‘Sobre la dificultad de contar’: Javier Marías y el sillón R de la RAE (discurso íntegro)

Javier Marías
Javier Marías

Por su interés, y aunque han transcurrido cuatro semanas, reproducimos a continuación el discurso de Marías:

Excelentísimo señor, Director, señoras y señores académicos:

No sé cuál es el criterio que los lleva a ustedes a admitir en el seno de su digna institución a algunos novelistas. En realidad se me hace difícil entender que admitan a cualquier novelista, es decir, a novelista alguno, ya que, si la contemplamos desde un punto de vista adulto y mínimamente serio, nuestra labor es bastante pueril. Ya la calificó de ese modo uno de los mejores y más influyentes novelistas de la historia, Robert Louis Stevenson, el cual pidió disculpas en uno de sus poemas por dedicar «las horas de su anochecer a esta pueril tarea» y por no haber seguido la tradición de sus antepasados, en su mayoría ingenieros y constructores de faros. «No digáis de mí que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que huí del mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendimos / para jugar en casa, como un niño, con papel».

Así se inicia ese poema. Pero nuestra labor no solamente es pueril, sino absurda, una especie de trampantojo, un embeleco, una ilusión, una entelequia y una pompa de jabón. En el fondo está destinada al fracaso y además es casi imposible. Si ustedes me apuran, y me permiten la exageración, hasta me atrevería a decir que contar, narrar, relatar es imposible, sobre todo si se trata de hechos ciertos, de cosas en verdad acaecidas. Aunque el ánimo de un relator sea el de contar tal como fue lo sucedido; aunque el que narre sea un cronista y no haya nada más lejos de su intención que inventar nada, y lo que desee sea, por el contrario, ceñirse exclusivamente a lo ocurrido; aunque se trate de la más concisa y objetiva deposición de un testigo ocular en un juicio, que ponga su máximo empeño en ser veraz y, como tantas veces hemos oído en las películas americanas, jure decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad; aun así, en todos esos casos, se pretende llevar a cabo una tarea imposible.

En el momento en que interviene la palabra, en el momento en que se aspira a que la palabra reproduzca lo acontecido, lo que se está haciendo es suplantar y falsear esto último. Sin querer se lo deforma, tergiversa, distorsiona y contamina. Se lo fragmenta y se convierte en sucesivo lo que fue simultáneo. Se lo delimita con un principio y un fin artificiales, que quedan al siempre discutible criterio del relator, él los establece. Inevitablemente se introduce un punto de vista y por lo tanto una subjetividad. Al menor descuido, uno adjetiva, y los adjetivos habitan en el reino de la imprecisión: aunque sólo sea para señalar que una persona le dio a otra un golpe «fuerte», este variable vocablo constituye ya por sí solo una interpretación, una aproximación, un atrevimiento y una mera conjetura, porque «fuerte» no puede significar lo mismo en boca de una niña de diez años y en la muy fiera del antiguo campeón de los pesos pesados Mike Tyson, por recurrir a un contraste extremo en la posible medición de un golpe.

De hecho, si bien se mira, la lengua misma no es más que un permanente tanteo, un esfuerzo más bien inútil, una búsqueda que ni siquiera es muy libre, pues está condicionada por las convenciones y por el pacto con los demás hablantes: es una especie de quiero y no puedo o un perpetuo amago condenado a no dar nunca en el blanco, o no de lleno. Como ya observó Ortega y Gasset en su viejo ensayo de 1937 Miseria y esplendor de la traducción, «desde hace mucho, mucho tiempo, la humanidad, por lo menos la occidental, no habla en serio».

Y, en efecto, la lengua es metafórica en su conjunto, y hasta con las frases más nimias, corrientes e inocuas, las que podemos dar por más verídicas y seguras, estamos a menudo diciendo disparates, precisamente por estar recurriendo a una metáfora. Las más de las veces decimos sin saber lo que decimos, y el propio Ortega ponía este ejemplo: «si yo digo que “el sol sale por Oriente, lo que mis palabras, por tanto la lengua en que me expreso, propiamente dicen es que un ente de sexo varonil y capaz de actos espontáneos, esto es, brincar, y que lo hace por un sitio de entre los sitios que es por donde se producen los nacimientos “Oriente “. Ahora bien, yo no quiero decir en serio nada de eso; yo no creo que el sol sea un varón ni un sujeto capaz de actuaciones espontáneas, ni que ese su “salir “ sea una cosa que él hace por sí, ni que en esa parte del espacio acontezcan con especialidad nacimientos.

Al usar esa expresión de mi lengua materna me comporto irónicamente, descalifico lo que voy haciendo y lo tomo en broma. La lengua es hoy un puro chiste », remataba Ortega, porque aún están vigentes y aún no hemos encontrado nada mejor que las expresiones y frases del tiempo en que «el hombre indoeuropeo creía, en efecto, que el sol era un varón, que los fenómenos naturales eran acciones espontáneas de entidades voluntarias y que el astro benéfico nacía y renacía todas las mañanas en una región del espacio». No sabemos hacer, por tanto, lo que hacía el hombre antiguo… si queremos entendernos, claro está, y no hablar con una terminología. «Hablar fue, pues, en época tal», escribía Ortega, «cosa muy distinta de lo que hoy es: era hablar en serio».

Hasta cierto punto esa habla, al convertirse en metafórica, al adquirir un «rango literario», se ha fortalecido de tal modo que se ha quedado con nosotros y no hemos sido capaces de prescindir de ella, o nos ha dado miedo hacerlo. Hemos conservado, por así decir, un bonito envoltorio ya vacío, y con ello hemos renunciado no al conocimiento, pero sí a hablar con conocimiento, o a expresarlo en la comunicación habitual de unos con otros.

Hay que admitir que ese carácter eminentemente metafórico o irónico del lenguaje es el que impide que éste sea siempre algo árido e insoportablemente tedioso, y desde luego el que permite la existencia de la literatura. Gracias a esas «bromas», a esos juegos, a esa falta de seriedad esencial, no bostezamos cada vez que alguien dice algo (aunque aun así lo hagamos muchas veces, y confío en que esta no sea una de ellas pese al peliagudo género «discurso de ingreso en la Academia»; ya se verá). Pero lo cierto es que hasta la propia expresión que antes he empleado, «dar un golpe», es un sinsentido, o es por lo menos desconcertante, si pensamos en la connotación «dadivosa» que el verbo «dar» tiene en tantas otras expresiones construidas exactamente de la misma forma, como «dar un beso», «dar ánimos» o «dar la bendición».

Si uno, además, conoce otras lenguas aparte de la que heredó en la cuna, la condición imprecisa, tentativa y volátil de los idiomas se le hace más manifiesta, y en seguida se encuentra con una brutal contradicción: por una parte, tenemos la tendencia a creer, y aun a dar por sentado, que todo puede decirse en todas las lenguas o por lo menos en las más próximas, y de ahí que nos sea natural preguntar, sin el menor reparo, «¿Cómo se dice esto en inglés? », o «Esa expresión francesa, ¿qué significa en español? », convencidos de que «esto» se ha de poder decir y efectivamente se dice en inglés, sólo que de otra manera, o de que «esa expresión francesa» ha de tener por fuerza un equivalente en español y de que por tanto «algo» debe de significar en nuestra lengua, también en ella.

Y sin embargo, junto a esa creencia popular y generalizada de que todas las lenguas denominan en el fondo las mismas cosas, los mismos objetos, los mismos sentimientos, pensamientos, acciones, pasiones, las mismas sutilezas y los mismos hechos “la creencia, en suma, de que todo puede decirse y de que las lenguas son sólo el instrumento intercambiable para referirse y nombrar lo existente, que es en cambio inmutable en todas partes “, nos encontramos a veces con que hasta aquello visible a todos, que comparte la humanidad entera y que parece ser idéntico en todas las latitudes y para todos los individuos, independientemente de su procedencia y su cultura, tiene que ser por fuerza distinto en virtud del vocablo que se emplee para denominarlo.

Recuerdo que, cuando hace ya muchos años daba clases de Teoría de la Traducción en Universidades británicas, norteamericanas o españolas, les pedía a mis alumnos que pensaran en lo más común y universal a todos los hombres y mujeres, que buscaran aquello que sin duda todos compartíamos y a ninguno faltaba. «Piensen en el sol y la luna, por ejemplo», les decía. «De hecho no es que sean idénticos en todos los puntos del globo, es que son los mismos astros para todos, que, por así decir, se van turnando; para todos salen y se ponen, y uno sería dado a suponer que el término para llamarlos en cada lengua debería ser inequívoco y equivalente en todas ellas». Es un ejemplo harto conocido, pero infalible, así que el alumno que sabía alemán caía al instante en la cuenta de que el sol y la luna alemanes no podían ser exacta y cabalmente los mismos que el sol y la luna españoles, italianos o franceses, porque así como en las lenguas romances o neolatinas el sol es un sustantivo masculino y la luna lo es femenino, en alemán (y posiblemente en otras lenguas germánicas) sucede justamente al revés, siendo el sol femenino (die Sonne) y la luna masculino (der Mond).

¿Y cómo pueden ser los mismos el sol y la luna si para toda una tradición el primero posee una connotación masculina y el segundo una femenina “y así se los ha venido representando pictórica y literaria y fabulosamente “, y en toda otra tradición poseen la connotación inversa? «Sigan pensando», les insistía yo a mis alumnos, «en algo aún más universal que eso, algo a lo que nadie puede escapar y de lo que todos tenemos conciencia». Y en seguida aparecía la muerte, de la que nadie se ha librado y que a todos aguarda pacientemente. Es otro ejemplo bien conocido, pero en él se hace patente el problema: ¿cómo eso, que es igual para todos “«la gran niveladora», la llamó algún clásico “, puede ser sin embargo lo mismo si en nuestras lenguas latinas el vocablo es femenino y estamos acostumbrados por ello a representárnosla como mujer, o más concretamente como anciana esquelética que porta una guadaña, y en cambio en el idioma alemán es masculino (der Tod) y sus hablantes están habituados, en consecuencia, a figurárselo como a un varón o como a un caballero con armadura y lanza y espada? Nos encontramos, así pues, con la paradoja de que todo puede traducirse, o eso creemos, y de que la traducción es imposible, si nos ponemos muy estrictos o muy teóricos, ambas cosas vienen a ser lo mismo.

De todas estas cuestiones y de muchas otras nos habría hablado con mayor acierto y claridad el académico cuyo sillón R tengo el honor de heredar en esta casa, de la que además fue brillante director durante muchos años, y cuya renovación inició con no poca osadía, gran empeño, extremada habilidad y mayor éxito.

Don Fernando Lázaro Carreter fue sin duda uno de los más perspicaces y notables lingüistas de los muchos que ha albergado y en número creciente sigue albergando esta institución, y su labor al frente de ella no sólo no se ha olvidado en los años transcurridos desde su muerte, sino que cuantos hoy la constituyen saben de sobra que los actuales prestigio y pujanza de la Real Academia Española habrían sido imposibles sin su concurso, su brío, su imaginación y su visión de futuro. Fernando Lázaro Carreter le quitó algunas telarañas, la modernizó, la dotó de medios y logró que el conjunto de la sociedad la volviera a tener en cuenta, y, al lavarle la cara y poner todos sus órganos a pleno rendimiento, consiguió algo que parecía improbable durante algún tiempo: que la Real Academia dejara de ser percibida por el grueso de la población, tanto en España como en la América hispana, como algo levemente rancio, más bien sesteante, casi ornamental y vagamente inoperante, que incorporaba al Diccionario, con gran lentitud, con excesivo tiento, con un retraso que casi provocaba hilaridad, palabras ya del todo consagradas por el uso y por el tiempo.

Lázaro Carreter propició que se perdiera el miedo a admitir nuevas expresiones y vocablos, y durante los años de su dirección puede asegurarse que la Real Academia Española anduvo por fin al mismo paso que la sociedad, sin por lo demás incurrir en el defecto contrario, esto es, en un cierto actual apresuramiento, que quizá lleva a aceptar voces cuando aún no están cuajadas, cuando aún no se sabe si serán producto de una moda y efímeras, si serán arrumbadas por los hablantes al cabo de un solo decenio; si merecerán, por tanto, ser incorporadas a la lengua de manera permanente o registradas tan sólo como curiosidades provisionales.

Durante su fructífera etapa al frente de esta casa se alcanzó un ideal término justo: el Diccionario dejó de ser una fortaleza temerosa de permitir la entrada a las palabras y acepciones que llamaban insistentemente a sus puertas, pero tampoco se convirtió en un parque de atracciones abierto a todo advenedizo, todo intruso o todo ignorante que llegara dando voces. Los méritos de don Fernando Lázaro Carreter no se limitaron, claro está, a sus actividades real-académicas. No es este el momento para hacer un recorrido por toda su gran obra crítica y filológica, pero tampoco sería sensato ni caballeroso omitir aquí la mención de sus penetrantes e iluminadoras aproximaciones a Góngora, a Quevedo y a Lope de Vega; al teatro medieval y al Lazarillo de Tormes; a Azaña, a García Lorca, a Unamuno y a Valle-Inclán; a Menéndez Pelayo o a Ignacio de Luzán; o no recordar su extraordinaria labor didáctica, a través de la cual no sólo enseñó a sus sin duda afortunados alumnos de las Universidades de Salamanca, Autónoma y Complutense de Madrid, sino a varias generaciones de españoles, que en sus libros, gramáticas y manuales clarísimos y siempre amenos aprendimos lengua, literatura y cómo se comenta un texto.

No llegué a conocerlo en persona, así que ignoro si él tenía en poco o en más su producción periodística, pero, fuera como fuese, no debe nunca olvidarse que fue en ella donde consiguió su mayor proeza pública, tal vez sin querer, o para su sorpresa: con los artículos más tarde reunidos bajo los títulos de El dardo en la palabra y El nuevo dardo en la palabra logró lo inverosímil: que los perezosos, a menudo descuidados españoles se interesaran por cuestiones lingüísticas, por el buen uso de la palabra oral y escrita, por la mejora de su habla, y que además se rieran y divirtieran con asuntos en principio tan áridos y desdeñados. Cuatro años después de su muerte, escritores y lectores seguimos echando de menos sus irónicos, a veces mordaces comentarios contra la pedantería cazurra de los medios de comunicación y su incorrección disparatada.

Ambas cosas, por desdicha, no han hecho sino ir en aumento desde entonces, y me temo que sean una marea ya imparable que acabará por convertir el español en un magma en el que chapotearán y se ahogarán los hablantes, condenados a no dominar más la lengua, sino a ser zarandeados por ella.

En ocasiones me pregunto qué habría dicho don Fernando Lázaro Carreter, que tuvo el valor de oponer un dique a esa marea, acerca de tantas expresiones y confusiones que, a fuerza de repetición, se van ya quedando. Por ejemplo: tanto es el pavor a la muerte de nuestra sociedad actual, y tanto procura ésta negar su existencia, que no son pocos los médicos y periodistas que, para evitar referirse a las heridas «mortales» y rehuir el adjetivo, recurren a la ridiculez de decir que alguien ha sufrido lesiones «incompatibles con la vida». O qué habría opinado de las variantes hoy creadas a partir de la expresión «no llegarle a uno la camisa al cuerpo».

Ya es normal que, en el idiolecto de las televisiones, donde no nos llegue la camisa sea «al cuello», pero la última aportación que he oído, y no una ni dos veces, ha sido la siguiente frase: «Es que no le llegaba la sangre al cuello», lo cual, dicho sea de paso, debe de ser a todas luces «incompatible con la vida», y todos aquellos a los que les pase tendrían que estar en propiedad bien muertos. * Muchos son los muertos que a lo largo de la historia han intentado relatar hechos, contar su vida o aquellos episodios de los que habían sido testigos, o, como el gran Bernal Díaz del Castillo entre nosotros, escribir crónicas fidedignas de las empresas en que habían participado, con el afán de desmentir a quienes hablaban de oídas, o a quienes falseaban o eran parciales, o con el de dejar mera constancia de algo ocurrido que ellos consideraban importante, y así preservarlo de la tergiversación y el olvido.

Muchos son los vivos que intentan hacerlo hoy todavía, y todos ellos, muertos y vivos, se han encontrado y se encuentran con una dificultad insalvable: la sola transposición a palabras de unos acontecimientos está traicionando por fuerza esos acontecimientos. Lo que uno ve y vive es por definición fragmentario y sesgado, y la simple ordenación de los vocablos y frases que uno emplea en la relación de algo es ya una infidelidad a ese algo. La narración no admite la simul- taneidad, por mucho que algunos autores hayan buscado o inventado técnicas, a buen seguro ingeniosas, que produzcan o creen ese efecto. Asistimos a los sucesos desde nuestra subjetividad irremediable y desde un solo punto de vista, y hasta cierto punto lo vemos todo como si, ante una escultura, sólo fuéramos capaces de contemplar su parte frontal, o bien la posterior, o uno u otro de sus perfiles, pero estuviéramos incapacitados para dar la vuelta en torno a ella y admirarla desde todos los ángulos, como fue concebida y ejecutada.

Vemos la realidad como si, en vez de tener volumen, dimensiones y relieve, fuera siempre una pintura plana, y así estamos obligados a contarla. Tal cosa como un testimonio fidedigno resulta del todo imposible, y no sólo por nuestra posición subjetiva y limitada, que de todo nos da un conocimiento incompleto, sino por el instrumento “la lengua “ de que nos valemos. Una de las grandes y primeras dudas que asaltan a cualquier narrador “sea cronista, historiador o testigo; sea novelista incluso “ es por dónde comenzar, o qué contar antes y qué luego. Si uno ve un incidente en el andén del metro, lo más probable es que empiece por situarse a sí mismo y que diga: «Estaba yo esperando el metro cuando… », lo cual, ya de entrada, nada tiene que ver con el incidente en sí, y es más bien una especie de justificación de por qué el que relata vio lo que vio.

«… Cuando vi que un hombre se acercaba a otro y lo increpaba», podría continuar la narración. Pero ese narrador habrá ya introducido un verbo poco fiable, «vi», porque tal vez otro testigo haya visto a los hombres con anterioridad a la increpación y por tanto tenga más datos y sea más idóneo para contar lo que pasó, tal vez haya visto cómo uno llevaba un buen rato mirando al otro con odio y mascullando algo, y acaso un tercero haya observado cómo el luego increpado le había sustraído la cartera al increpador, y que ese era, por consiguiente, el muy probable motivo de la increpación.

También es posible que el primer narrador, antes de proseguir con su relación de hechos, opte por describir someramente a los dos individuos, o que pase a comentar el sobresalto que le causaron los gritos, o la inicial reacción de alarma de las demás personas que estaban en el andén, o que inserte una mención a los vigilantes del metro, que en aquel instante no estaban presentes, ocupados con otro incidente en otra zona de la estación. Puede que haya oído las palabras pronunciadas por el increpador, y que decida contarlas inmediatamente, o bien que prefiera reservárselas para más tarde. O que no distinguiera los vocablos y sólo esté facultado para tildar de increpación la actitud del supuesto increpador, sin certeza absoluta de que en efecto se tratara de eso, al no haber oído bien las palabras, y en realidad esté contando como algo seguro lo que es sólo una presunción.

Es por ello muy difícil que el narrador no recurra a fórmulas matizadoras o que exprese reservas: «Me pareció que…»; o bien «Hasta donde se me alcanza…»; o bien «En la medida en que puedo afirmarlo…», fórmulas que, en el fondo, no hacen sino reconocer lo que vengo apuntando, la imposibilidad de contar nada acaecido, real, de manera absolutamente segura, veraz, objetiva, completa y definitiva. Incluso de contar aquello que uno mismo ha llevado a cabo y que en principio no depende de nadie más. Es sumamente improbable, por no decir imposible, que quien por ejemplo confiesa la comisión de un asesinato se atenga exclusivamente a los hechos y diga tan sólo: «Me acerqué a Sebastián por la espalda, saqué la pistola y le pegué un tiro en la nuca».

Lo más seguro es que quien confiesa tal acto diga también por qué lo hizo, y por qué aquel día y no otro, y por qué en aquel lugar y no en otro, y por qué tenía una pistola, y qué le había hecho Sebastián o qué órdenes cumplía si se trataba de un desconocido del cual le habían revelado sólo el nombre y le habían enseñado una fotografía, es decir, si aquello era un encargo y su profesión es la de sicario. Incluso en las frases que acabo de enunciar, escuetas a más no poder, ya se está contando más de lo que las propias frases dicen, sin la voluntad del que las dice: «Me acerqué a Sebastián por la espalda» implica que el asesino tal vez lo estaba siguiendo (¿desde cuánto antes?) y que en todo caso no estaba muy cerca de él unos segundos antes de matarlo, porque se tuvo que acercar. «Saqué la pistola» implica que el asesino la llevaba en el bolsillo, o en una funda o en una bolsa, en ningún caso ya en la mano, puesto que la sacó.

«Le pegué un tiro en la nuca» implica que prefirió que Sebastián no le viera la cara, quizá para que no supiera quién lo mataba, o para que a él no lo asaltaran las dudas o le faltara el valor en el momento crucial, o acaso “más simple “ porque no quería correr el riesgo de fallar ni darle a su víctima la menor oportunidad de huir, agacharse o defenderse, ni siquiera de alzar inútilmente la mano e intentar cubrirse.

Esto es, cuando contamos, raro es el caso en el que no contamos más “o menos “ de lo que queremos contar. Raro es el caso en el que no estamos dejando escapar demasiada información o demasiada poca. Las palabras, de tan gastadas, van cargadas de significación, y las frases casi nunca son las justas, son imperfectas, son inexactas, son escurridizas e indomeñables.

En cierto sentido es casi imposible obedecer a la orden o indicación de un interlocutor o de un juez que nos conmine: «Vaya al grano», tal vez porque en los hechos hay grano, pero no en la narración de los hechos. Y de ahí, sin duda, que en ocasiones, en los juicios de las películas “que es donde todos hemos visto más juicios “, el relato de un testigo o del propio acusado sea tan insuficiente, tan vagaroso, tan obligadamente aproximativo, que el fiscal, el defensor o el juez les soliciten que «reproduzcan los hechos», que den allí mismo, en la sala, los pasos que dieron y apuñalen como apuñalaron, por ejemplo, o que «representen» o «recreen» cómo tal hombre golpeó a tal mujer con el remo, cuando ambos estaban en una barca en medio de un lago y creían que no los veía nadie. Exactamente como si las palabras no valieran o no bastaran.

Como si la única manera enteramente fidedigna de relatar un hecho fuera renunciar a relatarlo, y limitarse a repetirlo, a reproducirlo, a recrearlo o a representarlo. Sólo así puede uno «ceñirse». Y cabría añadir que, si de veras se fuera al grano, nunca habría literatura. La somera confesión que antes puse como ejemplo, y que en el fondo no era tan somera o no se atenía estrictamente a los hechos, debería reducirse a esto, para ir al grano: «A Sebastián le pegué un tiro», y en esa frase no hay apenas relato y desde luego hay aún menos literatura.

Me viene aquí a la memoria un caso de la vida real. Hace ya muchos años un amigo fue acusado en un juicio de faltas por un disparatado incidente con un travestido del Paseo de la Castellana, y ese amigo llevó a otro amigo, al que yo conocía, como testigo de su defensa. Este segundo amigo, al que llamaremos Vián, intentaba contar su versión a requerimiento del juez y ceñirse a lo ocurrido lo más posible, pero no podía o no sabía hacerlo, como por lo demás le sucede a la mayoría de la gente, se trate o no de escritores.

La intervención ante el juez de aquel Vián me fue relatada, y como yo estaba familiarizado con su «estilo » y su forma de hablar y de ser confuso y de dar rodeos, y por tanto me resultaba fácil imaginármelo en la situación judicial e imitarlo, hacía esto último a menudo, siempre a petición de mi maestro Juan Benet, al que mucho divertía aquella escena semiinventada, ya que ni él ni yo la habíamos presenciado. «Anda, haz Vián ante el juez un rato», me decía Benet en una cena, como si fuera una pieza fija en el repertorio de un actor.

Es decir, no me pedía un relato ya sabido, como piden los niños a los mayores, sino una escenificación, por otra parte de algo a lo que yo no había asistido y que en consecuencia admitía variaciones, innovaciones y fabulaciones. Lo cierto es que a la invitación del juez a que relatara los hechos, Vián respondía (era un poco amanerado): «Biennn, cómo contestarle, pues verá, señoría, había salido yo a dar un paseo, así, al atardecer, totalmente solo, a mis anchas, como por la Castellana, o sea como a refrescarme sin más, es decir, sin intenciones, ¿verdad?, tranquilo, mis cosas, tal.

Ya sabe, como que al terminar la jornada lo que más le apetece a uno es desentumecerse un poco, mmm, zancada larga, paso firme, tal. Bueno, hablo por mí, no sé si a su señoría… Entonces: árboles, olor a tierra, brisa en la cara, respirar hondo, estirar las piernas, el ánimo como despejado…

Porque yo trabajo en la radio, o sea, no de locutor exactamente, me falta voz para eso, no es profunda, no es sedosa, pero he tenido que ponerla en algunos programas, nadie se ha quejado… Pero vamos, más bien los preparo, mmm, como muchas horas metido en el estudio. Así que salí al atardecer: casi verano, tarde que empieza a refrescar, la Castellana típica, coches, tal, gentío, como travestis en las aceras, a punto de estallar, muy arregladas, ya sabe su señoría que por allí hacen la calle, bien.

Nada en contra, ¿eh?, como que paso sin mirarlas apenas, lo mismo que si fueran mi madre con su bolso y unas amigas, ya sabe: bolso, amigas, merienda, tal». Lo llamativo del asunto era que el juez, en lugar de llamar al orden a Vián e instarlo a ir al grano y a centrarse en los sucesos que atañían a la causa, lo miraba entre estupefacto y fascinado, el codo sobre la mesa y la mejilla apoyada en el puño, en verdad embebido por la retahíla de superfluidades y prolegómenos que Vián iba empalmando. Los acusadores “toda una familia, por cierto “ y sus representantes empezaron a ponerse nerviosos, porque la cosa se alargaba y con aquel testimonio parecía imposible que se fuera a sacar nada en limpio.

Y mientras el juez escuchaba embelesado, en verdad encantado, Vián proseguía: «Y entonces, o sea, como que de pronto lo veo venir a él, es decir, mi amigo, es decir, el acusado. Injustamente acusado, señoría, porque él se acerca a mí, no a los travestis, vamos, para nada, porque ni a él ni a mí, mmm, como que no nos va eso, cero bajo cero. Insisto, nada en contra, tal, pero como que es el travesti, o sea ella, el que se dirige a él, no a mí sino a él. Cigarrillo en los labios superlargo, falda estrecha, mucho tacón y… le pide fuego. Pero claramente con segundas, o sea, no en plan; “¿Tienes fuego?”, sino más bien como “¿Tú tienes fuego?”.

Su señoría se dará cuenta de la diferencia… Etc.». Salvando las distancias, hay narradores que no pueden contar nada porque sólo saben contar como aquel conocido mío, Vián, en el mencionado juicio de faltas. Es decir, no saben cómo ni dónde empezar, ni cómo continuar, ni todavía menos cómo terminar. De hecho podrían no terminar nunca, o, lo que es más grave, jamás comenzar.

No es simplemente que se vayan por las ramas, según la expresión popular, sino que al relatar un suceso, en su afán por «reproducirlo» con palabras, se ven obligados a no prescindir de los infinitos elementos que precedieron o rodearon a tal suceso. Deben indicar la hora, la época del año, la temperatura, el escenario, las costumbres, el estado de ánimo, la profesión del que narra y las de los involucrados, la perspectiva, lo que vieron y oyeron a cada instante.

En cierto sentido, han de remontarse a los orígenes del mundo antes de relatar cualquier episodio, cualquier incidente, cualquier anécdota, cualquier minucia. Y no arrancan. Hasta cierto punto, sólo que en una novela, y de manera muy deliberada, es lo que ocurre en el clásico del siglo XVIII, muy influido por Cervantes, La vida y las opiniones del Caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne. A diferencia de otros personajes literarios que han iniciado el relato de sus vidas desde su nacimiento (es famoso el segundo párrafo del David Copperfield de Dickens: «Para empezar mi vida por el principio de mi vida, hago constar que nací (según se me ha informado y yo creo) un viernes, a las doce en punto de la noche»), Tristram Shandy lo inicia desde su engendramiento (también, obligadamente, según se le ha informado y él cree), y cuando lleva ya escritas unas doscientas cincuenta páginas, o tres volúmenes y medio (la novela se fue publicando por entregas en diferentes años), y se da cuenta de que todavía no ha pasado de su primer día de verdadera vida, es decir, del día en que dado a luz o arrojado al mundo, se interrumpe para hacer la siguiente reflexión (y vale la pena citar por extenso): «Este mes tengo un año más de los que tenía hace exactamente doce meses; y yendo ya, como ven ustedes, casi por la mitad del cuarto volumen, y no habiendo pasado, sin embargo, del primer día de mi vida, resulta bien patente que ahora tengo trescientos sesenta y cuatro días más de vida que contar que cuando empecé a escribir mi obra; de tal modo que, en lugar de haber ido avanzando en mi tarea a medida que la iba haciendo, como un escritor normal y corriente, lo que he hecho, por el contrario, ha sido retroceder: exactamente (suponiendo que todos los días de mi vida hayan sido tan ajetreados como este “¿y por qué no suponerlo? “, y que los sucesos y opiniones de cada uno de ellos hubieren de ocupar tanto espacio como los de este “¿y por qué razón habría de abreviarlos? “) el equivalente a trescientas sesenta y cuatro veces tres volúmenes y medio.

Y como, por otra parte, a este paso viviré trescientas sesenta y cuatro veces más aprisa de lo que escribo, de todo ello se desprende, con el permiso de sus señorías, que cuanto más escriba más tendré que escribir, y consecuentemente, que cuanto más lean sus señorías más tendrán sus señorías que leer. ¿Y no será esto perjudicial para la vista de sus señorías?». Y un poco más adelante Sterne, o Tristram Shandy, ahonda en la paradoja y añade: «En cuanto a la sugerencia de escribir doce volúmenes al año (o, lo que es igual, un volumen al mes), no altera en nada la perspectiva: escriba como escriba, y por mucho que me empeñe en ir directa y apresuradamente al meollo de las cosas, como aconseja Horacio, nunca lograré alcanzarme; ya puedo fustigarme y espolearme sin compasión que, como mínimo, siempre le seguiré llevando, cuando menos, un día de ventaja a mi pluma; y la narración de un día ocupa dos volúmenes; y la redacción de dos volúmenes me lleva un año.

¡Que los cielos hagan prosperar a los fabricantes de papel durante este propicio reinado que se abre ahora ante nosotros!». Así, Tristram Shandy, según avanza en su tarea, se agrega una tarea ingente. Cuanto más relata, más se le acumula para relatar, y cuanta más vida tiene, más se le multiplica la vida que necesita para contarla. Bien, siendo extremo y deliberado el caso de este peculiar narrador, se podría decir que a cualquier crónica, a cualquier historia, a cualesquiera anales, incluso a cualquier autobiografía o libro de memorias, les ocurrirá lo mismo: por así decir, están destinados a quedar cojos, incompletos, a fracasar, a ser parciales, a ser incapaces de contar todo lo vivido o sucedido, y no sólo por la imposibilidad de «ponerse al día», sino también por la de averiguar la totalidad. Aquello que mejor conocemos (nuestra propia vida, nuestros propios actos, el hecho en el que participamos) lo conocemos sólo fragmentariamente y como envuelto en niebla. Si cualquiera de nosotros acometiera la tarea de relatar nuestra historia, dependeríamos en buena medida, como David Copperfield, de informaciones ajenas y de nuestra decisión de darles crédito, pero además nos encontraríamos en seguida con enormes zonas de sombra, no sólo por nuestra falta de memoria, sino porque muchas de nuestras resoluciones, acciones y omisiones no estuvieron condicionadas por nuestra voluntad exclusivamente, ni al entero alcance de nuestro conocimiento.

A menudo actuamos ignorando esto o aquello, que alguien nos engañó o nos hizo creer algo falso, que se nos ocultaron datos, que se nos guardaron secretos, que una mano ajena nos impulsó, o nos persuadió sin que nos diéramos cuenta, o nos disuadió sibilinamente. O, aún más simple, en muchas de nuestras decisiones y acciones intervienen otros, y sobre los otros nunca lo sabemos todo, en modo alguno. Y a veces obramos por impulso y contra nuestros intereses, sin saber explicárnoslo. Cualquiera que se dedique a contar algo cierto, algo pretendidamente verídico, algo ocurrido o acaecido, sea un cronista, un historiador, un memorialista, un biógrafo, será siempre susceptible de ser corregido, enmendado, aumentado o desmentido.

Sin duda persigue una maldición a los historiadores, quienes a veces creen poder establecer y contar lo que popular o periodísticamente se llama «la versión definitiva» de una guerra, un periodo, una conspiración, un motín o un episodio. Porque siempre están expuestos a que aparezcan nuevas informaciones, nuevos documentos, testimonios enterrados. Siempre están expuestos a que a sus versiones se les pueda añadir o rectificar algo. Es más, lo están a que se las eche por tierra de cabo a rabo.

Y otro tanto, claro está, les sucede a los biógrafos: un día sale a la luz una carta desconocida del personaje biografiado, y basta con eso, si hay mala suerte y es importante la carta, no sólo para que «la biografía definitiva» ya no pueda serlo, sino para desbaratar acaso sus principales interpretaciones y teorías. Ni siquiera están libres de eso los eruditos, de los cuales hay aquí una buena representación: por poner un ejemplo improbable pero no imposible, si de aquí a unos años se descubriera un paquete de cartas escritas por Miguel de Cervantes entre 1605 y 1616, esto es, entre el año de publicación de la Primera Parte del Quijote y el de la muerte de su autor, el profesor Francisco Rico o don Martín de Riquer, ambos ilustres miembros de esta institución, con todos sus desvelos y su sabiduría acerca de esa obra y de la fijación de su texto, tal vez verían echadas por tierra algunas de sus actuales conjeturas y afirmaciones, y su trabajo repentinamente anticuado, o, como se dice hoy, «superado » por quienes vinieran detrás de ellos y conocieran esas hipotéticas epístolas cervantinas. Así, todo relato o reconstrucción de algo «real», o, si se prefiere, toda transcripción de hechos, datos y acontecimientos está condenada a ser provisional y, lo que es más grave o desesperante, a ser «infiel».

Por mucho que el historiador, el cronista, el memorialista, el biógrafo, el autobiógrafo o incluso el erudito se empeñen en ser «fieles» a carta cabal, su capacidad para serlo es limitada, su visión es subjetiva, su conocimiento es parcial, sus aseveraciones son transitorias, y además, al recurrir a la palabra, están echando mano, como vimos antes, de un instrumento impreciso, metafórico, siempre inexacto, obligadamente figurado, meramente sustitutivo y hasta cierto punto inservible para la tarea.

He dicho «sustitutivo» y lo he dicho a conciencia, porque por lo general olvidamos o perdemos de vista que esa es la esencia del lenguaje, que todo vocablo no deja de ser un remedo. Pero basta con encontrarse en un país cuyo idioma se desconoce absolutamente para que todos recordemos esa esencia y recuperemos esa función. Cuando queremos hacernos entender allí donde nuestra lengua no se comprende, no nos queda más remedio que regresar a los orígenes y tocar un árbol, por ejemplo, a la vez que decimos la palabra «árbol», o que señalar a varias mujeres y pronunciar cada vez la palabra «mujer».

Para lo que nos sirve en el fondo cada vocablo es para referirnos a las cosas sin necesidad de tener las cosas delante, lo cual equivale a admitir que el lenguaje es ya en sí mismo una traducción: la palabra «árbol» es, para un hispanohablante, la primera traducción de la cosa árbol, como lo es la palabra «mujer» de las diferentes personas de sexo femenino, o la palabra «pena» de un vago estado de ánimo que sin embargo, de manera misteriosa “muy misteriosa en realidad”, todos acabamos por compartir y reconocer. «Lo que siento es pena», decimos, «o más bien lástima», y lo asombroso es que todos entiendan a qué hacen referencia esos dos vocablos, cuando se trata de dos sentimientos nada fáciles de definir ni tan siquiera de explicar, de algo bastante matizado y sutil (no son sinónimos, y tampoco son lo mismo que la tristeza o el pesar, por ejemplo).

De algo, para mayor pasmo, que casi nos parece imposible que pueda existir sin su término correspondiente, es decir, sin su traducción, tan acostumbrados estamos a ella. Pero no debemos llamarnos a engaño: en contra de lo que nos puede llegar a parecer, los sentimientos hubieron de ser anteriores a esas palabras, a la palabra «lástima» y a la palabra «pena», y nunca al revés. La lengua traduce la realidad o lo existente “lo está traduciendo al denominarlo “, y muy rara vez, si es que alguna (y aquí hay lingüistas que lo sabrán dilucidar), la realidad «llena», por así decir, un vocablo preexistente y sin contenido, o que no sea la sustitución de algo. Y no está de más recordar lo que dijo Ortega y Gasset en el ensayo antes mencionado: «El hombre, cuando se pone a hablar, lo hace porque cree que va a poder decir lo que piensa. Pues bien, esto es ilusorio.

El lenguaje no da para tanto. Dice, poco más o menos, una parte de lo que pensamos y pone una valla infranqueable a la transfusión del resto». Y añadió un poco más adelante: «Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y escuchamos tan de buena fe que acabamos por malentendernos mucho más que si mudos nos ocupásemos en adivinarnos. Más aún: como nuestro pensamiento está en gran medida adscrito a la lengua…, resulta que pensar es hablar consigo mismo y, consecuentemente, malentenderse a sí mismo y correr gran riesgo de hacerse un puro lío».

Vistas así las cosas, y vistas las dificultades de toda índole, no sería descabellado decir que contar cabalmente lo ocurrido “eso a lo que el hombre aspira desde hace siglos, y por lo que se esfuerza, y que de hecho cree lograr a veces “ es del todo imposible. Hace ya bastantes años, en otra ocasión solemne más allá del Atlántico, hablé de la desconfianza que con la edad se va adquiriendo hacia la ficción.

No es extraño oír decir a personas maduras o ancianas que cada vez les atrae menos leer novelas y cuentos y más les cuesta creérselos; que cada vez se les hace más arduo prescindir de su incredulidad y olvidarse del autor, y apasionarse con las vicisitudes de seres que jamás han existido y que además «no hacen falta». Recordé que el filósofo franco-rumano Cioran aseguraba no leer novelas por eso: habiendo sucedido tanto en el mundo, decía más o menos, cómo iba a interesarse por cosas que ni siquiera habían acontecido; prefería, por tanto, las memorias, los diarios, las autobiografías y las biografías, la correspondencia, las crónicas y los libros de Historia.

Precisamente todo eso que acaso no pueda contarse, según he venido apuntando. Lo cierto es que hay algo o mucho de comprensible en el rechazo de Cioran. Si bien se mira, ¿qué sentido tiene leer lo imaginado, lo solamente inventado, lo inexistente, lo ficticio, las figuraciones, lo que no ha tenido lugar, lo que no debe quedar registrado? «Amplios son los tesoros del olvido», escribió Sir Thomas Browne en el siglo XVII, «e innumerables los montones de cosas en un estado próximo a la nulidad; más hechos hay sepultados en el silencio que registrados, y los más copiosos volúmenes son epítomes de lo que ha sucedido. La crónica del tiempo empezó con la noche, y la oscuridad todavía la sirve; algunos hechos nunca salen a la luz; muchos han sido declarados; muchos más fueron devorados por la oscuridad y las cavernas del olvido. Cuánto ha quedado en vacuo, y nunca será revelado…».

O, lo que es lo mismo, son tantas y tantas las personas de cuyo paso por el mundo no queda rastro ni la menor noticia que ¿qué sentido tiene conocer, recordar y conservar, en cambio, historias no acontecidas y personajes que jamás han pisado la tierra? ¿Qué sentido tiene que hasta quienes jamás se han molestado en leer a Cervantes ni a Conan Doyle sepan sin embargo de sus criaturas, Don Quijote y Sherlock Holmes, y hasta sean capaces de reconocerlas inmediatamente si ven una estatua o una ilustración de ellas, a la vez que desconocen no ya lo que le sucede a un vecino o a un hermano, sino lo que ocurrió en su propio país antes de su nacimiento, como suele ser la costumbre hoy en día, cuando la Historia no parece importarle a casi nadie, empezando por las desastrosas autoridades educativas de nuestros países occidentales?

¿Por qué estamos familiarizados con seres que no han existido, en mucha mayor medida que con los que sí cruzaron el mundo y pudieron dejar su huella? O, mejor dicho, ¿cómo es que, entre estos últimos, casi sólo lo estamos con aquellos que, además de su existencia real y documentada, han gozado de otra, literaria e imaginativa?

Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, existió, pero su imagen y sus hazañas nos serían turbias, abstractas, descoloridas y frías de no haber sido él retratado en un Cantar de hace más de ochocientos años y en incontables romances, dramas, novelas y hasta películas posteriores. Lo mismo puede decirse de tantos Reyes de Inglaterra, de los que no sabríamos nada, y que sobre todo no nos importarían nada, de no haberlos visto actuar y hablar “ficticia, imaginariamente “ en las tragedias de Shakespeare; y es más: lo ignoramos casi todo de aquellos infortunados de los que el Bardo no se ocupó, como si no ser materia de la literatura fuera la mayor maldición. Quizá eso sea lo más llamativo: que las figuras históricas parezcan borrarse y desaparecer para la gente en general “no para los historiadores, claro está, pero, ¿cuántos son? “ a menos que un literato, o también hoy un cineasta, se molesten en darles voz y rostro, se molesten en imaginarlos y ficcionalizarlos.

Pero al mismo tiempo, cada vez que eso ocurre, la representación artística de esos sujetos históricos se superpondrá a los datos reales que sobre ellos se tengan, hasta el punto de suplantarlos y asimismo borrarlos. Grosso modo, por tanto, nos encontramos con la siguiente paradoja: para que un personaje histórico y real permanezca en la memoria de las gentes, le es necesario revestirse de una dimensión imaginaria, o de ficción, que es lo que, por otra parte, va a acabar por falsearlo, difuminarlo y finalmente borrarlo en tanto que verdadero personaje histórico.

Es como si el último y más eficaz reducto de la memoria fuera lo que la niega, la ficción, obligada a tergiversar los hechos y a distorsionar esa memoria a la vez que la preserva. Sabríamos mucho menos de Lope de Aguirre “o, más bien, la gente sabría de él mucho menos “ si acerca de sus aventuras y crímenes contáramos sólo con la Jornada de Omagua y Dorado de Francisco Vázquez y otras crónicas más o menos contemporáneas como las de Pedro de Munguía, Pedrarias de Almesto, Gonzalo de Zúñiga, Toribio de Ortigueira, Custodio Hernández y demás, y no dispusiéramos de la magnífica narración más o menos novelada La expedición de Orsúa y los crímenes de Aguirre, publicada en 1821 por el amigo de Coleridge y Poeta Laureado Robert Southey, y de la excelente novela de Ramón José Sender La aventura equinoccial de Lope de Aguirre (amén de otras diez o doce, sin olvidar Las inquietudes de Shanti Andía, de Baroja), y de una película alemana, aunque fuera un poco plúmbea, Aguirre o la cólera de Dios, de Werner Herzog.

Y así con innumerables ejemplos, entre ellos uno bien reciente: hace tan sólo unos meses el colega de esta Real Academia don Arturo Pérez-Reverte (quien, junto con el muy sabio don Gregorio Salvador y el difunto y siempre deslumbrante don Claudio Guillén, tuvo la gentileza y la buena fe de presentar mi candidatura al sillón que ocuparé en el futuro) publicó una vibrante novela sobre los acontecimientos del 2 de mayo de 1808 en Madrid, Un día de cólera. Estoy convencido de que gracias a sus retratos “que ni siquiera son el meollo de la obra “, sumados a los de Pérez Galdós en su «episodio nacional»

El 19 de marzo y el 2 de mayo, tendremos una imagen mucho más nítida y recordable de los militares Daoiz y Velarde y de cuantos paisanos intervinieron en aquel levantamiento de hace dos siglos justos. ¿Qué extraña fuerza tiene la literatura, o la ficción, o la representación en general? En una novela reciente mía, yo he ficcionalizado a mi propio padre, don Julián Marías, que también fue miembro de esta ilustre casa durante más de cuarenta años, bajo el nombre de Juan Deza.

El recuerdo de mi padre está aún fresco en la memoria de cuantos lo tratamos, incluidos ustedes en su mayoría. Pero alguno de mis hermanos ya prevé, o no sé si teme, que tal vez, de aquí a unos años (y en el muy optimista supuesto de que esa novela mía se siga leyendo), para quienes no lo han conocido lo que más quede de él no sea él, sino su trasunto literario, con el que, de suceder así, ya no sé si le habría hecho un favor o causado un perjuicio.

Lo mismo que al eminente hispanista Sir Peter Russell de la Universidad de Oxford, convertido en esa novela, bien que con alteraciones fundamentales respecto al que fue, en el personaje Sir Peter Wheeler. O que al académico que a continuación va a tener la bondad y la paciencia de darme la bienvenida “bueno, eso espero; con él nunca se sabe “, el profesor Francisco Rico, que también aparece en ella como el propio don Francisco Rico, académico (en un papel episódico, dicho sea de paso), pero en compañía de personajes y en una situación enteramente ficticios.

Bien, es seguro que nada de esto sucederá por culpa de esa novela mía que no perdurará, pero en cambio sí lo es, pues ya han transcurrido ochocientos años, que Asur Gonçález, figura secundaria del Cantar de Mio Cid que existió en la realidad, hermano de los Infantes de Carrión y que en el poema entra en combate con uno de los leales caballeros del Cid, Muño Gustioz, quedará para siempre fijado en un detalle menor que sin embargo “por literario y por realista, en todo caso por memorable “ será el que lo caracterizará hasta el fin de los tiempos: «Asur Gonçález entrava por el palacio, / manto armiño e un brial rastrando, / vermejo viene, ca era almorzado…», dicen esos versos del Cantar.

Y por culpa de ellos, de la literatura, o si se prefiere de la ficcionalización, lo que se lleva recordando ocho siglos de ese hombre “y quién sabe cuántos más le restan “ es casi cómico, una especie de condenación: no su fortaleza ni sus acciones ni su valor, del que al parecer no carecía según el propio Cantar; ni siquiera su lid contra Muño Gustioz, de la que salió derrotado. Sino que llegó bermejo, congestionado al palacio, porque acababa de darse un atracón. Son muchas las razones que se han barajado para explicar tanto la fuerza como la necesidad de la ficción. Suele hablarse “yo mismo lo he hecho en otras ocasiones “ de la parvedad de nuestras existencias reales, de la insuficiencia de limitarse a una sola vida y de cómo la literatura nos permite asomarnos a otras o incluso vivirlas vicariamente, o atisbar las nuestras posibles que descartamos o que quedaron fuera de nuestro alcance o no nos atrevimos a emprender.

Como si precisáramos conocer lo improbable además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, además de lo que fue o lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos. Todo ello nos es dado con una intensidad casi hechizante que todos los lectores hemos experimentado en algún momento.

A veces las páginas de un libro nos han sumido en una especie de trance y nos han parecido mucho más importantes y vívidas que nuestra realidad, y hemos dejado de comer o de dormir por causa de esas ficciones, como si, mientras las leíamos o nos aguardaban y nos llamaban, nada hubiera en el mundo más trascendental que ellas. A veces nos hemos instalado en su territorio hasta el punto de desear quedarnos a vivir allí, de renegar cuando se nos ha obligado a salir, o de sentir verdadera tristeza cuando sus personajes nos han dicho adiós. Sí, todo esto es cierto.

Pero si bien se mira es tan pueril, tan anómalo, tan alucinatorio que, a la luz de lo que he venido exponiendo, me voy a permitir apuntar una razón más, tanto para la fuerza como para la necesidad de la ficción, o de los hechos reales tratados como ficción y por ende transmutados o convertidos en tal: contaminados, secuestrados, conquistados por ella, o acaso sólo ganados para su causa.

Pese a esa puerilidad del novelista con la que inicié esta disertación; es más, pese a su ingenuidad radical y su exceso de credulidad; pese a lo absurdo de su labor, a sus trampantojos y sus ilusiones, sus entelequias y sus pompas de jabón, ese novelista que inventa es el único facultado para contar cabalmente, a diferencia de los ya mencionados cronistas, historiadores, biógrafos, autobiógrafos, memorialistas, diaristas, testigos y demás esforzados de la narración abocados a fracasar.

Necesitamos saber algo enteramente de vez en cuando, para fijarlo en la memoria sin peligro de rectificación. Necesitamos que algo pueda contarse a veces de cabo a rabo e irreversiblemente, sin limitaciones ni zonas de sombra o sólo con aquellas que el creador decida que formen parte de su historia. Sin posibles correcciones ni añadidos ni supresiones ni desmentidos ni enmiendas. Y lo cierto es que sólo podemos contar así, cabalmente y con sus incontrovertibles principio y fin, lo que nunca ha sucedido.

Lo que no ha tenido lugar ni ha existido, lo inventado e imaginado, lo que no depende de ninguna verdad exterior. Sólo a eso no puede agregársele ni restársele nada, sólo eso no es provisional ni parcial, sino completo y definitivo. Poco importa que a Don Quijote o a Sherlock Holmes les hayan surgido escritores aprovechados (a Cervantes le sucedió hasta en vida) que hayan intentado prolongar sus aventuras y redibujar sus personalidades.

Las invenciones “«las criaturas del aire», como las llamó Fernando Savater “ no aceptan eso, y nadie considerará que forman parte de sus historias, de las de Don Quijote y Holmes, Sancho Panza y el Doctor Watson, el bachiller Sansón Carrasco y el Profesor Moriarty, los numerosos remedos o continuaciones o secuelas o usurpaciones debidos a otros autores parasitarios.

Es probable que al acometer una novela se sepa tan poco como al emprender una crónica cuándo y cómo comenzar, cómo proseguir y cómo y cuándo acabar. Pero, una vez decidido, eso ya nadie lo puede mover ni cambiar. La historia de Don Quijote empezará para siempre donde empezó, con las invariables palabras «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…»; y terminará para siempre donde terminó, con el párrafo «… a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva… », y así hasta la palabra «Vale», es decir, «Adiós».

Y tal vez sea por eso, ahora que lo pienso, señoras y señores académicos, por lo que están ustedes dispuestos a admitir en el seno de su digna institución a algunos novelistas, y a hacer la generosa y disparatada merced de acogerme hoy a mí.

Quizá sea tan sólo “y no es poco, bien mirado “ porque, pese a todas las dificultades, las habidas y las por siempre haber, seguramente seamos los únicos que podemos contar sin atenernos a nada y sin objeciones ni cortapisas, o sin que nadie nunca nos enmiende la plana ni nos llame la atención y nos diga: «No, esto no fue así».

Muchas gracias.

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