Al final de la exposición se ha recreado 'Morning sun' (1952) como si de un rodaje cinematográfico se tratara. Una instalación que establece una participación del visitante realmente inédita.
Fue discreto, solitario y silencioso en el siglo del ruido y la evanescencia, de la fabricación de mitos y del negocio del arte. No formó parte de ningún grupo de presión camuflado de ‘ismo’. Fue figurativo sin paliativos, el peor pecado de todos.
Pero ahora disputa a Jackson Pollock y su expresionismo abstracto el título de mejor artista norteamericano del pasado siglo. Edward Hopper tenía su visión y no se apartó de ella. Fue un buscador espiritual armado de pinceles, adalid de algo que puede denominarse realismo trascendental. El Museo Thyssen expone una selección de 73 de sus obras durante todo el verano para competir/completar a ‘El último Rafael’ que expone el Prado en la acera de enfrente. Casi cinco siglos les separan pero su sincera humanidad les une por siempre.
‘El gran hombre es el que en medio de la multitud preserva con perfecta dulzura la independencia de su soledad’. Esta cita de Ralph Waldo Emerson, -el filósofo estadounidense precursor de todos los sueños de realización humana, de salto evolutivo y de otro renacimiento (persona a persona, sintonizadas pero nunca en masa) que nos saque de la crisis-, es enarbolada con razón por Didier Ottinger, el comisario francés de la muestra, para presentar esta colaboración hispano-francesa, la más amplia y ambiciosa selección de la obra de Hopper que se haya mostrado hasta ahora en el viejo continente, donde goza de enorme prestigio pero ha sido poco expuesto.
‘Su figura se nos presenta como la de una gran roca solitaria y desnuda en el desierto. Su soledad y su desnudez despiertan no sólo nuestra admiración, sino también nuestra extrañeza. Nos preguntamos cómo puede haber llegado a adquirir un perfil tan singular y excepcional… Señal de que, como suele ocurrir con las grandes rocas solitarias, su obra estaba hecha de una substancia diferente de la que su entorno proporcionaba’, opina Tomás Llorens, el comisario español.
Nos preguntamos por qué es trascendental el realismo de Hopper. Y él nos responde con citas de su admirado Emerson: ‘Expresad vuestra convicción profunda, y su sentido se tornará universal’. ‘El que quiera ser hombre debe ser anticonformista. Nada hay más sagrado que la integridad de nuestro propio espíritu’. Tres años antes de su fallecimiento aún diría de este filósofo tan poco apreciado en España: ‘Lo admiro enormemente. Lo leo mucho. Lo leo y lo releo continuamente’. El pintor comparte su puritanismo ilustrado, su individualismo, su aversión por el materialismo moderno.
Hopper habló poco, y escribió aún menos. Entendió que no merecía la pena. Se resignó a las reglas estrechas de la existencia, como parecen resignarse sus personajes en la intimidad de sus aposentos, indiferentes a la mirada exterior tras ventanas sin visillos ni cortinas, expuestos en su fragilidad absoluta. ‘Son todas escenas de la vida americana, de la vida cotidiana en los Estados Unidos, la novedad radica en la naturaleza de nuestra situación, en nuestra implicación con esas escenas. Para situar al espectador, es decir, para situar nuestra mirada, Hopper se sirve de muy concretos recursos plásticos que nos permiten, casi diría que nos obligan, a reflexionar sobre el lugar en el que nosotros nos encontramos: dónde estamos cuando contemplamos a la mujer en el hotel, a la muchacha que cose a máquina, el departamento del vagón…, ¿desde dónde miramos, cuál es el espacio que nos está destinado? La referencia al lugar en el que nosotros nos encontramos es una constante en la pintura de Hopper. ¿Qué miramos, qué vemos? Miramos y vemos personas que esperan. No sabemos con certeza qué esperan’, escribe el crítico Valeriano Bozal en el catálogo. Esperan a Godot, como Samuel Beckett y como todos nosotros. Por eso despiertan una secreta solidaridad y una disimulada ternura. Por eso nos atraen, porque somos nosotros vistos por el otro.
Además, resulta todo un descubrimiento contemplar sus paisajes urbanos y rurales, las escenas al aire libre, aunque ciertamente la mayoría de sus temas ocurren en lugares públicos, como bares, hoteles, estaciones, trenes, entornos prácticamente vacíos y con fuertes contrastes entre luces y sombras que acentúan la soledad y el dramatismo del hombre moderno.
Edward Hopper (Nyack, 1882 – Nueva York, 1967) fue un caso raro. En menos de una década pasó prácticamente del anonimato a convertirse en uno de los artistas vivos más valorados en Estados Unidos. En 1913 vendió su primer cuadro, Velero (1911); en 1923, el segundo —La mansarda, al Brooklyn Museum of Art—, y tuvo que esperar hasta el año siguiente, cuando tenía ya 43, para ver el éxito de su primera exposición. En 1930, Casa junto a la vía del tren (1925) fue la primera pieza en integrar la futura colección de pintura del recién inaugurado MoMA de Nueva York. Tres años después, en 1933, de las paredes de este museo colgaban más de 70 obras en la que fue su primera gran retrospectiva, con préstamos llegados de todo el país.
En el proyecto se han unido dos instituciones culturales, con interés relevante en este artista. El Thyssen porque posee cuatro de sus telas -entre ellas la famosa Room Hotel de 1931- y una acuarela, la colección más importante de su obra fuera de Estados Unidos. Y la ‘Réunion des musées nationaux’ francesa porque está sumamente interesada en demostrar que París y la pintura francesa de principios del siglo XX fueron un referente fundamental en los inicios artísticos del artista americano. Y han recibido completo apoyo del otro lado del Atlántico, con préstamos del MoMA y el Metropolitan Museum de Nueva York, del Museum of Fine Arts de Boston, la Addison Gallery of American Art de Andover o la Pennsylvania Academy of Fine Arts de Filadelfia, y especialmente el Whitney Museum of American Art de Nueva York, que ha cedido 14 obras del legado de la esposa del pintor. También han contado con cierto apoyo financiero de la Terra Foundation for American Art, dedicada a promocionar su arte por el mundo.
La exposición presenta la evolución del artista en dos grandes capítulos. El primero de ellos arranca con su paso por el estudio de Robert Henri en la New York School of Art y recorre el periodo de formación del artista, con obras que, de 1900 a 1924 aproximadamente, ya empiezan a reflejar su estilo propio. Pinturas, dibujos, grabados y acuarelas se exponen aquí junto a algunas piezas de otros artistas como el propio Henri, Félix Valloton, Walter Sickert, Albert Marquet o Edgar Degas, en un diálogo influencia-respuesta que emula el que en su día mantuvieron con Hopper. Junto con Manet, en esta escuela se imponía a los alumnos la tradición pictórica española, recuerda Ottinger. Los primeros retratos y desnudos realizados por Hopper son deudores, en su dramático claroscuro, de los cuadros «españoles » de Manet, o de Rembrandt, y la sólida composición de sus escasas naturalezas muertas recuerda a Zurbarán, o incluso al Velázquez de juventud.
La segunda parte se centra en la producción de su etapa de madurez y repasa su trayectoria artística de manera temática, destacando los motivos y asuntos más recurrentes de su trabajo, aunque siguiendo siempre un hilo cronológico. A partir de 1925, la obra de Hopper cobra definitivamente su fuerza formal y poética. Casa junto a la vía del tren anuncia ya su estilo inconfundible. El crítico Lloyd Goodrich escribió sobre ella que “sin pretender ser otra cosa que un retrato simple y directo de una casa fea, consigue ser una de las más conmovedoras y desoladoras manifestaciones de realismo que hayamos visto jamás”.
La cronología de las pinturas de Hopper en su madurez artística revela los momentos de consolidación de los grandes temas en su obra. La vida en la ciudad (Desde el puente Williamsburg, 1928); la intimidad, el aislamiento y la melancolía (Habitación de hotel, 1931; Habitación en Nueva York, 1932); el presagio de malos tiempos (Ground Swell, 1939); la complejidad de las relaciones interpersonales (Verano en la ciudad, 1949)… A primera vista, sus composiciones pueden parecer sencillas, pero enseguida se descubre una cuidada y estudiada elaboración, que casi siempre lleva una narratividad implícita. En estos escenarios, Hopper sitúa a personas, parejas o grupos ajenos a todo, abstraídos en su frágil mismidad. En Habitación en Nueva York (1932), por ejemplo, hay dos figuras presentes pero mientras el hombre lee el periódico, la mujer, al otro lado de la mesa, mira distraída un piano. Cada uno está en su mundo.
Además de las personas, otro de los temas preferidos de Hopper es la arquitectura. En ocasiones centra su atención en un edificio aislado, como en la ya mencionada Casa junto
a la vía del tren, pero otras veces el edificio forma parte de un entorno urbano, como en La ciudad (1927) o en El Loop del puente de Manhattan (1928), y el artista busca la manera para hacerlo destacar del resto.
La conocida afición de Hopper por el cine y su influencia en numerosos cineastas de la época y posteriores han motivado la organización de un simposio internacional, del 19 al 22 de junio. En el contexto de este encuentro, la última sala de la exposición se ha convertido en un set de cine en el que el cineasta norteamericano Ed Lachman ha llevado a cabo una recreación de la obra de Hopper ‘Morning sun’ Sol matinal (1952). La instalación -muy curiosa e interesante- establece una participación del visitante realmente inédita.
Un día después de la clausura del simposio dará comienzo un ciclo de cine cuya programación se ha inspirado así mismo en la obra de Hopper y en la influencia que ésta ha ejercido sobre la
cinematografía. Títulos como Scarface (Howard Hawks, 1932), Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960), El eclipse (Michelangelo Antonioni, 1962), Malas tierras (Terrence Malik, 1973), Terciopelo azul (David Lynch, 1986), Nubes pasajeras (Aki Kaurismäki, 1996), Camino a la perdición (Sam Mendes, 2002) o Mi vida sin mí (Isabel Coixet, 2002), entre otras, se proyectarán en el salón de actos del Museo, en versión original y con subtítulos en español. En total, se podrán ver en pantalla grande más de veinte películas todos los viernes y sábados, del 23 de julio al 1 de septiembre. La entrada será libre hasta que se complete el aforo de la sala.
Aproximación a la exposición (del 1 al 10)
Interés: 8
Despliegue: 7
Comisariado: 7
Catálogo: ¿?
Museo Thyssen-Bornemisza
HOPPER
Del 12 de junio al 16 de septiembre de 2012
Comisarios: Tomàs Llorens, director honorario del Museo Thyssen-Bornemisza, y Didier Ottinger, director adjunto del MNAM / Centre Pompidou.
Organiza: Museo Thyssen-Bornemisza y Rmn – Grand Palais (París).
Del 12 de junio al 16 de septiembre de 2012.
Coordinadora: Leticia de Cos, Área de Conservación Museo Thyssen-Bornemisza.
Número de obras: 73
Publicaciones: catálogo, edición en español.
Simposio internacional Edward Hopper, el cine y la vida moderna, del 19 al 22 de junio.
Ciclo de cine, del 23 de julio al 1 de septiembre.