La matanza del unicornio

La matanza del unicornio

(PD).- La contaminación, la retirada de los hielos árticos y la sobrepesca están mermando gravemente todas las poblaciones marinas. Pero en el caso del narval la situación es aún más grave: la caza con rifles está llevando al ‘unicornio del Ártico’ al borde del abismo.

Como nos cuentan en XL Semanal, desde la noche de los tiempos, los inuits han cazado narvales. Tanto entonces como ahora, los nativos los necesitaban para sobrevivir. De sus cuerpos utilizan prácticamente todo: su carne la ahuman para conservarla durante todo el invierno; sus tendones les servían para hacer cuerdas; sus huesos, para construir trineos y aperos de caza, y su piel y su grasa –llamada muktuk– les sirve de alimento.

También como tejido y, sobre todo, como fuente irremplazable de vitamina C, algo de vital importancia en una tierra en la que no existen ni frutas ni verduras con las que alimentarse. Y luego está el diente.

Probablemente, fueron los vikingos los primeros en traer dientes de narval a Europa. Los inuits los cambiaban por utensilios, comida y abalorios, y aquí se extendió la leyenda de que eran los cuernos de auténticos unicornios, los unicornum verum, llegando a alcanzar precios astronómicos. Además, se les otorgó propiedades curativas; se decía que las limaduras del cuerno del unicornio inhibían cualquier veneno, de forma que con los dientes del narval se elaboraron sofisticadas copas que evitaban los envenenamientos, tan de moda entre la nobleza de la Edad Media. También se vendía como la más valiosa medicina y, rallado, se recetaba contra la impotencia y la esterilidad. Ésta fue la causa de que el diente de los narvales adquiriera un valor extraordinario.

Pero el animal que se escondía detrás no se conoció en Europa hasta mediados del siglo XVI. En su Historia animalium, Konrad Gesner, uno de los padres de la zoología, publicó un dibujo de un narval que colocaba el cuerno del legendario unicornio en la cabeza de un pez. Nacía la zoología científica y junto con este primer retrato desmitificador aparecieron en los tratados zoológicos representaciones realistas de diferentes formas de unicornio en las que todos ellos lucían el diente de narval como cuerno. La discusión sobre su existencia se prolongó hasta bien entrado el siglo XIX, pero ya para entonces el narval se había mostrado al mundo. Desde entonces poco se ha desvelado de él.

El narval forma parte de la familia de los monodóntidos, una saga de cetáceos con muy pocos miembros. Sólo las belugas y los escasos delfines de Irrawaddy, de los que apenas quedan un millar, comparten parentesco cercano con estos ‘unicornios del mar’.

Su área de distribución, en las heladas aguas del Ártico, hace muy difícil su estudio y más aun, teniendo en cuenta su tendencia a vivir junto a la banquisa y bucear bajo el hielo en busca de pescados y calamares. Durante años, las investigaciones sobre su biología han ido arrojando algunos datos que no han hecho sino abrir nuevos interrogantes sobre el más misterioso de los cetáceos.

Uno de esos interrogantes es la utilidad de su legendario diente, que todavía sigue valorándose extraordinariamente en los mercados: el metro se paga a 300 euros y en algunos anticuarios españoles se piden miles por uno antiguo. Se creyó que serviría como defensa o arma de ataque, pero recientes estudios han descubierto que del nervio central del diente salen cerca de diez millones de diminutas terminaciones nerviosas, lo que convierte a este ariete en un órgano sensorial extremadamente complejo.

Los científicos sospechan que, a través de estas terminaciones, los narvales detectan los cambios de temperatura, presión y, lo más importante en su hábitat helado, de salinidad. Y que los combates que libran con ellos estos cetáceos les sirven para limpiar las algas que quedan adheridas a ese órgano.

En la actualidad nadie sabe cuántos narvales quedan. Todos los años migran siguiendo el movimiento estacional de los hielos, lo que demuestra que son los cetáceos mejor adaptados a la vida en latitudes polares. Durante el invierno, las principales poblaciones se quedan en el estrecho de Davis, entre la costa oeste de Groenlandia y la costa este de la Tierra de Baffin. Al llegar la estación más cálida, a finales de la primavera, comienzan a desplazarse hacia el norte siguiendo el retroceso de la banquisa helada. Es en estos emplazamientos de verano, cuando la luz baña las heladas noches boreales, cuando los cazadores inuits se congregan en los canales abiertos en el hielo a la espera de que aparezcan sus codiciados narvales; su precaria economía hace que aún necesiten de estos cetáceos para su supervivencia. Y a pesar de no ser ya nómadas, todos los años los cazadores viajan a los canales donde saben que aparecerán sus presas.

El muktuk sigue pareciéndoles una delicia gastronómica y el diente helicoidal, una fortuna con la que aliviar su economía. Con todos estos alicientes, no es extraño que el número de cazadores crezca. El problema es que muchos de ellos no han adquirido la experiencia necesaria de las antiguas generaciones que, año tras año, acompañaban a sus mayores en su nomadeo por el hielo.

Y el resultado es que la mayoría de los narvales huye con una o más balas en el cuerpo y muere después en las oscuras aguas árticas sin que nadie aproveche su carne y sus huesos. Así, el número de narvales disminuye rápidamente. En 2004, una comisión de expertos advirtió de que si se quería asegurar el futuro de la especie habría que reducir el cupo de capturas a 135 ejemplares por año. Como respuesta, el Gobierno de Groenlandia fijó la cuota en 300 narvales, más del doble recomendado. Y en los últimos años el promedio de capturas ha rondado los 500 ejemplares.

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