Habrá sin duda más obras de este autor por ahí perdidas, esperando que alguien las descubra
Érase una vez un tal Juan Fernández apodado el Labrador, porque vivía en el campo y sólo venía a la villa y corte una vez al año a vender sus bodegones. Cuatro siglos después el Museo del Prado se rinde a su excelencia recobrada exponiendo la práctica totalidad de su escasa producción conocida a día de hoy, once de los trece cuadros ya identificados. Suficiente para caracterizarlo como uno de los pintores más exquisitos del barroco español, consagrado durante años a pintar racimos de uvas con los que alcanzó fama en tres cortes europeas, francesa, inglesa y española.
Un trabajo detectivesco para desvelar un misterio. Juan Fernández apodado el Labrador, fue criado del marqués de la Torre, un italiano afincado en la corte madrileña de los Austria, gran aficionado a la pintura. En determinado momento hacia 1630, Fernández se independiza, adquiere una propiedad agrícola, y en ella dedica su vida a pintar naturalezas muertas, primero solamente uvas, después ante la demanda de sus clientes, composiciones de frutas diversas, finalmente ramos de flores. Por semana santa acudía a Madrid a entregar sus encargos. Y después se marchaba tan misteriosamente como había llegado. Apenas nada más se sabe de él.
La exposición viene a ser una réplica española a la que puede contemplarse actualmente en la Fundación Juan March con el título “De la vida doméstica. Bodegones flamencos y holandeses del siglo XVII” (ver nuestra reseña). Ambas son de similares dimensiones y atmósfera intimista. Ambas constan -casualidad de casualidades- de once obras expuestas. Ambas presentan visiones paralelas de un género, el del bodegón, que eclosionaba entonces; visiones parecidas, pero visiones diferentes, la del labriego de la corte imperial española y las de los pintores de las posesiones de Flandes. La primera, austera y suspendida en el espacio; las segundas, de lujosas mesas y preciados ingredientes. Resulta un viaje de lo más sugerente comenzar en el Prado y terminar en la Juan March, o viceversa. Lo recomendamos.
Ángel Aterido, un especialista en pintura española del Siglo de Oro, ha comisariado esta pequeña pero importante exposición y en el catálogo que la acompaña ha reunido todo lo que se sabe sobre este desconocido pintor. Las cinco obras del Labrador que atesora el Museo, se presentan junto a algunas piezas que hasta ahora no se habían expuesto en España, como ‘Bodegón con uvas, membrillos y frutos secos’, procedente de la colección de SM la reina Isabel II de Inglaterra, o ‘Bodegón de uvas, bellotas y copa con manzanas’ de una colección particular barcelonesa. A ellas se suman otras cuatro obras procedentes de colecciones particulares y del Museo Cerralbo. Son obras que nunca o en muy raras ocasiones se habían expuesto en España. Por ejemplo, el último cuadro citado procede de la antigua colección de los duques de Parcent y desde 1979, cuando fue subastado, no había vuelto a ser vista públicamente. Junto a ‘Bodegón de uvas y Bodegón con uvas, manzanas, frutos secos y jarra de terracota’, también de propiedad particular, sólo habían concurrido a exposiciones fuera de nuestro país. Por su parte, ‘Bodegón con uvas, membrillos y frutos secos’, perteneciente como decimos a la colección de la reina Isabel II de Inglaterra, se expone por vez primera en España. Este bodegón llegó a Gran Bretaña en torno a 1634-35, fruto del encargo del embajador extraordinario inglés en Madrid, que se lo regaló al rey inglés Carlos I, uno de los coleccionistas más refinados de la Europa de su tiempo, poseedor de una fabulosa galería pictórica y protector de artistas como Orazio Gentileschi, Rubens o Van Dyck.
Aunque las imágenes de uvas y frutos otoñales son las más numerosas y características del artista, se conocen dos pinturas de flores, una de las cuales pertenece al Prado y colgará con sus compañeras en el pequeño gabinete de naturalezas muertas en el que se transformará la sala D del edificio de Jerónimos del Museo del Prado. La exposición se articula en dos secciones que muestran la evolución del artista en sus composiciones, desde las primeras obras en las que representa exclusivamente racimos de uvas hasta sus últimas pinturas conocidas en las que las uvas se combinan con otros elementos.
Los racimos de uvas son objeto preferente de representación en el género de la naturaleza muerta desde su origen, a fines del siglo XVI y principios del XVII. Con ellos los artistas podían demostrar su maestría captando sus calidades, estructura o
madurez. Pero, al mismo tiempo, les servían parar evocar al público culto un remoto episodio que reivindicaba la superioridad de la pintura. Según los textos clásicos, el pintor griego Zeuxis de Heraclea (siglo V a.C.) llegó a realizar con tal fidelidad las uvas
que los pájaros acudieron engañados a picotear un cuadro en el que pintó estas frutas. En sus primeras obras conocidas el Labrador solo utilizó uvas, presentadas de forma desconcertante. Los racimos, minuciosamente detallados, aparecen suspendidos en la oscuridad, violentamente iluminados y eliminada toda referencia espacial. Su aspecto natural y de instantánea reta al ojo del espectador de su época, evidenciando la extraordinaria capacidad mimética de su autor, suficiente para equipararlo a un Zeuxis moderno.
A partir de 1633 el Labrador comenzó a pintar composiciones más complejas en las que las uvas, su verdadera marca de autor, se combinan con otros elementos. Estos bodegones reúnen siempre especies vegetales que fructifican en la misma estación, o que se conservan bien en meses posteriores. Generalmente son productos del final del verano o del otoño, que conviven con los racimos en pequeñas repisas vistas
frontalmente y destacadas sobre fondos en sombra. En ellas reina un aparente desorden en el que se añade algún recipiente refinado, de materiales brillantes o coloridos, que marca un sutil contraste con la sencillez de bellotas o castañas. Estos cuadros constituyen auténticas celebraciones otoñales, en las que la variedad de frutos supone una demostración de humilde abundancia. A este personal repertorio unió en 1635, por sugerencia quizás de sus clientes británicos, la representación de
ramos de flores. Con ellas adquirió fama, por su frescura y sensación realista, incorporando así nuevos colores primaverales a su paleta.
La documentación referente a Juan Fernández localizada hasta la actualidad se limita a los siete primeros años de la década de 1630. Era conocido como el Labrador por su origen campesino y, aunque se supone que nació en Extremadura, no se sabe nada de su nacimiento o primera formación artística. Fue criado como decíamos más arriba de un importante noble italiano, Giovanni Battista Crescenzi, quien ejercía una importante influencia en los
asuntos artísticos de los reinados de Felipe III y Felipe IV. Crescenzi fue uno de los promotores de la naturaleza muerta y todo indica que incentivó al Labrador a que se aplicara en la representación de frutas. El género estaba en pleno desarrollo y demanda en la corte madrileña y en toda Europa. El aspecto humilde de sus bodegones, tremendamente sencillos y a la vez asombrosamente realistas, debió causar gran impacto en un momento en el que estas representaciones se estaban haciendo más complicadas y barrocas.
Hacia 1633 Juan Fernández dejó Madrid, y según sus primeros biógrafos se retiraría al campo donde se dedicaría a “retratar” los productos naturales, con los que tendría gran familiaridad. Se dice que acudía a la corte en Semana Santa a vender sus cuadros, que eran adquiridos para las colecciones más importantes de la nobleza. Ente sus clientes estaba el embajador británico, sir Arthur Hopton, quien envió cuadros del Labrador al
rey Carlos I. También poseyó alguna de sus obras la reina de Francia, Ana de Austria; con lo que fue uno de los pocos artistas españoles que fue conocido fuera de la Península en el siglo XVII.
Su fama se basaba en un personal planteamiento para representar flores y frutas, sobre todo las uvas, que fueron el objeto principal de sus cuadros. En sus bodegones hacía
una particular mezcla de la tradición del naturalismo con unos encuadres desconcertantes. Su detallismo extremo se potenciaba con la violenta iluminación heredera de Caravaggio y la visión muy cercana de las frutas. El fondo oscuro y la
ausencia de referencias al espacio los hace completamente atemporales, en especial las visiones de los racimos de uvas suspendidos, de una estética cercana a planteamientos propios del arte contemporáneo. Aunque se relaciona con la evolución del género en la primera mitad del siglo XVII, su obra supone una aportación singular para la época.
La enigmática personalidad del artista, alejado de la corte en su momento de mayor madurez y empeñado en un nuevo naturalismo a contracorriente de su tiempo, resulta
aún más exclusiva porque se conservan muy pocas de sus pinturas. Pero a raíz de esta exposición seguro que aparecen más en desvanes y almonedas, ese antiguo lienzo, oscurecido por el tiempo, ese humilde racimo de uvas que parecía anónimo y ahora tiene hermanos en el Prado.
Aproximación a la exposición (del 1 al 10)
Interés: 7
Despliegue: 7
Comisariado: 7
Catálogo: 8
Programa de mano: 8
Documentación para los medios: 8
Museo Nacional del Prado
Juan Fernández el Labrador. Naturalezas muertas
Edificio Jerónimos. Sala D
Comisario: Ángel Aterido, especialista en pintura española del Siglo de Oro
Del 12 de marzo al 16 de junio de 2013
Actividades relacionadas: dos conferencias y cuatro itinerarios didácticos.