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Conducta: recetas contra el miedo

El miedo abstracto es una emoción innata, pero el pánico a algo concreto, es aprendido.

Conducta: recetas contra el miedo

¿Cuál es el origen del pánico? ¿Se trata de una emoción innata o aprendida?

Los antiguos griegos, que trataron de dar una explicación mitológica a todo, contaban que el dios de la guerra, Ares (Marte para los romanos), y la diosa del amor, Afrodita (Venus), tuvieron dos hijos: Fobos y Deimos (Fuga para los latinos).

El primero se convirtió en el heraldo de su padre y caminaba siempre delante de él asustando a los humanos con los horrores de las guerras venideras.

Fobos se transformó así en el dios del miedo. Junto a él venía su hermano, Deimos, dios del pánico que helaba el corazón de los combatientes y les hacía huir despavoridos.

Un equipo coordinado por Gleb Shumyatsky, profesor de Genética de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey (EEUU), ha descubierto la cuna de esta emoción: el gen stathmin.

Roedores que mutan en leones

Los investigadores pusieron a un grupo de ratones a vivir en una jaula ligada a otra en la que había comida en abundancia.

Pero cuando trataban de cruzar el pasillo que conectaba los dos habitáculos, sufrían una descarga eléctrica acompañada por un reconocible zumbido.

Tras varios intentos, las ratas aprendieron que la acción implicaba un coste, ¡el dolor!, y desistieron de su empeño.

Más aún: cada vez que volvían a escuchar aquel zumbido característico, los animales se lanzaban aterrorizados contra las paredes de alambre como si buscaran refugio contra la inminente descarga.

Pero Shumyatsky y su equipo cogieron algunos de ellos y les manipularon el gen stathmin, responsable de la oncoproteína 18, sustancia que se encuentra en niveles muy altos en la amígdala, una región del cerebro que generalmente ha sido vinculada a las emociones; entre ellas, el miedo.

El resultado fue que los roedores mutantes se convirtieron en seres temerarios que ya no se atemorizaban al escuchar la “alarma antidescargas”.

Tras este experimento, disponemos de una base estupenda para estudiar los casos graves de fobias”, explica Gleb Shumyatsky.

“Ya sabíamos bastante sobre los mecanismos nerviosos que están involucrados en el aprendizaje del miedo, pero ahora estamos más cerca de comprender cuál es la base genética y biológica subyacente”.

Porque el terror, respondiendo a la pregunta inicial, es una emoción innata, pero son la cultura y nuestras experiencias vitales las que lo moldean.

Pastilla del valor

Alexander Gardner, un psicólogo de Glasgow, afirma que “el hombre no nace teniéndole miedo al fuego. De hecho, lo considera beneficioso y lo usa para calentarse y cocinar los alimentos. Pero es su propia experiencia la que le enseña que las llamas también pueden ser peligrosas”.

El miedo, según Gardner, es un sistema de alarma natural que aprendemos a activar en presencia de determinados elementos o seres.

El primer especialista que describió el miedo como producto de un aprendizaje, de una especie de memoria inconsciente, fue el médico suizo Edouard Claparede. Trataba a una paciente con una amnesia que le impedía recordar los hechos recientes. Día tras día, el médico recibía a la mujer en su consulta y le estrechaba la mano sin que ella le recordara de las sesiones anteriores.

Pero un día, Claparede escondió una aguja en su mano y, al ir a saludarle, la mujer se pinchó. Al día siguiente, la mujer seguía, como de costumbre, sin acordarse del doctor, pero cuando él quiso estrecharle la mano, ella se negó. Su “memoria corporal”, vinculada también con la amígdala cerebral, no olvidaba el pinchazo.

Precisamente esta concepción del miedo como producto de una memoria inconsciente ha abierto la puerta a la que puede ser la terapia más revolucionaria: el tratamiento con hormonas. El organismo de una persona que sufre un ataque de pánico libera corticoides, una de las variedades de hormonas vinculadas con el estrés. Uno de los efectos colaterales de estas sustancias es que actúan sobre el cerebro, anestesiando las áreas que se consideran vinculadas a los recuerdos cargados de contenido emocional.

A partir de ahí, Dominique de Quervain alumbró una audaz teoría: dado que el miedo libera hormonas del estrés y estas anulan ciertos recuerdos emocionales, la investigadora se preguntó si la administración anticipada de los corticoides no podría servir para bloquear el recuerdo que provoca el miedo e impedir, así, el ataque de pánico.

Para comprobarlo, realizó un experimento con 40 voluntarios que tenían miedo a hablar en público, la mitad de los cuales tomaron una pastilla de 25 mg de glucocorticoides. Una hora después, se les comunicó que tenían diez minutos para elaborar un discurso. Nada más recibir el anuncio, se comprobó que el ritmo cardíaco de las personas que no habían tomado la pastilla se aceleraba, mientras que el de los voluntarios que sí la habían consumido permanecía estable.

La investigadora repitió el experimento con otros veinte voluntarios que sufrían aracnofobia (pánico a las arañas), administrándole 10 miligramos de glucocortisona a la mitad de ellos una hora antes de mostrarles la foto de una araña peluda de 15 centímetros de tamaño. Una vez más, los sujetos que habían recibido la hormona mostraron un 40% menos de los síntomas de pánico y estrés que el resto.

Aún serán necesarias muchas investigaciones como la anterior para que llegue a fabricarse esa milagrosa pastilla antimiedo. Pero no hay que desesperar, porque los especialistas afirman que actualmente el pánico ¡sí puede curarse!, aunque se requiere una gran fuerza de voluntad.

Cara a cara con el espanto

El tratamiento más eficaz, según el psicólogo Héctor González Ordi, es la llamada terapia Cognitiva Conceptual (TCC) que consiste básicamente en enfrentar al paciente de manera paulatina con la fuente de sus temores.

El psicólogo Christophe André cuenta la historia de una amiga cuyo padre padecía fobia social. El día que falleció su esposa, el pobre hombre tuvo que enfrentarse a sus miedos y estrechar doscientas manos.

“Al día siguiente, cuando fui a verle”, relataba su hija, “mi padre estaba muerto”. Lo que le mató fue la pena, “pero la exposición repentina a sus miedos pudo colaborar en el fatal desenlace”.

Por eso, las terapias de TCC no buscan la curación rápida e inmediata. Se considera ya un éxito que al cabo de veinte sesiones el paciente haya visto reducidos en un 50% los síntomas de su miedo cuando se encara con el objeto fóbico.

“Cada sesión suele durar una hora”, explica el psicólogo Héctor González Ordi, “y lo ideal es que en un plazo de dos meses el sujeto tenga un relativo control sobre sus propios temores, que le permita seguir la terapia en su domicilio”.

La era del ‘no miedo’

Cuando la TCC funciona, los síntomas se curan totalmente, pero los investigadores reconocen que existe un 10% de pacientes con quienes esta terapia no da ningún resultado. ¿Cuál es la solución para ellos, entonces?

Tal vez ir directamente a la fuente del problema: el cerebro. La amígdala es la región donde se acumulan los recuerdos que conforman la memoria inconsciente del miedo. Pero existe otra región, el córtex prefrontal, donde reside otro tipo de memoria que podríamos llamar positiva, que debería servir para inhibir nuestros temores. Lo que ocurre es que los efectos de la amígdala son más poderosos en estos pacientes.

La solución podría estar en hallar la técnica que estimule directamente el córtex prefrontal, “la cuna del no miedo” (no fear). Queda mucho para lograrlo, porque las técnicas actuales para estimulación directa del cerebro (como la estimulación transcraneal magnética) solo consiguen efectos que no perduran en el tiempo.

Aunque hay que ser optimistas: en la guerra contra el miedo se cosechan victorias. Si bien, como dice Christophe André: “Hay que acabar con el miedo como enfermedad, pero hay que conservar una parcela de temor. Sentir un nudo en la garganta o un cosquilleo en el estómago nos recuerda que estamos vivos”.

Armas antifobias: manipulación genética y realidad virtual

El miedo abstracto es una emoción innata, pero el pánico a algo concreto, como las ratas, es aprendido.

El investigador Gleb Shumyatksi acaba de descubrir un gen (el stathmin), que regula el pavor natural. Gracias a su hallazgo, la terapia génica para eliminar temores quizá sea una realidad en un futuro cercano.

Pero mientras llega el momento, la única forma de curarnos de las fobias (miedos aprendidos) es enfrentarnos cara a cara con la causa del espanto.

Para ello, investigadores de la universidad Jaume I de Alicante, dirigidos por la doctora Cristina Botella, practican una terapia de choque que utiliza la realidad virtual.

El paciente se coloca sus gafas y se sumerge en lo que más le aterroriza: un aeropuerto si tiene miedo a volar, o un túnel si sufre claustrofobia.

El programa incluye, además, ruido ambiente real y sonidos que imitan los latidos del corazón. “Parece una tortura”, explica la doctora Botella, “pero tras la ansiedad de las primeras sesiones, el sujeto se habitúa a enfrentarse con su miedo”.

El verdadero superratón

Su apariencia es normal, pero el doctor Gleb Shumyatski sabe que está acariciando a un auténtico superhéroe del mundo de los roedores. El animal no le teme a nada desde que el científico manipuló uno de sus genes (el stathmin).

Cada cultura padece sus propias fobias

Dado que el miedo tiene un componente biológico, los temores básicos son universales, como el terror a la muerte, al dolor, a la soledad…

Pero el componente de aprendizaje ha hecho que en la evolución cultural e histórica de cada nación existan algunos terrores que revisten formas muy específicas en las distintas culturas.

Así, entre los orientales es muy común el miedo al ruido intenso y constante, mientras que a los occidentales nos sobresalta y estremece el silencio inesperado y sepulcral.

Igualmente, en las culturas africanas y caribeñas está muy extendida la llamada rhabdophobia, que es el pavor al vudú y otras prácticas relacionadas con la brujería y la magia negra.

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