La gente quiere ver vacunarse a los políticos y esperar un rato para ver si les hace reacción y la diñan, antes de pensar en ponérsela
Sería asombrosa la resistencia del 80% de la población española a vacunarse contra la gripe A, que ha provocado ya cerca de un centenar de muertes, si olvidáramos la desconfianza de esa población hacia su clase política y hacia la industria farmacéutica.
La imagen del atrabiliario y sospechosísimo Camps haciendo propaganda, como chófer, de Ferrari, o la revelación de que los hijos del «socialista» Pepe Blanco no estudian en la escuela pública, sino en colegios privados y caros, contribuyen, sin duda, a esa desconfianza en los políticos, por no hablar, en el otro apartado, del hecho de que el siniestro Donald Rumsfield ande detrás de uno de los laboratorios que fabrica la vacuna.
La gente, o cuando menos ese 80% abonado a las más variadas y delirantes teorías conspiratorias, quiere ver vacunarse a los políticos y esperar un rato para ver si les hace reacción y la diñan, antes de pensar en ponérsela.
Sin embargo, y pese a los comprensibles fundamentos de ese miedo y de esa cautela, la mayoritaria resistencia a inmunizarse frente a ese virus tan impredecible y peligroso sigue siendo asombrosa, pues lo que puede andar en juego es nada más y nada menos que la vida.
Más explicaciones a esa tozudez colectiva debe haber, pero uno, por más vueltas que le da, no las encuentra.
Una cosa tan extraordinaria como la vacuna, que lleva tantísimo tiempo salvándonos de contraer enfermedades espantosas y hasta letales, y cuya fabricación no tiene, a estas alturas, ningún misterio, resulta que concita la enemiga casi unánime de la ciudadanía española, de la misma que de ordinario se atiborra de fármacos sin encomendarse a dios ni al diablo ni al médico.
Queda, con todo, ese 20% que, menos favorecido tal vez por los dioses con una salud tan formidable como para desdeñar la vacuna, la reciben al fin con un inmenso alivio.