Primerizos y veteranos. Emergentes y consagrados. Entre los cineastas escogidos para la Competición de la 77 edición del Festival de Cannes (22 títulos), había de todo.
En la ceremonia de clausura del sábado 25, la directora de Barbie, Greta Gerwig, presidenta este año del Jurado, anunció la Palma de Oro 2024. Y es importante saber quiénes eran los otros ocho miembros para intentar entender su criterio y el resultado.
Lo conformaban el director español Juan Antonio Bayona (La sociedad de la nieve); la guionista y fotógrafa Ebru Ceylan (coescritora junto a su marido, Nuri Bilge Ceylan, de Sueño de Invierno (Winter Sleep), Palma de Oro en 2014; la actriz indo-americana Lily Gladstone (nominada al Oscar por Los asesinos de la luna); la actriz francesa Eva Green (que debutó con Bertolucci en Soñadores); la directora libanesa Nadine Labaki (Caramel, Cafarnaúm); el actor italiano Pierfrancesco Favino (Romanzo Criminale); el director japonés Hirokazu Kore-Eda (Palma de Oro 2018 por Un asunto de Familia); y el actor francés Omar Sy (pronúnciese “sí”, protagonista de Intocable).
ANORA (hay que decirlo con acento en la o), fue proyectada el martes 21, y es el octavo largometraje de Sean Baker, un cineasta nacido en Nueva Jersey hace 53 años y que en sus cuatro películas anteriores (Starlet, Tangerine, The Florida Project – por la que Willem Dafoe consiguió una nominación al Oscar como actor secundario-; y Red Rocket (en competición en Cannes 2021), ya presentaba profesiones relacionadas con el sexo, tal y como hace en su última creación.
Graduado por la Universidad de Nueva York, es en esa ciudad donde Baker ambienta ANORA, comedia salvaje que también es drama, y thriller, y película romántica, y de acción.
Va sobre una stripper que trabaja en un club nocturno, y que, una noche, por indicación de su jefe, se hará cargo del hijo de un oligarca ruso, a la postre, un cliente divino. Ese encuentro es el punto de partida de toda la trama.
Ella tiene 23 años, es de Brooklyn, se llama Anora (aunque todo el mundo la llama Ani), y el idioma ruso lo entiende bien y lo habla un poco porque su abuela era rusa. Él, de 21, bastante mono, es un súper-mega- ultra millonario que está en Nueva York de vacaciones. Dulce, amable, niñato, y colgado todo el santo día (marcha, marcha, drogas, alcohol, desparrame, y más marcha), conecta rápidamente con Ani. Iván (o su variante Vania, porque así es nombrado indistintamente en el film), le pide, primero, que se vean al día siguiente fuera del club, en su alucinante mansión; luego la contrata durante toda una semana, y, finalmente, en el transcurso de un viaje a Las Vegas en avión privado y con un cortejo de amigos, le propone matrimonio y una vida de amor y diversión, acompañada, naturalmente, de un anillo con un diamante de cuatro quilates.
Es el cuento de la Cenicienta y de Pretty Woman, como tanto se ha escrito. De la confluencia de la suerte, la casualidad, el amor, el dinero… La consecución de un sueño.
Sin embargo, no todo puede ser tan fácil y bonito como en la película de Julia Roberts.
Cuando los padres de él, de Iván, que viven y están en Rusia, descubren que su descarriado retoño se ha casado con una prostituta, viajan inmediatamente a Estados Unidos y ordenan en el ínterin a sus matones que arreglen el desaguisado y se anule el matrimonio. Y, a partir de ahí, otro giro mayor en el argumento cambia toda la situación.
La mayoría de la crítica la ha puesto por las nubes. Indispensable, fascinante, formidable, desternillante, necesaria, un prodigio de puesta en escena, profundamente conmovedora y casi insoportablemente melancólica. Incontestable Palma de Oro y hasta “lo más cercano a una obra maestra que haya regalado Cannes 2024”, expertos dixit.
Algunos, muy pocos, se han desmarcado de las opiniones totalmente positivas en las que no cabe un “pero”, quejándose, principalmente, de su excesivo metraje (138 minutos, unas dos horas y veinte). Otro crítico la califica de anodina farsa, y, por último, el del diario mexicano La Jornada, directamente la destroza: “El humor es reiterativo, los diálogos consisten en repetir variantes de la palabra fuck y los personajes son todos caricaturas”.
Pues ni tanto, ni tan calvo. En la opinión de quien esto escribe, ANORA es una película que está muy bien, aunque, desde luego, ni es perfecta, ni es para todo tipo de públicos.
La primera parte es casi un documental (muy bien rodado), de cómo funciona un club nocturno erótico, en el que las bailarinas se mueven al son de la música, mientras el cliente les pone billetes de 100 dólares en la tira de la ropa interior (exterior, mejor dicho).
En la segunda, se forja la historia de amor de Iván y de Ani. Sexo, risas, desparrame (siempre libre de ofensas y de humillaciones), camaradería, lujo sin límites, desenfreno, y, a pesar de todo, dulzura.
En la tercera, cuando los sicarios llegan al casoplón neoyorkino de los padres del niño de papá, es el espectador el que se muere de risa. La escena dura una media hora, y está magníficamente interpretada, coreografiada, escrita, dirigida y fotografiada.
La cuarta es una persecución y una búsqueda contra reloj.
Y la quinta, con todo lo que conlleva, un desenlace… emotivo, sí, y no sé si tan sorprendente. Llega tan tarde que lo que se celebra es que el largo-metraje (literalmente), acabe de una vez.
En el conjunto de la película hay más tacos que en todos los Estados Unidos Mexicanos juntos. Y eso puede llegar a cansar. No es una ristra de “joder, joder, joder” como en la elegante y divertida escena inicial de Cuatro Bodas y Un funeral, donde la interjección tiene un porqué diferente en cada ocasión (el despertador, el coche que no arranca…). Aquí son a mansalva y sin medida (sobre todo, por parte de Ani). Y tampoco le pasaría nada a ANORA si se eliminara media horita, sobre todo de la segunda mitad, que, francamente, se hace muy larga.
En resumen, la Palma de Oro del Festival de Cannes es una mezcla de Pretty Woman con strippers (Showgirls, de Paul Verhoeven; y Striptease, por la que dicen que Demi Moore cobró unos 12 millones de dólares, fracasaron en taquilla, aunque no tienen nada que ver con esta cinta); que pasa a convertirse en una comedia gamberra a lo Airbag, de Juanma Bajo Ulloa, y que, a su vez, concluye con algo sensible y bonito que apela a los sentimientos.
Los actores lo hacen fenomenal. Su protagonista, Mickey (pronúnciese “máiqui”) Madison (Érase una vez en Hollywood), reveló en la rueda de prensa que para las escenas- “planos”- de sexo (que hay muchísimos), primero observaba (ella y el actor que encarna a Iván) al director, Sean Baker, y a la productora, Samantha Quan, mujer del director, hacerlas; y luego este les indicaba las posturas a reproducir.
A los intérpretes se les ofreció un coordinador sexual (ahora, en todas las películas las escenas subidas de tono se ruedan con esa figura delante para evitar líos y acusaciones de abuso), pero no lo consideraron necesario. Se sentían cómodos, con confianza, y, según sus propias palabras, fueron secuencias muy divertidas de rodar.
El joven que hace de Iván, magnífico también, que en pantalla recuerda al cantante Mika, y un poco quizá al actor americano Timothée Chalamet, está interpretado por el ruso de 21 años Mark Eydelshteyn. Este desconocido con experiencia en su país llegó al proyecto gracias a la sugerencia del también actor ruso Yura Borisov (Compartimento nº6), quien físicamente se parece a Ewan McGregor en Trainspotting, e igualmente lo hace de cine. Lo curioso y ameno es cómo aparecía Eydelshteyn en la prueba grabada en vídeo que envió al director: desnudo y con un vapeador de tabaco en la boca. No había recibido esas indicaciones, solo un texto del guion, más su ocurrencia fue definitiva para obtener el papel.
Por último, hay que nombrar a los otros dos fantásticos actores protagonistas: los armenios Karren Karagulian (que lleva muchísimos años en Estados Unidos e interpreta a Toros, el jefe de los sicarios), y Vache Tovmasyan (en ANORA es Garnick, uno de los matones). Un gran aplauso, porque provoca las mejores risas.
ANORA está rodada en negativo de 35 milímetros y formato anamórfico (que crea una imagen más envolvente), con una ARRICAM LT (una de las cámaras del fabricante alemán ARRI, con sede en Múnich) y bajo la dirección de fotografía de Drew Daniels. Esta información técnica viene al caso por dos motivos. El primero, porque Sean Baker ha hecho películas hasta con un IPHONE. Y ahora está entusiasmado con el cambio. El segundo, y más importante, porque ha defendido a ultranza en Cannes el cine de verdad. “Hay que proteger y fomentar el rodaje de películas en celuloide, y hay que proyectarlas en los cines y evitar la desaparición de las salas”. Que el público le oiga.