Otro tipo de heroicidad

«Hasta el último hombre» cuenta

Crítica cinematográfica

Hasta el último hombre
Hasta el último hombre

Siempre es un placer volver a sumergirse en el universo Mel Gibson. Es complicado encontrar una personalidad (personalidad que traslada a lo que filma desde la silla de dirección) tan especial y reconocible como este popular actor reciclado a director. El australiano siempre garantiza la visión de una película diferente, que no tendrá nada que ver con el resto de títulos con los que coincide en cartelera. Como todo buen heterodoxo, esta cualidad excepcional no significa que todo el mundo consiga disfrutar con sus propuestas ni que comulguen con su forma de ver la vida. Puede ser harto complicado el aceptar el juego lingüístico y las creencias éticas y religiosas que nos plantea su trabajo. Un creador problemático, comprometido con unos ideales discutibles y que ha sabido seguir adelante con unos proyectos muy personales a pesar de las críticas y de una biografía tumultuosa… y todo gracias a su indiscutible talento como cineasta. Después de una década sin noticias suyas en esta parcela artística (aún mantiene su faceta actoral en permanente actividad) siempre es grato volver a poder ver una nueva obra firmada por él. «Hasta el último hombre» (2016) recupera al Gibson más personal que no deja indiferente a los fervientes adictos al cine.

Como constante en su trabajo Gibson siempre apuesta por el riesgo. Después de revisar el calvario cristiano o adentrarse en la misteriosa civilización maya ahora su nueva empresa nos traslada a la Segunda Guerra Mundial. Desmond Doss (Andrew Garfield), un joven contrario a la violencia, se alista en el ejército de los EEUU con el objetivo de servir como médico durante la guerra. Tras enfrentarse a las autoridades militares y a un juicio por su negativa a empuñar un arma, consigue su objetivo y es enviado a servir como médico al frente japonés. A pesar de ser recibido con recelo por todo el batallón durante la salvaje toma de Okinawa, Desmond decide jugarse la vida en la peor de las condiciones, demostrando su valor salvando a 75 hombres heridos consiguiendo el respeto de los soldados.

El mayor conflicto bélico de la Historia ha sido un recurso constante en el mundo del cine. Lo ha hecho desde mil perspectivas diferentes. Desde la plasmación estricta de unos complejos hechos reales hasta la más abyecta explotación de un periodo histórico sangriento y donde la violencia del ser humano alcanzo cotas inimaginables en años anteriores a pesar de haber sufrido guerras cruentas desde que el mundo es mundo. Los acontecimientos que marcaron Europa y el resto del mundo desde 1939 son tan complejos que hasta hoy en día siguen apareciendo estudios y análisis novedosos. También se descubren (en este caso se redescubren) pequeñas historias personales de participantes en combate. Personas que no aparecen en los libros de Historia pero que también son relevantes a la hora de contextualizar esta etapa pesadillesca de nuestro pasado cercano. Doss, con su opción disidente, se erige en un símbolo contra la falsa heroicidad que nos ha sido publicitada hasta la nausea en cientos de filmes propagandísticos que no han sabido ni querido poner su foco en las contradicciones morales que arrastra obligatoriamente cualquier acto de violencia hacia otro ser humano.

La complejidad del una persona como Desmond Doss necesita de una intérprete que logre sacar de su «cajón de sastre» los recursos más delicados y poderosos de su oficio para conseguir dar vida a un personaje real. Andrew Garfield, más allá de Spiderman, es un actor capacitado para tamaño reto.

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