El poder curativo de la mente. Una frase sugerente y digna de cualquier rancio libro de autoayuda. Poco datos hay en realidad que aseguren que solo interviniendo en lo psicológico se produce un cambio sustancial en los trastornos de clara etiología orgánica.
Quizás no los haya porque se parte de una visión demasiado simple, de un dualismo mente-cuerpo demasiado platónico.
Cambiemos de perspectiva y pensemos que mente y cuerpo son dos caras de la misma moneda, parte de un todo indivisible totalmente interrelacionados, pero que según se mire nos fijaremos más en uno que en otro. Así está formulado por la OMS el concepto de salud, el bienestar biológico y psicosocial del individuo.
La cara mental está constituida en buena medida por un conjunto de creencias sobre el mundo, pero sobre todo sobre nosotros mismos, que acaban dando sentido a nuestras vidas y a nuestras acciones.
Las creencias enferman, las creencias matan y las creencias curan. Es lo que decían Lester y Hahn hace ya muchos años, cuando querían definir el papel de lo psicológico. De todas las creencias que tenemos de forma más o menos elaborada en nuestra memoria y que influyen en nuestro estado de la salud, la sensación de control es mucho más relevante de lo que podemos imaginar, más incluso que las creencias sobre cómo se explica o se cura una enfermedad determinada.
Las personas que saben afrontar mejor una enfermedad coinciden con aquellas que están convencidas que pueden hacer algo por sí mismas para mitigar o solucionar el problema. En cambio las personas que llevan peor su enfermedad son las que se sienten literalmente pacientes.
Las que creen que nada han hecho ellos para sufrir el problema de salud que padecen y que nada pueden hacer para mitigarlo son las que más sufren. En el peor de los casos suelen acabar generalizando ese malestar y les llega a afectar a todos los ámbitos de la vida.
Basta con creer que la vida es caprichosa y azarosa, que nada se puede hacer por evitar los problemas y que no hay manera de afrontarlo, para caer en la desdicha.
Recordemos un ejemplo de los experimentos prototípicos que demuestran el papel de las creencias de control en la satisfacción y la mejora del rendimiento. Glass y Singer (1972) pidieron a dos grupos de personas que realizasen una tarea intelectual sometidos a un fuerte ruido.
Uno podía eliminarlo aparentando un botón, el otro no. Lógicamente, el que realizó mejor la tarea era el que podía controlar el ruido.
Después formaron un tercer grupo que estaba en las mismas circunstancias desagradables, se les dijo que podían mitigar el ruido si apretaban el botón, pero se les rogó que no lo hiciesen, que aguantasen lo que pudieran y fueron obedientes, la tarea las realizaron igual de bien estos últimos que los que controlaban realmente. Ese y otros trabajos indican el papel beneficioso no del control real, tan solo de la creencia o sensación de que puedo llegar a controlarlo.
En algunos centros sanitarios anglosajones se ha realizado ciertos cambios en los hábitos de vida de los pacientes, en la línea de que se conviertan en agentes de parte de sus actividades diarias.
Por ejemplo que controlen las visitas, que elijan algo de las comidas, que determinen su horario de sueño o aunque solo sea que pueden controlar la intensidad de la luz.
Esas medidas para dar el control al paciente han llevado inmediatamente a que se sientan más a gusto, sean más optimistas y estén más motivados para recibir el tratamiento médico.
Una persona seriamente enferma es un hombre vulnerable, amenazado por cierta invalidez o anomalía física.
Una persona enferma, además sufre de verdad cuando su dolencia física viene acompañada de un terrible sentimiento de soledad o de incomprensión y cuando valora el daño físico como una amenaza importante, llena de incertidumbre, cuando está convencido que no hay recursos contra esa amenaza.
¿Qué hacer ante ese sufrimiento?. Uno de los grandes en este asunto, Ramón Bayés lo resume en una guía para el cuidado, para la mejora de la eficacia de las intervenciones médicas y psicológicas (Bayes, 2001).
En muchos de esos consejos se trabaja de una manera u otra con la sensación de control. Propone que hay que intentar controlar los síntomas que se puedan de una enfermedad.
En los que no se pueda conseguir ese control aboga por proporcionar cuidados emocionales, incrementando los recursos propios del enfermo para enfrentarse a la situación.
Saber decir la verdad, trasladar las informaciones cuando y como la quiere recibir el enfermo es otro factor que, aunque no lo parezca, aumenta la sensación de control por el simple hecho de que reduce la incertidumbre y la duda en los momentos en que esa duda realmente aparece en el paciente.
Tener cierta sensación de control no es convertirse en un dictador sobre sí mismo. Tampoco consiste en negar la realidad y caer en una generalizada ilusión de control sobre todo lo que me puede acontecer. Es imposible dominar todos los determinantes que explican mi día a día.
La sensación de control es simplemente creerse que algo puedo hacer para gobernarme frente a los avatares externos, aún en los peores momentos. De entre los vectores que dan como resultantes el rumbo de mi vida, aún en el sufrimiento, uno de ellos depende de mí. No renunciemos a ese recurso. Nos va la salud entera en ello.
NOTA.- Dr. Juan Antonio Huertas – Profesor de Psicología de la UAM – Colegiado M-05492