‘Recuerdos de un legionario’, de Jaime Miguel Tur

'Recuerdos de un legionario', de Jaime Miguel Tur

Jueves 19 de Enero
20.00 horas
Biblioteca Cardenal Cisneros
(Sala Gerardo Diego)
Pza. de San Julián, 1.
28801, Alcalá de Henares
Madrid.

Recuerdos de un legionario muestra, según reza en su propia solapa, «el desabrimiento de una existencia expresada en un lenguaje de naturaleza similar, crudo y franco«.

BIOGRAFÍA

Jaime Miguel Tur Jeremías nació en Córdoba en 1930. En realidad la historia de su vida es de lo más simple: al nacer, abrió los ojos, escuchó, observó cómo obraban los adultos y a continuación decidió crecer dejándose llevar por el espíritu siciliano que le acompañaría el resto de su vida.

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FRAGMENTOS DE LA OBRA

Prólogo

Dando por ciertos los resultados obtenidos por unos investigadores estadounidenses de la Universidad de Oregón –volveré a ellos más adelante–, respecto a que la amnesia relacionada con el olvido es una amnesia selectiva, ya que los seres humanos pueden influir sobre el contenido de sus memorias, debido a que a uno se le olvidan los hechos del pasado que no quiere o no le interesa recordar; voy a intentar rememorar todos los recuerdos desde que tengo uso de razón y, de paso, a ver si logro atrapar todos los que no debería recordar –algunos los tengo grabados en mi mente a buril– de la durísima vida legionaria que me tocó vivir y mucho menos relatar, más que nada, por el enorme daño que me causaron. Eso sí, lo haré por si pudiera servir de regocijo, quizás de enseñanza y de sana curiosidad, y para que, por fin, mis hijos conozcan –jamás les conté penas– las andanzas de su padre, ya que su madre tampoco las conoció en vida.

Al relatar estos recuerdos, lo haré sin desviarme ni un ápice de la verdad –la verdad de mis vivencias, quiero decir– por muy dura que resulte, tanto para mi persona como para el ser o los seres que más haya querido. No aparecerá, ni mucho menos, el siempre corrosivo rencor, ni el menor atisbo del infamante odio y de ninguna de las maneras la bajeza de una venganza ni la degradante envidia, entre otras razones, porque jamás he sentido ni siento tales ruindades, ajenas a mi manera de ser y pensar.

Ni pienso pedir disculpas, ya que en el balance de faltas cometidas y castigos recibidos, obtengo un saldo excesivamente lacerante. Tampoco culparé al que me dio la vida por la dureza y falta de cariño que viví a su lado, y que tanto me hicieron sufrir, por considerar que fueron el fruto de arcaicos y erróneos puntos de vista generacionales. Ni a los extraños que abusaron del inmerecido poder que alcanzaron, merecedores del olvido más absoluto por su ínfima calidad personal digna de lástima. Eso sí, no faltarán opiniones y críticas -duras en algunos casos- contra los aberrantes comportamientos que soporté y las absurdas normas establecidas.

He de aclarar, igualmente, que aun teniendo frescos en mi memoria la mayoría de los recuerdos que intento relatar, no va a ser posible seguir el orden cronológico exacto en el que se sucedieron los mismos. Los años que van pasando alejan las vivencias, y aparece en el cerebro una tenue neblina que impide vislumbrar con nitidez el requisito clarificador de la sucesión de hechos en el tiempo; aunque, a decir verdad, se puede prescindir de la exactitud de las fechas por su falta de interés.

En el Zoco El Arbaa

En el destacamento del Zoco El Arbaa, estuve dos veces. Se hallaba en dirección a Chauen, y muy cerca de una enorme cabila muy poblada, no recuerdo el nombre, en la que se celebraba el Zoco –mercado–.
Me he referido a la cabila y a su cuantiosa población por la cantidad de gatos que había. Gatos que se encargaba de cazar el cornetín del comandante de la Bandera, D. Luis Iglesias Méndez, y de comérselos tras tenerlos toda una noche al sereno y aliñados como está mandado. Cazó y se comió tantos, que tuvieron que venir unos cuantos marroquíes a protestar acaloradamente, al ver que se quedaban sin gatos.
Tenía mucha práctica y una técnica infalible. Una vez cogido el gato, tras ofrecerle una sardina cruda, por ejemplo; lo metía en un saco que llevaba, se sentaba encima una vez atado el saco, y el gato moría instantáneamente. Este cornetín era de Utrera, unos cuarenta años; tenía el pelo rizado y ronquera crónica. Era muy amigo mío, y se inflaba uno a reír en cuanto abría la boca para contarnos alguna de las batallitas que había vivido. Hacía buena pareja con el comandante por lo dicharachero.
El comandante, de aplastante humanidad y que no tenía pelos en la lengua, se dejo caer un día que estaba alegre con la siguiente locución propia del vocabulario militar: «o mi mujer tiene el chocho loco o yo la polla tonta, porque cada vez que la meto saco dos». Tenía ya dos pares de gemelos.

Y para terminar de conocer la campechanería de este comandante, nada más sencillo que leer el cartel educativo que mandó hacer.

Me explico: las letrinas, como todo el mundo sabe, no están equipadas con la consabida taza de los saneamientos, sino con una placa turca que presenta unas marcas en las que se han de colocar los pies y hacer la deposición una vez agachado. Por supuesto, nada de papel higiénico. Cada uno ha de llevar el papel a utilizar.

Pero, como sigue habiendo gente pa tó, algunos se limpiaban con el dedo que a su vez lo llevaban a la pared, en la que dejaban pegado el pegotito correspondiente. Por lo que al cabo del tiempo las paredes estaban plagadas de pegotitos.

Así que el comandante, llevado de su inquietud docente, colocó un letrero a la entrada de las letrinas que decía así: «Si tu mierda es pintura/ y tus dedos son pinceles /pinta en el coño de tu madre/ y no pintes en las paredes/ hijo de la gran puta».

Aquí, en este destacamento, fue donde recibí el segundo arresto y en el Pelotón de Castigo también. Aunque en mi hoja de servicios aparece reflejado literalmente: «1–9–1954 Catorce días de arresto en la prevención por la falta leve de «falta de corrección en la corrección en la formación» impuesto por el Sr. Coronel Primer Jefe». Segunda mentira cochina.

El correctivo se me impuso por el comandante jefe de la Bandera, y sucedió así: en aquella ocasión tenía a mi cargo toda la munición e impedimenta de la plana mayor de la Bandera. Todo ello estaba guardado en una habitación –en la que dormía yo– situada en la parte trasera del pequeño edificio dedicado a cuerpo de guardia. Una mañana que estaba recién levantado y venía de lavarme la cara, al pasar por la puerta de ese cuerpo de guardia no me fijé en que el que estaba en la puerta era un cabo primero recién ascendido y jefe de la guardia, por lo que pasé sin saludar.

–¡Cabo, vuelva atrás y pase saludando! –gritó.

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