El misterio del último Rafael está en la relación con sus discípulos, en atribuir las obras a uno u otros, en distinguir las distintas aportaciones dentro de la misma obra
Como otros grandes pintores que triunfaron en vida y para responder a la fuerte demanda montaron talleres de producción casi en serie, en las obras últimas del gran Rafaello Sanzio siempre ha sido problemático distinguir sus trazos de los de sus más aventajados discípulos, especialmente Giulio Romano y Gianfrancesco Penni. Una serie de obras se les han atribuido indistintamente sin poder fijar una autoría incontestable. Por eso, hace unos años que los dos grandes museos históricos -Louvre y Prado- aprovechando que atesoraban buena parte de esta última producción de Rafael, se fijaron el objetivo de la exposición que se inaugura este lunes, más allá de la indudable atracción popular que despierte, en responder a las muchas incógnitas que el asunto planteaba. Creen haberlo conseguido en buena parte y ese sería el efecto colateral invisible de esta ‘El último Rafael’, que tras tres meses en Madrid viajará a París en octubre.
“El último Rafael” es la primera exposición centrada en sus años finales, cuando se convirtió en el pintor más influyente de su época. A través de 44 telas recorre la actividad del maestro y la de sus dos principales discípulos desde el inicio del pontificado de León X (1513), hasta más allá del fallecimiento de Rafael en 1520, prolongándose en la obra de Romano y Penni en los cuatro años posteriores. Una década de enorme producción de un artista tan afamado que había montado el mayor taller de la época, con casi medio centenar de aprendices y discípulos empleados en plasmar sus ideas y completar sus trazos.
Delimitar mejor las fronteras entre las obras ejecutadas por Rafael y las realizadas con la participación de sus principales ayudantes, es pues a lo que aspira esta exposición que arranca cuando Rafael ya llevaba trabajando en Roma cinco años decorando las monumentales estancias vaticanas en paralelo a Miguel Ángel (su principal rival que trabajaba entonces en la Capilla Sixtina) y Sebastiano del Piombo, primero bajo el pontificado del Papa Julio II y después del Papa León X.
Rafael murió en Roma el día que cumplía treinta y siete años. La exposición combina pinturas y dibujos de los últimos siete años de su corta vida, el periodo de su carrera que alcanzaría mayor impacto en el arte europeo posterior, y también el peor comprendido por los problemas que ha planteado de siempre a los estudiosos en su diversidad desconcertante y en su forma de trabajar en equipo con sus discípulos. Con el cambio de pontificado, Rafael asumiría un nivel mayor de encargos tanto del Papa como de sus benefactores. La exposición enfrenta al espectador con el resultado de la eficiencia de ese taller, liderado por la gran versatilidad de Rafael, quién, además de pintor de pinturas de caballete –el objeto de la muestra-, fue pintor de frescos -en las estancias vaticanas o Villa Farnesina-, diseñador de cartones para tapices –para la Capilla Sixtina-, y arquitecto -continuó la construcción de San Pedro a la muerte de Bramante-.
El misterio del último Rafael está en la relación con sus discípulos, en atribuir las obras a uno u otros, en distinguir las distintas aportaciones dentro de la misma obra. Por ejemplo, la magnífica restauración de ‘El pasmo de Sicilia’ -una de las muchas aportaciones de los fondos del Prado- ha permitido confirmar la intervención en el mismo de los tres pintores: el pincel de Rafael concibió las dos figuras centrales mientras que Romano se encargada de los personajes secundarios y Penni del paisaje.
Dado que los museos organizadores no contaban con especialistas de alto nivel en el pintor, han encargado el comisariado a dos reconocidas autoridades británicas en la materia, Tom Henry y Paul Joannides. El primero reconoce que la inmensidad de los frescos de Rafael ha eclipsado históricamente su trabajo de caballete, y destaca la presencia en la muestra de ‘Santa Cecilia’, una obra que jamás había salido de Bolonia. El segundo subraya entre las aportaciones del trabajo realizado por ambos, la confirmación de la autoría completa del maestro sobre el óleo de la Sagrada Familia con San Juanito, conocido como La Perla, algo en discusión hasta hace tan sólo unos años.
Pero más acá de las indagaciones de los expertos, el visitante tendrá antes sus ojos un despliegue irrepetible de grandes obras en el que quizás la sección más destacada es la de retratos. Rafael renovó el retrato del Renacimiento, expandiendo sus posibilidades en direcciones que ningún otro artista había imaginado. Junto al justamente idolatrado de Baldassare Castiglione, que ha salido del Louvre para la ocasión, los de Giuliano de Medici y Bindo Altoviti merecen especial atención. Cerrando la exposición, el Autorretrato con un amigo es una obra muy original y no menos misteriosa. Se pretende que el amigo es su discípulo Giulio Romano, y sobre esa base se ha elaborado toda una teoría sobre las relaciones entre ellos, casi paternofiliales. Rafael era 16 años mayor que Giulio, quien cuando se pintó el cuadro no debía tener más de 21 años. No se aprecia en la tela tal diferencia de edad, saber y gobierno como la que debía reinar entre ambos.
Cuando crean haber terminado de visitar la exposición, les queda un tramo final un tanto escondido, el dedicado a La Transfiguración, el más ambicioso cuadro de altar de Rafael, que los Museos Vaticanos atesoran y no sueltan jamás. En su lugar se exhibe la copia que realizara Giovanni Francesco Penni, quien la llevó a Nápoles, donde a mediados del siglo XVII el duque de Medina de las Torres la adquirió iniciando el largo camino que la conduciría al Prado. La impresionante imagen aparece acompañada de trece dibujos hechos por Rafael y Giulio Romano en el curso de los trabajos.
En 1819, cuando el Museo del Prado abrió sus puertas, su mayor reclamo era Rafael, más que Tiziano o Rubens. Cuando a la muerte de Fernando VII se tasaron sus colecciones, el cuadro más valorado era El Pasmo de Sicilia, el doble más o menos que La rendición de Breda. Pasaría un siglo hasta que Velázquez desplazara a Rafael de la Sala XVI, el epicentro del museo. Sus vírgenes y sagradas familias fueron reproducidas en millones de estampas. Dicen que murió víctima de excesos sexuales pero hay otras teorías. Es uno de esos reconocidos artistas universales, gran intelectual de alta espiritualidad, un cometa que cruzó veloz el mundo pero dejó una estela imperecedera. ‘Ille hic est Raffael, timo quo sospeche vinci, rerum magna parens te Moriente muera’ (Aquí yace aquel famoso Rafael del cual la naturaleza temió ser conquistada mientras él vivió, y cuando murió, creyó morir juntos), es el epitafio de su mausoleo en el Panteon romano, en el mismo centro de la ciudad eterna.
Coincidiendo con la exposición, se publica ‘Rafael. Una vida feliz’ (Antonio Forcellino, Alianza Editorial) una biografía del artista que le presenta como un hombre satisfecho, sin demasiadas complicaciones, que encontró su inspiración no en grandes disquisiciones sino en la satisfacción de sus impulsos más básicos. Un buen complemento a esta ocasión de contemplar una docena de obras maestras.
Aproximación a la exposición (del 1 al 10)
Interés: 8
Despliegue: 7
Comisariado: 7
Catálogo: 7
Museo del Prado
EL ÚLTIMO RAFAEL
Del 12 de junio al 16 de septiembre
Organizada por el Museo Nacional del Prado y el Musée du Louvre (París)
Comisarios: Paul Joannides (Cambridge University) y Tom Henry (experto independiente)
Coordinación científica: Miguel Falomir, Museo del Prado, y Vincent Delieuvin, Musée du Louvre
Patrocinada por la Fundación AX
El Musée du Louvre acogerá la exposición entre octubre y enero de 2013.