«Los males de la educación en España son los padres»

(PD).- Los últimos datos del informe PISA han puesto nuevamente a la educación en primera línea de la actualidad. La enseñanza en España es un desastre.

Y escribe Pedro Luis Llera, profesor, que eso lo sabemos todos desde hace mucho tiempo:

Yo llevo diez años dando clase en Secundaria y puedo dar fe con conocimiento de causa de los males que están aquejando a la educación en nuestro país. En este primer artículo me voy a ocupar de los máximos responsables de la educación de los niños: los padres (los padres y las madres, para los progres adoctrinados en esa necedad de la ideología de género).

Porque los primeros responsables de lo que está pasando con la educación en España son aquellos padres que no educan a sus hijos. Hay padres que no merecerían serlo: inconscientes que traen hijos al mundo, pero que no están dispuestos a sacrificarse por ellos.

Los primeros culpables son esos padres que «no pueden con sus hijos» (pasa hasta con padres de niños de 4 años); padres pusilánimes o pasotas que pretenden delegar en el colegio su obligación de educar a los niños en casa. Hay cosas que no se pueden enseñar en la escuela: el respeto por los demás, el pedir las cosas «por favor», dar las gracias; la importancia del aseo personal; enseñarles a comer como personas civilizadas, a ser ordenados y responsables; aficionarlos a la lectura desde pequeñitos, fomentar su espíritu crítico, transmitirles valores cívicos o inculcarles la fe, si es que los padres la tienen, claro. La obligación de un padre o una madre de educar a su hijo es insustituible y no se puede ni se debe delegar en nadie. Los profesores somos meros colaboradores de los padres en la tarea educativa, pero nunca podemos ni debemos sustituirlos.

Son responsables de lo que está pasando los padres que quieren ser «colegas» y amiguetes de sus hijos; los que son incapaces de imponer autoridad, señalar límites y establecer normas. Padres permisivos e indolentes hasta la náusea, que dejan que sus hijos adolescentes entren y salgan de casa cuando les parece; que les dan dinero y no se preocupan de averiguar en qué lo gastan; que les dejan salir por la noche hasta las tantas; que permiten que el niño tenga el televisor y el ordenador conectado a internet en su propia habitación para que el inocente pueda mangarla a sus anchas sin que nadie le moleste; padres que, con tal de ahorrarse conflictos, dejan, en definitiva, que sus hijos hagan lo que les dé la gana. Y luego se extrañan de que su niño se drogue, se emborrache o de que sea un sinvergüenza de tomo y lomo.

Tienen la culpa los padres que sospechan permanentemente del profesor, a quien consideran una especie de enemigo a batir; padres que se creen que los profesores le tienen manía a su hijo o que le quieren amargar la existencia o traumatizarlo, al pobre chiquitín; padres que conocen todos sus derechos y los de sus hijos, pero se creen exentos de cualquier obligación; padres que saben más que nadie y van al colegio a explicarle al profesor cómo debe impartir sus materias o a darles charlas sobre psicología o pedagogía; padres maleducados que no sólo no colaboran con el profesor, sino que, encima, le hacen la puñeta, lo amenazan o lo desprecian (y, a veces, hasta le insultan o le pegan); padres que le han perdido el respeto al profesor (o que nunca se lo han tenido) y que en consecuencia, tampoco le van a inculcar ese respeto a sus hijos.

Tienen la culpa esos padres que trabajan tantas horas, que no tienen tiempo para sus hijos. Y mientras ellos echan horas y horas en sus empresas, el niño se pasa el día solo en casa sin que nadie mire para él. Porque, claro, el dinero o la carrera profesional son más importantes que el cuidado y la educación de su hijo. Y luego pretenden compensarlos comprándolos a base de regalos carísimos o llevándolos de vacaciones a Disneylandia.

Y, cómo no, también son culpables esos padres separados o divorciados que usan a sus hijos como arma arrojadiza contra sus antiguas parejas; los que ponen a caer de un burro al padre o a la madre ausente delante de sus vástagos y meten cizaña al hijo para que no quiera ver ni en pintura al otro progenitor. Y qué decir de los padres que cambian de novio o de novia como de chaqueta y desestabilizan afectivamente a sus hijos con un «papá» o una «mamá» nueva cada dos meses.

Desgraciadamente, cada vez hay más padres como éstos: un verdadero cáncer social, fruto de una sociedad desalmada que prima el hedonista «disfrutar de la vida» sobre el espíritu de sacrificio y la generosidad. Lo primero es pasarlo bien, hacer turismo, salir de compras, ir de copas o cenar fuera de casa. Y para todo eso, los hijos son un estorbo. Sentarse con los niños todos los días un rato a hacer los deberes, jugar con ellos o leerles un cuento por las noches, supone un esfuerzo enorme para personas tan ocupadas, estresadas y cansadas como tantos padres de hoy en día. Y así nos va.

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