Pancracio Celdrán Gomariz: «Recomiendo a los políticos españoles este libro para saber insultar con propiedad»

Pancracio Celdrán Gomariz: "Recomiendo a los políticos españoles este libro para saber insultar con propiedad"

Su último libro se lo recomienda especialmente a los políticos para que leyendo detenidamente lo que cada significa término, cada insulto, lo emplee con conocimiento, y «a quien sólo sea un chorizo (que los hay en ese mundo) no lo carguen también con la responsabilidad adicional de ser un cerdo».

En «El Gran libro de los insultos» que publica (La Esfera de los Libros) es, al fin y al cabo un repertorio de calificativos para todo tipo de conductas miserables, mezquinas y deshonrosas, y también para su contrario.

Sus más de mil páginas justifican el porqué del título: voluminoso tanto en tamaño y extensión como en profundidad del tratamiento a la materia que estudia.

Esa cantidad ingente de términos ¿Significa que la lengua española es rica en este tipo de palabras?

Digamos que el insulto, como de su etimología se desprende, es siempre un asalto, un ataque, un acometimiento. Es término derivado de la voz latina assalire: saltar contra alguien, asaltarlo para hacerle daño de palabra, con claro ánimo de ofenderlo y humillarlo mostrándole malquerencia y desestimación grandes, y haciéndole desaire.

Como podrá comprobar el lector de este libro, cada insulto va acompañado de un ejemplo de su uso, ejemplo extraído de una autoridad literaria importante, por lo que se ha recurrido a las obras principales de nuestra historia literaria desde el siglo X al XX.

¿Qué tipo de insulto predomina en nuestra lengua?

Digamos que la lengua castellana tiene tendencia marcada a ver en el interior del hombre, más que en su superficie, por lo cual una gran cantidad de insultos son de carácter moral y censuran la actuación humana más que los aspectos sociales, jurídicos y económicos del hombre.

Los insultos españoles distinguen entre la criatura pusilánime y medrosa, y el jaque de mancebía o chulo de putas por entender que hay diferencia entre ellos aunque en ambos casos se trate de predicados que devalúan a la persona de quien se dice.

¿Es la lengua castellana más rica en insultos que otras?

El insulto castellano es directo y rápido, audaz, como un tiro: en tiempos de Cervantes decíamos mamotreto a quien se convierte en un incordio, criatura que tira de uno, que lo exprime, es decir: al mamón, que es lo que mamotreto (del latín mamo tracto= colgado de la teta) en última instancia significa, y que hoy sirve de término expeditivo y rápido para describir al aprovechón que de todo ha de sacar partido.

¿Le parece a usted que la clase política española tiene un repertorio reducido a la hora de insultar?

Hay de todo en esa viña. Sugiero a los políticos españoles que se pertrechen de este instrumento que ahora ponemos en sus manos para que leyendo detenidamente lo que cada término significa lo emplee con conocimiento, y a quien sólo sea un chorizo –que los hay en ese mundo- no lo carguen también con la responsabilidad adicional de ser un cerdo.

Parece que el insulto es consustancial a la especie humana.

El hombre no suele emplear términos medios cuando se trata de enjuiciar las cosas que le atañen. Su corazón es extremado y pendular a cuyo servicio hay un arma principal: la palabra. Quien se pare a pensar entenderá pronto por qué el adjetivo es la parte de la oración gramatical que más nos compromete: dice lo que pensamos, queremos, creemos, esperamos, amamos, odiamos.

El adjetivo es producto de un examen personal cuya sentencia toma forma de insulto o de elogio. Decimos que fulano es bueno o malo; mengano, guapo o feo; zutano leal o traidor; perengano, listo o tonto; y la vida es una maravilla o una porquería. El adjetivo es la forma lingüística que poseemos para expresar la opinión que nos va mereciendo el día a día, la brega de la vida, que es tanto como decir: la lucha, la pequeña pelea diaria.

¿Qué encontrará el lector en su libro?

Encontrará calificativo para todo tipo de conducta miserable, mezquina y deshonrosa, y también para su contrario. Toda suerte de ladrones y maridos aparentemente engañados; chulos destemplados; soberbios montaraces; granujas disculpables; pobres hombres arrinconados por la vida que han hecho el ridículo a su pesar.

¿Sería posible un mundo sin insultos?

Creo que no. En las más de mil páginas de mi libro se pone de manifiesto algo que sospechábamos: nos regocijamos con el insulto dirigido a otro, y a menudo nos entristece el elogio que se le adjudica. Por eso hay que preguntarse: ¿Qué haríamos sin esta mesnada de palabras que se nos vienen a la boca ante la injusticia o la ruindad ajena…? Hasta el mismo Dios tras crear al hombre y colocarlo en el Paraíso puso de vuelta y media a la serpiente haciéndola destinataria del primer enojo divino de que hay memoria: ‘Maldita seas entre todos los animales y bestias de la tierra’.

Como expresión del descontento y de la contrariedad, el insulto es un instrumento al alcance de todos; nos permite alzarnos contra el estado de cosas en el que nos sentimos atrapados y actúa de tubo de escape.

La historia de las palabras es siempre interesante, a menudo apasionante y a veces divertida. ¿Podría citar algún caso curioso?

Entre los asuntos que recoge el libro se encuentra el de la erosión semántica: la evolución del significado principal del término. Las palabras, en su vida léxica sufren ciertos desgastes, e incluso evoluciones de tal envergadura que lo que nació como insulto termina siendo un elogio, y viceversa.

¿Cuál es su insulto favorito?

Si se refiere a qué insulto considero el más grave le diré que nada es tan despreciable como el traidor o persona que abandona la lealtad debida a su gente o no es fiel a los suyos tras haberles jurado fidelidad. El traidor además de mentiroso es falso y va alevosamente contra los intereses y persona de aquél a quien se debe; mal nacido que deja la causa de los suyos y se une al enemigo de antaño. Es uno de los insultos o agravios más fuertes, equivalente a desnaturalizado o felón.

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