráneos.

Castrillo de los Polvazares es población de película, de postal. La calle está pavimentada de guijarros y resulta incómoda para ser caminada; igual que las viviendas, es de color rojizo, arcilloso, y el conjunto parece diseñado para recibir a visitantes necesitados de tomar cocido. No obstante, lo encuentro vacío, tal vez dormido.

Se abre una puerta que da acceso a un zaguán; al fondo, un patio amplio; y sale un caballero con aspecto distinguido que estira las piernas.

-Buenas tardes. ¿Es que no hay iglesia en Castrillo?

-¡Sí, hombre! Espere que me sitúe, que yo vengo aquí una vez al año a ponerme ciego. Mire, gire por allí, a la izquierda -y me señala la calle.

Me sorprendería que la iglesia se encontrase abierta: no lo espero; mas, el templo es referente en las villas del Camino y me resulta obligado visitarlo. Como no podía ser de otra manera, exteriormente presenta el aspecto del conjunto.

Dejo atrás Valdeviejas. Subo por el monte Irago. Ya me siento en el páramo y parece que estuviera cambiando el tiempo. El entorno se hace inhóspito, desabrido. Hago alto en Rabanal del Camino.

Igual que me aconteció en Castrillo de los Polvazares, estaciono a la entrada y camino hasta la parte alta. Rabanal del Camino es una pequeña villa que debió de ser áncora de salvación del peregrino en los tiempos idos; estoy persuadido de que recientemente debió de estar a punto de desaparecer, como sucede con otros lugares del entorno, pero, por esos azares de la existencia, está remontando.

En lo alto, presidiendo, la pequeña iglesia de Santa María, con campanario de espadaña y, según mis notas, con un ábside rústico del siglo XII que no puedo admirar. Y, a su alrededor, media docena de casas que incluyen un negocio hostelero, tal vez dos, un curioso albergue llamado Refugio Gaucelmo (nombre del monje fundador del primer hospital del lugar de Foncebadón, próximo monte arriba, y recompensado por el rey como señor del lugar), y una casa muy cuidada de aspecto, igual que el entorno, en la que moran tres benedictinos. Habilitaron como librería y tienda de recuerdos una habitación que da a la calle, y entro. Atienden un fraile joven, fornido, risueño y que se esfuerza por expresarse en castellano, y un religioso delgado, maduro, que habla español correctamente y que lleva la batuta.

-Así que ustedes dicen misa a diario y despiden a los peregrinos.

-Así es, los bendecimos y les deseamos buen viaje.

-¿Ustedes dos?

-Falta el prior, que no está ahora en el monasterio.

-¿Monasterio? No he visto monasterio alguno.

-Esto es el monasterio. No podemos vivir sino en un monasterio.

-La Orden Benedictina tiene arraigo e implantación en el país.

-Nosotros somos alemanes y no somos contemplativos, como los benedictinos de aquí.

No son contemplativos, me dicen; luego, ¿qué son?, ¿qué hacen?, ¿a qué dedican su vida?, ¿cómo será la existencia de estos pulcros hombres de Dios?, ¿de qué vivirán? Me fijo en la pequeña tienda. ¿Cuál será la temática de los libros que pueblan los anaqueles?, ¿en qué lengua o lenguas estarán escritos?

Colaboro adquiriendo un pisapapeles con imán que reproduce la flecha amarilla sobre fondo azul que señala aquí y allí los caminos del Camino.


Campanario de espadaña de la iglesia de Santa María. / Manuel Rios

Desciendo hacia el automóvil. ¿Cómo será la vida en Rabanal en invierno nevado? ¿En qué estación habrá peregrinado Felipe II a Compostela? Porque narran las crónicas que pernoctó aquí, y, si yo tuviese un poco de cacumen, también debería despedir el día en Rabanal del Camino, pero decido continuar.

Vuelvo a la realidad de la naturaleza en soledad, al páramo en estado puro, al monte bajo, a la carretera que sube, a la niebla, al desamparo. La vía parece que se hiciese más estrecha y la niebla se hace densa. Si tuviera que cruzarme con otro vehículo, ¡vaya papeleta! La soledad es absoluta y, si no tuviese la seguridad de viajar por el camino que utilizan los peregrinos arrastrapiés desde hace siglos, a buen seguro que daría la vuelta, como pudiera, pero daría la vuelta.

¡Qué acoquine no habrán sentido los viejos romeros peregrinando por este inhóspito monte Irago! Si yo, con automóvil y teléfono siento la inquietud que siento, ¡cuál no sería su sentimiento! La dedicatoria de este relato está escrita desde inmediatamente antes de iniciar el viaje; de no existir, aquí, en plena angustia, la redactaría tal cual, en recuerdo y homenaje (A los millones de peregrinos de buena fe, arrastrapiés, que forjaron los caminos del Camino a lo largo del pasado milenio). La niebla, espesa, lo inunda todo, ¡y debo adelantar a cuatro peregrinos ciclistas, pobres, las únicas personas con que me cruzo desde Rabanal del Camino!

Ya me encuentro en Foncebadón, antaño sede de un concilio (¡un concilio aquí!), a 1.500 m de altitud, el techo del Camino Francés. En aquellos siglos, tras un desmesurado esfuerzo, los peregrinos agradecían alcanzar la villa, donde recibían cobijo y recuperaban fuerzas, tan necesario lo uno como lo otro.

Y en medio de un trecho así de duro, la reflexión, reflexión que inicio con una pregunta elemental: ¿Qué mueve al peregrino a Compostela? ¿Qué busca? ¿Acaso el resultado de un arrebato? Tendría que preguntar a los millones de romeros anónimos del Camino qué les impulsa a acometer tamaña aventura.

Tal vez debería preguntármelo a mí mismo, pero no tendría mayor valor mi experiencia porque mis motivaciones, fundamentalmente culturales, difícilmente coincidirían con las de la riada de seres humanos que peregrinaron y peregrinan de verdad a Compostela. Con los ojos del siglo XXI, estoy ante una locura colectiva.

Al Campo de la Estrella peregrinaron soldados y negociantes, cantores y predicadores, monjes y mendigos, obispos y reyes, arquitectos y escultores, pintores y músicos, creyentes y gentiles, herejes, gnósticos y ateos, criminales, desheredados de la fortuna y truhanes…, cada cual arrastrando sus fantasmas, con su pequeño o gran objetivo expreso o tácito, edificante o menos confesable.

Mas, ¿qué conecta a seres tan distantes entre sí como Van Eyck, El Cid, los Reyes Católicos, Juana la Loca, Carlos I, Felipe II, Juan de Austria o san Guillermo, este, peregrino descalzo todo el Camino al decir de las crónicas? Vienen a mi mente varias respuestas. La primera, la obvia, al menos aparentemente, la devoción al Apóstol:

Una vez un peregrino a Santiago le dio a mi madre una concha de peregrino. Cuando yo era un niño de aproximadamente unos seis años y me vi afectado por una enfermedad febril, cuando ya no tenía a mi disposición ningún medio natural, mi madre me dio de beber pura agua de fuente por esta misma concha, y en el mismo momento desapareció automáticamente la fiebre y la enfermedad. Luego me entró el deseo incontenible de al menos un día encontrarme allá en Compostela con Santiago, como uno de mis verdaderos intercesores ante Dios, para rendirle mi agradecimiento.
(Christoph Gunzinger, prelado de la catedral de Wiener Neustadt, 1654)

Por otro lado, la necesidad de liberación que siente el hombre de todos los tiempos y más el de aquellos siglos, sometido al imperio del Apocalipsis, a la necesidad de tener fe y de labrarse la salvación, para lo que la pureza de espíritu debe ser total (para los cristianos más exigentes, ceder a la tentación de tomar tocino en cuaresma o comer carne en viernes era motivo para echarse al Camino); además, aunque hoy pueda resultar anacrónico, la comunión de los santos: el sacrificio perdonará los propios pecados, pero también los de los demás.

En tercer lugar…, en estos tiempos puede resultar incomprensible, pero, en aquellos, era motivo de prestigio social romper con las obligaciones laborales y familiares y peregrinar para venerar una reliquia, y no digamos para rendir pleitesía a Santiago, el santo más conocido en la Edad Media y el Renacimiento; esta, la espiritual o seudoespiritual, debió de ser la motivación de la mayoría de romeros. Pero, la casuística es amplia. Y así, encuentro en las crónicas el caso de romeros que buscan en Santiago el remedio a su mal. El Liber peregrinationis recoge que el templo compostelano

florece con el resplandor de los milagros de Santiago, pues, en él se concede la salud a los enfermos, se restablece la vista a los ciegos, se suelta la lengua de los mudos, se franquea el oído a los sordos, se da libre movimiento a los cojos, se concede liberación a los endemoniados y, lo que es todavía más, se atienden las preces del pueblo fiel, se acogen sus ruegos, se desatan las ligaduras de los pecados, se abre el cielo a los que llaman a sus puertas, se consuela a los afligidos, y las gentes de todos los países del mundo allí acuden en tropel a presentar sus ofrendas en honor del Señor.

Con esta perspectiva, ¿cómo no sentir el deseo de peregrinar a Compostela? La ciudad del Apóstol pasa a ser la corte de los milagros, la esperanza de la salvación de cuerpo y alma, y cuanto mayores fuesen la incomodidad, la distancia y el riesgo, ¡mayor es el sacrificio y mayores la virtud y la recompensa! En ocasiones, el peregrino acomodado que viaja a caballo cede su montura algunas horas a un romero de los de a pie y él camina a su lado realizando penitencia.

Por necesidad o por penitencia, el peregrino practica la pobreza militante, que lo lleva a mendigar el pan. Y cuando se les agotan los fondos, los romeros venden objetos, prestan servicios, trabajan un tiempo… para así proveerse de liquidez. Continúo con la casuística. Pecadores y delincuentes se veían empujados al Camino para cumplir una penitencia; a veces, porque la falta era tan grave que el pecador no se atrevía a confesarla o el confesor desistía de absolverla.

También, para satisfacer una sentencia civil como único modo de remisión (injuriar a un enemigo tildándolo de «aborto, ladrón, bastardo, brujo, asesino…» supo­nía la obligación de echarse al Camino si se deseaba expiar el desliz). Y se documentan casos de beneficiarios de una herencia que, antes de disfrutarla, como condición, deben acreditar el haber peregrinado a Compostela. Y de otros que, para realizar una penitencia más completa, debieron peregrinar encadenados. A veces, al castigo de incorporar las cadenas en la peregrinación, «se añadía la pena de peregrinar desnudos» los hombres y parapetadas tras un sudario blanco las mujeres, pena reservada a los homicidas.

En el ámbito civil, las condenas podían ser sustituidas por el pago en efectivo de cantidades pactadas. Hubo también peregrinos vicarios, que realizaban el periplo en lugar de una persona y a cambio de un estipendio, a veces para saldar una promesa incumplida que viajaba de generación en generación; y algunos de estos se profesionalizaron y complementaban la soldada sirviendo de guía a los peregrinos primerizos, casi todos, porque, dado el analfabetismo del peregrino y la carencia de guías o mapas, se entregan en cuerpo y alma a quien ya vivió la experiencia. Igualmente, peregrinos curiosos de vivir la prueba, de conocer gentes, costumbres y lugares nuevos; en pocas palabras, seducidos por lo lejano. Y supongo que no faltarían quienes utilizaran la peregrinación como válvula de escape.

Al rebufo del éxito del Camino, una caterva de profesionales que buscan un mejor vivir, hoy aquí y mañana allá, desde deshollinadores hasta afiladores, sin olvidar a feriantes y titiriteros. Y romeros gallofos, pícaros holgazanes, embaucadores, poseedores supuestamente del arte de la adivinación, capaces de simular amabilidad y dulzura, especialistas en suscitar la caridad, el todo por nada, dispuestos a sablear a las gentes e instituciones de buena fe y, en los casos más desgraciados, a delinquir, amparados en el hábito de peregrino; y debió de alcanzar tal grado el abuso que Felipe II prohibió el empleo de ese hábito. Consta que algunos sufrieron el castigo de ser bañados en la caldera de agua o de aceite hirviendo. ¿Y las promesas? ¡Cuántos prisioneros, marineros, caminantes, soldados, enfermos… hicieron al Apóstol la promesa de acudir a venerarle si les libraba del aprieto! Imagino que tampoco faltarían los enfermos mentales.

A veces, un grupo de romeros peregrina a Compostela desde un burgo o desde una parroquia para implorar a Santiago el fin de una larga y nefasta sequía o el final de la peste. Y las normas o las penas que, expresa o tácitamente, promocionan el Camino: un obispo que fuese condenado por homicidio debería peregrinar de modo constante el resto de su vida; y desde mediados del siglo XII, un concilio establece que los incendiarios peregrinarán a Compostela y permanecerán un año en la ciudad. También, el abuso: la belga Ypres condenaba a realizar el Camino a quien se bañase en los estanques públicos.

Pero no quiero ceñirme a siglos atrás; desde finales de los años ochenta del pasado siglo, los belgas recuperaron la vieja costumbre medieval flamenca de imponer como pena peregrinar a Compostela a delincuentes jóvenes incorregibles, que viven la experiencia en pequeños grupos tutelados, experiencia en la que emplean cuatro meses. Y en los últimos treinta años caminaron el Camino peregrinos en silla de ruedas o ayudándose de muletas. ¡Dios mío! Y los casos de gentes de posibles que determinaban su deseo de que una vela ardiese en el altar de Santiago día y noche, perpetuamente: ¿dónde habrá naufragado su voluntad?


La Cruz de Ferro, frontera entre la Maragatería y el Bierzo. / Manuel Rios

Vuelvo a mi experiencia. Un poco más adelante, el fin de la Maragatería y el comienzo del Bierzo, límite señalado por la Cruz de Ferro, una sencilla cruz sobre un sólido mástil en medio de una montaña de piedras, tantas como esperanzas, aquí depositadas por peregrinos y por gallegos que practicaban la dura siega en tierras de Castilla. No falta quien crea que estas piedras intentan aplastar o, al menos, esconder, tal vez tapiar un altar dedicado a Mercurio, el Hermes mensajero. Además, este hito se identifica tradicionalmente con el inicio del Camino Gallego del Camino. Si la niebla me lo permitiera, vería la hoya del Bierzo enmarcada por la cordillera Cantábrica, los montes de León, Courel, Cebreiro, Ancares…
Tras inmortalizar la Cruz de Ferro, reemprendo la marcha deseando que termine pronto esta pesadilla. Bajo ahora, bajo en bajada rápida y encuentro viejas casas en ruinas, en el suelo, una, otra…, a los dos lados de la carretera; son los fantasmas de Manjarín. ¡Dios mío, qué espanto! Qué espanto la imagen de un pueblo abandonado, con las casas destruidas, los techos hundidos y todo el conjunto emergiendo de una niebla densa. Un espectáculo nada estimulante. Y dentro del pueblo, a la derecha, en una curva pronunciada, una vieja edificación viva. ¡Cómo hubiera agradecido una esquinita en la que poder apartar el vehículo de la carreterita y detenerme un rato a soltar la tensión que me atenaza! Aminoro la marcha, casi al paso, pero no es posible. Veo fugazmente un cartel que anuncia la distancia desde este punto a distintos lugares del globo. Aquí, en esta casita, en esta áncora para tantos peregrinos, un quijote del siglo XXI que mantiene un refugio a partir de la voluntad de los romeros que se detienen. ¿Quién es? ¿Cómo se llama? ¿Qué hizo en su vida anterior? ¿Por qué vino aquí, a fundar? ¿Qué espera conseguir?

Continúo en bajada libre y, de pronto, como si se tratara de un prodigio, desaparece la niebla; en un instante, paso de la bruma densa al día de verano de unas horas antes. ¡Asombroso!

La carretera sigue siendo la misma, estrecha y plagada de curvas, bajando el monte Irago, con un hermoso paisaje en derredor. Poco después, El Acebo, hermoso; curiosa villa, titular de dos notables privilegios: los Reyes Católicos la exoneraron de pagar tributos y del servicio de armas a condición de mantener el hospital para peregrinos y de situar cuatrocientos pares de estacas en la nieve que sirviesen de guía a los romeros.

Percibo que me relajo a la par que sueño con alcanzar Ponferrada. Pero, ¿qué es esto?, ¿qué sucede? ¡Vaya día! Delante de mí, unos vehículos detenidos literalmente. ¿De dónde han salido? Otros, estacionados a caballo entre la carreterita y la escasa tierra aledaña; y al fondo, más, muchos más, incluso una ambulancia. No parece que se trate de un accidente ni tampoco de una operación policial. Para colmo, sube un vehículo y debe pasar. Hago filigranas para que podamos cruzarnos y pregunto al conductor:

-Oiga, ¿qué sucede?

-¡Nada! Que ha habido una carrera de coches, ya terminó, y ya está despejándose la carretera.

El despeje de la carretera dura una eternidad. Circulo a paso de tortuga varios kilómetros y debo pararme en múltiples ocasiones. Parece que la riada quisiera espaciarse, pero atravieso, atravesamos, Molinaseca y la limitación de velocidad por tratarse de una población enlentece la marcha de nuevo, donde hay una casa rural que no se puede ni debe dejar de lado: La Casa del Reloj.

Disfruto del paseo en coche por la villa, de viviendas hermosas en diseño y factura, tal vez ciudad dormitorio o ampliación de Ponferrada. Y hacia las ocho y media de la tarde, por fin, alcanzo Ponferrada.

Ahora, a buscar acomodo en que pasar la noche. Nunca hasta hoy había retrasado tanto la localización de un hostal en que pernoctar.

Imágenes editadas por Asier Ríos.
© de texto e imágenes Manuel Ríos.
depuentelareinaacompostela [arroba] gmail.com

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