La sentencia del Tribunal Europeo de Derechos humanos establece que el crucifijo en la escuela pública supone una violación de los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones y de la libertad de religión de los alumnos
Tal parecía estos días que el Gobierno Zapatero hubiera hecho una llamada general a retirar los crucifijos de las escuelas.
En todo caso se trata de pedirle al Gobierno que vaya pensando en retirarlos por ley.
Y quien se lo pide es una comisión parlamentaria, ni siquiera el pleno del Congreso.
Lo hace mediante el clásico «Se insta al Gobierno a», en formato de proposición no de ley. O sea, como una carta a los Reyes Magos. No pasa de ahí en muchas ocasiones.
Habrá que ver si esta vez tiene más fortuna la moción presentada por ERC y apoyada por el PSOE, en la que la palabra «crucifijo» ni se menciona, aunque es verdad que se reclama del Gobierno la transposición a nuestro ordenamiento de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de los Derechos Humanos.
Su más reciente sentencia sobre el asunto que nos ocupa establece que «el crucifijo en la escuela pública supone una violación de los derechos de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones y de la libertad de religión de los alumnos».
Como vemos, la citada comisión parlamentaria, la de Educación, con los votos en contra de los nacionales del PP y los nacionalistas de CiU, recomienda la incorporación a nuestra normativa del espíritu y la letra del TEDH.
Sin embargo, sería más adecuado invocar el ya vigente mandato de la propia Constitución española como el elemento vinculante para proceder a retirar los símbolos religiosos de las escuelas públicas.
Es el principio de libertad religiosa el que obliga al Gobierno a preservar el derecho de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones.
Hablamos del derecho de todos los padres, independientemente de que su religión sea una, otra o ninguna.
Ni más ni menos españoles que los católicos. Y tan diligentes como cualquiera a la hora de pagar los impuestos para costear las escuelas a las que acuden sus hijos, los que profesan una religión y los que no profesan ninguna. Todo ello en el contexto del ordenamiento civil de un Estado aconfesional.
La religión es una opción personal. Como la política. A nadie le parecería correcto que en las paredes de una escuela pública figurase la gaviota del PP, o el puño y la rosa del PSOE.
Todos tienen derecho a reclamar la desaparición de símbolos religiosos extraños a su respectiva creencia, porque la libertad de uno termina donde empieza la de otro.
Y el Gobierno tiene la democrática obligación de promover su retirada de los centros públicos, una vez obtenido el consiguiente respaldo parlamentario.
Si no lo hace, seguiremos anclados en esta especie de «confesionalismo encubierto» que reina en España desde la firma de los Acuerdos del Estado con la Santa Sede (1979), según la denuncia formulada hace menos de un año por 147 grupos católicos de base.