Bastante difícil es todo, como para que afloren, de manera tan obvia, nuestras más mezquinas inseguridades.

Cuando la GESTAPO te señala desde la ventana: la irracionalidad también aflora en esta crisis

Cuando la GESTAPO te señala desde la ventana: la irracionalidad también aflora en esta crisis

Domingo, 19:30. Ha hecho un día espectacular y he disfrutado, en el patio de tender, del único rayo de sol que mi apartamento ha recibido de manera tan directa en todo el día.

En circunstancias normales habría buscado el sol como un caracol en cualquier terraza de Madrid, habría alargado el aperitivo, ese que nunca empieza suficientemente pronto, hasta el atardecer. Y alguna que otra excusa habría encontrado para seguir en la calle pasado el ocaso; ese tipo de excusas con mi especialidad.

Ahora, eso, no toca. Estamos todos recluidos en casa por un motivo claro y conciso, por algo que todos hemos entendido, al fin, a la perfección.

Esa motivación, lógica, empírica y comprensiva, es la que favorece que aceptemos limitaciones y restricciones que de otro modo resultarían inasumibles.

Hay algo excepcional que merece la pena resaltar en esta crisis sanitaria: que nos afecta a todos por igual y que nos afecta a todos por efecto de terceros.

Es decir, que la inmensa mayoría de nosotros seguimos el #yomequedoencasa y lo hacemos orgullosos pero no lo hacemos directa o estrictamente por nosotros, sino que lo que más nos mueve – o nos desmoviliza, según se vea – es el hecho de no dañar a quienes nos rodean, de no ser nosotros los responsables de perjudicar a otros, de no ser vectores de contagio. Ello, sin duda, nos honra y nos engrandece.

Llevo más de dos semanas – que bien podrían haber sido dos meses en esta dimensión detenida – defendiendo ante mis pacientes, firmando en artículos divulgativos y expresando a través de distintos medios de comunicación una opinión firme y contundente: que el ser humano es bueno por naturaleza, que esto nos va a hacer necesariamente más grandes, que de esta crisis es posible salir fortalecido, que hasta los que más sufren reciben un apoyo sin igual, que la resiliencia aflora precisamente cuando debe, que la colaboración humana es infinita y, en definitiva, que, en el largo plazo, las ganas de abrazar serán más potentes que nuestra aguzada sensibilización o suspicacia ante la enfermedad.

Lo he hecho con el corazón en la mano, creyendo y queriendo creer a pies juntillas cada concepto que emanaba de mi conciencia. Y me reafirmo en ello: nuestro afán por cuidar es más innato que la maldad, la sensibilidad de las personas ante el dolor ajeno nos lleva a movilizar recursos cuya existencia ni siquiera conocíamos.

Sin embargo, tampoco he ocultado en este mismo periodo de tiempo que albergo un importante miedo, un miedo realista, confesable y confesado. Y es que, no en vano, me pregunto, desde una profunda inquietud y siendo conocedora de la complejidad y la paradoja de los mecanismos de afrontamiento humanos: ¿Qué pasará cuando empecemos a levantar la cabeza y no la levantemos todos por igual?

¿Qué hay del día en que ser solidario implique aceptar necesariamente que uno está fastidiado y, el de al lado, no tanto? ¿Qué imperará – la solidaridad o el sálvese quien pueda – cuándo la empatía colectiva no abarque a contener tanta rabia? ¿Qué será de nosotros cuando el sentido de lo justo o de lo injusto sea arbitrario y esté al servicio, no de la evidencia objetiva, sino de la vivencia personal, implícita e intransferible de cada uno?

Pues bien, mis más egodistónicas y existenciales dudas han comenzado a encontrar cierto anclaje, y alguna que otra respuesta, en la realidad.Madrid, 19:30, saco la basura que durante alrededor de 3 días hemos acumulado en casa, mi marido y yo. Toda una sorpresa. Mucha más de la que cabría esperar pero también mucha más de la que jamás habría almacenado, a mí que el cubo medio lleno o medio vació ya me molesta.

Por dos motivos, el primero es lógico y es que la basura se saca todos los días, de toda la vida de Dios, y si no los hábitos de uno son puestos en entredicho. Y, el segundo, ya se sabe: por suerte o, más bien por desgracia,  eso de acumular basura es uno de los grandes males del primer mundo. El viernes había salido de casa, unas pocas horas, no tuve más remedio que ir a trabajar, pero lo tan hice sucinta y rápidamente, queriendo pasar tan desapercibida, tan sin dejar huella, que llevarme la basura conmigo entonces me pareció una frivolidad.

En fin, como decía, es domingo, son las 19:30, y salgo a la calle con las manos repletas de basura y las muñecas agredidas por sus finas cuerdas de plástico. Me encuentro con que no hay cubos. Cada domingo, como el dinosaurio de Monterroso, los cubos de basura están allí. Los cubos siempre siguen allí. El domingo pasado, ya confinados, no fue una excepción, los cubos todavía estaban allí.

No puedo evitar pensar que ha pasado algo, que quizá el portero no se encuentre bien. Me preocupo. De hecho, no recuerdo haberle visto en días, y tampoco distingo ya entre unos días y otros. Opciones: dejar la basura en un árbol o dejar la basura en un árbol. Porque sé, en el sótano del edificio, dónde ubica el cubo de basura tradicional, pero ni idea de dónde pueden estar el de orgánicos y el de plásticos, el espacio es muy reducido.

En ese momento no se me ocurre ninguna alternativa más. Llevo tres bolsas (una más grande con los envases, otras dos más  pequeñas, una de orgánicos y otra con la basura normal) además de llevar también el bolso al hombro, bien provisto de bolsas reutilizables (una de Ikea, tres de Mercadona) dispuestas a ser rellenadas en el súper aún abierto – salgo matando dos pájaros de un tiro, salir ha de ser necesario y de utilidad, de otro modo no nos lo podemos permitir, y repaso mentalmente mi lista de la compra antes de que los supermercados echen el cierre en tan solo 30 minutos.

Y, antes de dejar la basura en un árbol, que además de ser una guarrería no facilita en nada el trabajo a los basureros, se me ocurre levantar la vista hacia el final de la calle y en el camino que he de recorrer hasta el súper vislumbro unos pocos cubos en las aceras. Calle desierta, pero aceras con cubos. Voy directa y, apenas levanto la tapa del primero de ellos, me increpa una vecina enfervorecida desde el primer piso de un bloque de viviendas de la calle General López Pozas.

Son tales la invasión, la indignación y el griterío, que me asusto. Lo primero que me nace es justificarme y explicarle que tiro la basura y luego voy al súper, que no se crea que solo bajo la basura.

Conecto directamente con los vecino de la Gestapo que he visto, días atrás, en el informativo. Cómo me iba a imaginar que lo que a esa señora le estaba molestando es que me atreviera YO a tirar MI basura en los cubos de SU comunidad, SUS cubos. Y eso le coloca en un indescriptible estado de histeria, acaba por proferirme unos cuantos calificativos, empezando por el más odio, sin duda, el de «sinvergüenza».

Que si tengo morro, que si qué barbaridad, que si «Fulanito mira lo que está pasando aquí fuera»…

Me quedo bajo su balcón, observando como la seguridad de su casa y la distancia del balcón a la acera le hace sentir grande, importante, protegida. Observo su estúpida, triste, inútil e innecesaria perorata acerca del respeto de los cubos de basura de SU comunidad hasta que le pido que me deje responderle, le cuento que no había cubos, que era mejor eso que dejarlo en el suelo, que lo siento pero que es excepcional, que soy vecina de al lado… Sí, sí, que lo siento te llego a decir, y sintiéndolo de verdad. Incluso me recuerdo a mí misma, idiota de mí, señalando mi bloque para explicarle que soy de los suyos, que vengo de ahí al lado, que no tengo mala intención…

Hasta que pienso que qué estoy haciendo, que esta señora no ha tenido ningún respeto, que se ha lanzado como un miura en una ofensiva defensa sin causa, que se ha ofendido por un puñetero cubo de basura… Sí, la basura tirada en un cubo que, por cierto, estaba vacío. Con la que está cayendo… ¿Pero es que acaso va a recogerla ella con sus manos? ¿Y, aunque así fuera, de verdad estoy ofendiéndola por no querer dejar la basura en la calle? ¿Conoce siquiera a los trabajadores del ayuntamiento de Madrid que la recogen? ¿Les ha preguntado si prefieren recoger un cubo o un mar de bolsas, una a una, todas en torno a un árbol?

Sigue gritándome, se envalentona, continúa buscando apoyo ante Fulanito dentro de su casa. Fulanito no llega nunca a aparecer, no sé si porque es sensato o porque le falta tiempo antes de que ella, en lugar de escucharme, me deje con la para en a boca y cierre abruptamente la puerta de su terraza.

Detalle importante para entender su momento de histeria transitoria (o no): deja a su hija fuera, una niña de no más de 6 años, presenciando este escenario vergonzante y dantesco. No está bien tirar la basura en el cubo de al lado, pero creo que, con la que está cayendo, hay situaciones excepcionales que están más que justificadas. Nos encontramos, precisamente todos, en situaciones excepcionales. Además, menos bien está ser modelo de agresividad y pobre gestión emocional ante una niña pequeña, en mi modesta opinión.

Por último, y más importante, me pregunto: si esto me revolvió a mí el estómago con la dichosa señora aburrida pero venida arriba y unas bolsas de basura, ¿qué no sufrirán los padres o familiares de personas con enfermedades mentales o necesidades especiales que tienen que salir a la calle a diario y enfrentarse a los complejos de quienes se sienten fuertes entre las cuatro paredes de sus casas?

¿Qué no tiene que ocurrirle a los pobres que no tienen más remedio que salir a trabajar y, aún sabiendo que hacen lo que tienen que hacer, se mueven con miedo en sus propias ciudades? Cuidado con señalar a nadie con el dedo, cuidado con perder la perspectiva, cuidado con creernos ser quienes no somos, cuidado con ejercer una falsa autoridad y cuidado con envidiar situaciones particulares que, de otro modo, provocarían nuestro sufrimiento…

Me habría encantado que esta señora, en lugar de tomarse la justicia por su mano, su particular visión de la justicia, llamase a la policía y me diese la oportunidad de explicarme.

Señora enfervorecida, seguimos siendo vecinas, ya nos encontraremos por el barrio, ya me explicará usted por qué se sintió el domingo 29 de marzo, a las 19:30, con la autoridad suficiente como para regañarme, como para regañar a nadie, sin saber siquiera de qué estaba usted hablando.

Señora del primero que se cree tan importante: así no.

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Autor

Ana Villarrubia

Ana Villarrubia es Psicóloga Sanitaria, directora del centro sanitario 'Aprende a Escucharte', docente en la rama clínica de la psicología, escritora y colaboradora en múltiples medios de comunicación.

Experto
Ana VillarrubiaPsicología

Ana Villarrubia Mendiola es Psicóloga Sanitaria, Experta en el tratamiento de trastornos de personalidad, Experta en terapia de pareja, Especialista en Psicoterapia y Psicodrama, docente en diversos másteres de psicología clínica y terapia cognitivo-conductual, y divulgadora en múltiples medios de comunicación, directora del Centro de Psicología ‘Aprende a Escucharte’, en Madrid, y autora del libro ‘Borrón y cuenta nueva: 12 pasos para una vida mejor’.

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