La tarea de una vida (cuento navideño)

La tarea de una vida (cuento navideño)

¿Tiene un sentido la vida, la vida de cada uno? ¿Lo tiene o hay que buscárselo? ¿Puede impulsarse o es mera interrelación caprichosa del azar y del destino? Este cuentecillo apoyado en demasiadas citas habla de un personaje ficticio que encontró su tarea muy tarde, cuando cumplía sesenta años.

‘La cuestión está en encontrar un mundo, descubrirlo, irlo inventando poco a poco, desde dentro, como quien se queda a vivir desde el principio en la casa que está construyendo, escribía Antonio Muñoz Molina en octubre pasado hablando de la pintora Amalia Avia. Que sea un mundo visual, escrito, sonoro, no es lo más importante. Lo que importa es que sea verdadero y reconocible, no porque busque satisfacer la expectativa de un cierto público, sino porque también es irremediable, porque quien lo ha inventado y lo cultiva y le va añadiendo pormenores y derivaciones con el tiempo no puede hacer otra cosa, ya que ese mundo es la emanación, hasta la sustancia misma de su identidad más secreta. Es lo más propio que uno tiene y sin embargo no es algo elegido, ni planeado. Es un tesoro que muchas veces no se sabe ni que se posee, de tan visceralmente que forma parte de uno mismo […] El mundo propio se lo va haciendo alguien contra viento y marea. La única forma de ser original, dice Stendhal, es ser uno mismo. Un uno mismo obstinado, pero a la vez humilde, y observador, porque el narcisista no ve con amor ni atención nada que esté fuera de él, y por lo tanto no recibe el alimento de lo real y el temblor de la emoción, que son la savia vigorosa del arte […] El que vive en su mundo va a lo suyo, a su tarea, a su oficio, y le importa tanto y le ocupa tanto tiempo que no se entera de por dónde soplan en cada temporada los vientos de la ortodoxia o de la moda, que en las artes vienen a ser más o menos lo mismo’.

Marx trabajó los últimos 34 años de su vida en ‘El Capital’ y Proust dedicó sus últimos veinte años a escribir ‘En busca del tiempo perdido’.

En agosto de 1849 el filósofo alemán Karl Marx se exilió en Londres y comenzó la escritura de ‘El capital’. La primera parte la publicó en 1867, dieciocho años después. Murió en 1883 sin poder publicar la segunda. El libro segundo fue publicado en 1885, editado por Friedrich Engels, a partir de sus notas. El libro tercero no se publicó hasta 1894. En el momento de su muerte (1883), Marx tenía preparado el manuscrito de Das Kapital, Volumen IV: Karl Kautsky conseguiría publicarlo completo en 1905-1910. Finalmente no será hasta 1956 cuando aparezca una edición completa de todos sus manuscritos.

Los días en Londres, si bien fueron aciagos, también representaron para él una oportunidad para librarse de persecuciones políticas. A veces la depresión lo atacaba y su actividad intelectual mermaba, aunque nunca dejó de escribir. Para él, la escritura era una disciplina casi militar. ‘He de perseguir mi meta tanto en las buenas como en las malas y no debo permitir que la sociedad burguesa me convierta en una máquina de hacer dinero’, intentaba animarse cuando el trabajo sobre El Capital lo rebasaba.

Un trabajo ímprobo, la tarea de una vida, reconocido lenta y parcialmente durante décadas hasta imponerse como uno de los intentos de visión más global del pensamiento occidental de los últimos siglos. Como dice su subtítulo es un tratado de crítica a la economía política, pero puede también entenderse como una magna obra de filosofía, de economía o de política. Es el libro de ciencias sociales más citado anterior a 1950.​ En la última década ha vuelto a la actualidad y sigue siendo objeto de apasionados debates.

En cuanto a Marcel Proust, la celebérrima cama con colcha azul en la que escribió gran parte de su obra maestra durante veinte años, en cuadernos pequeños de caligrafía apretada sin márgenes ni espacios en blanco, se ha convertido en la reliquia más sagrada, el corazón de toda la mitología proustiana. Los lectores creyentes la reverencian como si fuera la sábana santa o la mismísima cruz de Cristo. Escribía de noche, apoyado en un tablón diseñado a propósito para simular un escritorio. Tenía práctica en el dificilísimo arte de escribir recostado. Las miles de páginas de En busca del tiempo perdido son una hazaña mental que agotaría al más sano y vigoroso de los novelistas. De las siete partes de ‘En busca del tiempo perdido’, las tres últimas La prisionera (1923), La fugitiva (1925) y El tiempo recobrado (1927) se publicarían de forma póstuma. La obra constituye una de las cimas artísticas del siglo XX.

Otro ejemplo de la obra de una vida, de la constancia y la fuerza de voluntad para dedicarse a la tarea elegida, -o más bien, a la tarea que te ha elegido-, es el de Andrea Camilleri (1925-2019) que en 1994, ya con 69 años, publicó ‘La forma del agua’, primera novela de la serie protagonizada por el Comisario Montalbano, una serie de novelas policíacas que le convirtió en uno de los escritores de mayor éxito de su país. En los últimos años de su vida, debido a una enfermedad degenerativa, estaba prácticamente ciego, pero siguió escribiendo su serie durante diecisiete años más. El episodio final, el 33º, se publicó póstumo, tres años después de su fallecimiento.

Recordaba Juan Carlos Onetti que con motivo del ingreso de François Maurois (1885-1970) en la Academia, una revista parisina le preguntó que cuál era el secreto de su éxito, y se limitó a contestar: ‘Muy simple. Yo he durado’. Y comentaba: ‘Durar frente a un tema, al fragmento de vida que hemos elegido como materia de nuestro trabajo, hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta. Durar frente a la vida, sosteniendo un estado del espíritu que no tenga nada que ver con lo vano e inútil, lo fácil, las peñas literarias, los mutuos elogios, la horajasca de mesa de café. Durar en una ciega, gozosa y absurda fe en el arte, como en una tarea sin sentido explicable, pero que debe ser aceptada virilmente, porque sí, como se acepta el destino. Todo lo demás es duración fisiológica, un poco fatigosa, virtud común a las tortugas, las encinas y los errores’.

Y en un breve ensayo (‘Réquiem por Faulkner y otros artículos’) añadía en 1976 estas reflexiones:

‘Hay sólo un camino. El que hubo siempre. Que el creador de la verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos.

‘Cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del Arte, con mayúsculas, podrá verse obligado por la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo, ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia.

‘La literatura es un oficio; es necesario aprenderlo, pero más aún, es necesario crearlo. El que no escribe para los amigos o la amada o su honrada familia; el que escribe porque tiene la necesidad de hacerlo, sólo podrá expresarse con una técnica nueva, aún desconocida. Una manera que acaso no alcance totalmente nunca pero que no es la de Zutano ni la de nadie. Es o será la suya. Pero no podrá tomarla de ninguna literatura ni de ningún literato, no podrá ser conquistada fuera de uno mismo. Porque está dentro de cada uno de nosotros; es intransferible, única, como nuestros rostros, nuestro estilo de vida y nuestro drama. Sólo se trata de buscar hacia adentro y no hacia fuera, humildemente, con inocencia y cinismo, seguros de que la verdad tiene que estar en una literatura sin literatura y sobre todo, que no puede gustar a los que tienen hoy la misión de repartir elogios, consagraciones y premios.

‘La gran mayoría de nuestros escritores trata de alcanzar el triunfo. Y a esto se llega de manera incidental y nunca deliberada. Si alcanzamos el éxito nunca seremos artistas plenamente. El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso, como verdadero y supremo fin.

‘Para mí, escribir es como un vicio, una manía. Me hace feliz escribir, me siento desdichado cuando no.

‘Lo más importante que tengo sobre mis libros es una sensación de sinceridad. De haber sido siempre Onetti […] Tengo la sensación de no haberme estafado a mí mismo ni a nadie, nunca. Todas las debilidades que se pueden encontrar en mis libros son debilidades mías y son auténticas debilidades’.

Y en otro momento, a todo ello añadiría: ‘No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo. No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo. No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes…Ni siquiera en el lector hipotético. No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar’.

Albert Camus en ‘El mito de Sísifo’ plantea que la pregunta fundamental de la filosofía es si realmente vale la pena vivir. El placer circunstancial puede reconfortar nuestra conciencia en un momento dado, pero eso no hace que nuestras vidas merezcan la pena. En su lugar, lo que sí que puede hacer que valga la pena, es hacer que nuestras acciones se enmarquen en un proyecto de vida que tenga sentido. Pero, como buen existencialista, cree que la vida en sí misma no tiene sentido, ya que, asumirlo, implicaría aceptar que existe algo más allá. Y no, para él la realidad sencillamente existe y nada más. Por eso, sería uno mismo el que debe darle sentido a la vida, por más absurda que ésta sea. Dejando lo del más allá como inabordable.

 

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Autor

José Catalán Deus

Editor de Guía Cultural de Periodista Digital, donde publica habitualmente sus críticas de arte, ópera, danza y teatro.

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