Es difícil recomendarle a un padre o a una madre que deje a su hijo equivocarse y que se quede de brazos cruzados mientras percibe que experimenta y sufre las consecuencias de sus errores.
Parece que va contra natura, entendiendo que ayudar y proteger a los hijos de todas las maneras posibles es la tendencia más natural de todo progenitor. Nada malo hay en el fondo de esta reflexión, tan solo refleja la mejor de las intenciones de un padre, algo que en sí mismo no puede ser criticable de ninguna de las maneras.
Sin embargo, nos encontramos nuevamente ante una situación que requiere de una visión más amplia y de la búsqueda de un punto de equilibrio que no siempre es fácil de lograr.
Porque los mejores deseos de un padre son, a veces, contradictorios con los fines que él mismo persigue. Satisfacer todas las demandas de un hijo y tratar de protegerle de cualquier forma de sufrimiento puede ser una fórmula nefasta cuando de lo que se trata es de prevenir males mayores en el largo plazo.
¿Qué hacer, entonces, para educar a un hijo capaz de gestionar sus problemas, de hacerle frente a las dificultades que le puedan surgir y de tolerar las frustraciones que tantas problemáticas vitales llevan aparejadas?
La fórmula reside en identificar cuándo esa sana protección se torna en sobreprotección y su impacto en el niño pasa a ser perjudicial.
Y es que, efectivamente, una cosa es ayudar a un hijo y otra muy distinta es anular su capacidad de análisis y sus estrategias de afrontamiento para asumirlas en su lugar, es decir, no permitir que el niño de manera genuina se coloque en un escenario de conflicto y trate, con más o menos éxito, de gestionarlo de manera independiente.
Lo sano y adaptativo es que todo niño, siempre de manera coherente en relación a su nivel de desarrollo, a su potencial y a sus capacidades, vaya resolviendo los problemas frente a los que natural y espontáneamente la vida le va exponiendo, y asumiendo por lo tanto de manera progresiva un mayor abanico de responsabilidades.
Aunque eso que llamaos educar suponga que el padre la madre tengan que morderse los nudillos en más de una ocasión, asistiendo a la escena de la rabia o la desolación y no pudiendo hacer nada más que esperar a que sea el propio niño quien demande su consejo, o no pudiendo hacer más que servir de guía y de paño de lágrimas.
Aunque duela, sí aunque duela. ¿Cómo, de otra manera, podemos pretender que nuestros hijos sean progresivos el día de mañana?