En la permanente ceremonia de la confusión en que se cocina a Mel Gibson por su ideología, en vez de por sus obras, el cineasta australiano demuestra, una vez más, su maestría cinematográfica. Las escenas impactantes y las sentimentales están donde deben, para contarnos, a nosotros los espectadores, no a la patulea inquisitorial amoral que pretende pastorearnos, una historia moral sobre los valores humanos. Y escribo moral, porque no todos los valores humanos lo son, por ello, realzar uno de los más preciados, o que deberían serlo; la compasión, Gibson nos coloca frente al espejo y nos fuerza a preguntarnos ¿Seríamos capaces de ser compasivos con aquellos de nuestros semejantes, incluso después de haber sido humillados y torturados por ellos?
Sin duda, la épica historia del aparente héroe anodino Desmond Doss, muestra las virtudes de una persona sencilla con sencillos valores y principios. Sencillos por profundamente humanos: el respeto de la propia vida y de la de sus semejantes; hasta las últimas consecuencias. El auténtico: ¡No matarás!
Como es previsible en la dirección y puesta en escena de Mel Gibson, las escenas que simulan la carnicera batalla de Okinawa donde ocurrió el desenlace de la epopeya, desde mi conocimiento; no tienen parangón. Estremecen por su brutalidad creíble y espantosa, dibujan nuestra eugenésica condición solo dirimible por una compasión infinita. Pero para entender bien el contexto histórico y los personajes, el guion de Robert Schenkkan y Andrew Knight recorre las raíces culturales y familiares del héroe Desmond Doss que interpreta con magistral naturalismo Andrew Garfield, mientras Teresa Palmer personifica a la brava esposa Dorothy Schutte, con no menos realismo.
La mejor película que he visto en muchos años.