Una docena de kilómetros separan Campo de Criptana de Alcázar de San Juan; doce kilómetros de tierra arcillosa abrasada por el sol. Casi sin darme cuenta, alcanzo el corazón de la ciudad, porque una población de casi 32 000 habitantes censados no puede merecer otro calificativo. Pero, siglos atrás, ya fue villa y poseyó escudo y fuero, privilegios y murallas. Azorín le llama «capital geográfica de la Mancha». ¿Por qué? ¿Porque, situada en la calzada romana que une Mérida con Zaragoza a través de Toledo, ya era un notable centro comercial en la época romana? ¿Acaso porque en tiempos de Carlos I dispuso de la más importante fábrica de pólvora del reino? ¿Por ser un destacado nudo ferroviario -como se decía en «mi» Geografía de primero de bachiller-, en que el tren se bifurcaba en dirección a Andalucía y a Levante?
Alcázar de San Juan es urbe de resonancia musulmana («Alkasar» o recinto fortificado) y cristiana («de San Juan», relativa a la Orden Militar de los Hospitalarios de San Juan, que la tenían bajo su protección y dominio, y se regía en los tiempos idos por el Fuero de Consuegra, la fuente de derecho ordinario de toda Castilla). Consuegra y Alcázar de San Juan tienen mucho en común, hasta el extremo de que esta ciudad se llamóAlcázar de Consuegra en algún momento histórico. ¿La razón? Los trueques entre los reyes y las órdenes militares. La Orden de los Hospitalarios de San Juan levanta aquí la edificación emblemática de la ciudad, un palacio del que se conserva el Torreón, también conocido como Torreón de don Juan José de Austria.
¡Don Juan José de Austria! Vuelvo mentalmente por unos instantes a Madrid. Me sitúo en el primer tercio del siglo XVII. Estamos en el Siglo de Oro, un «Siglo» excepcional en el que conviven escritores, pintores, escultores…, con sus nombres grabados en el Olimpo de los dioses, y una vida dura, muy dura, para la mayor parte de la sociedad, dureza derivada de la decadencia en caída libre por que discurre el imperio en que no se pone el Sol. Pero, al lado de las dificultades, del hambre, de las epidemias y de la muerte, la válvula de escape: la sociedad del momento gusta del teatro, disfruta con el teatro, y la capital cuenta con corrales de comedias, de los que el de la Cruz (solían ser explotados por instituciones religiosas) era de los más populares. Reina Felipe IV, un monarca que inicia su reinado con dieciséis años, un hombre amante de la pintura y del teatro, de la caza, de los toros… y de las mujeres, sin importarle su extracción social.
En el teatro de la Cruz, después de interpretar papeles secundarios, la protagonista de la nueva obra es María Inés Calderón, la Calderona, una joven muy bella y apreciada por sus dotes interpretativas. Y Felipe IV no quiere perder la función, se prenda de la actriz, casada y tal vez compartiendo horas con un noble, la invita a su palco y, entre síes y noes, meses después, la cómica alumbra una criatura identificada en la historia como don Juan José de Austria, que evoca la figura de su casi homónimo pariente que sentenció a los turcos un siglo antes en Lepanto. El rey está casado, pero estos son los usos, y hombres tan circunspectos como Carlos I y Felipe II tuvieron hijos fuera del santo matrimonio. A nuestro monarca, Felipe IV, los historiadores le adjudican treinta hijos bastardos y trece legítimos. Y he aquí que el rey aparta a Juan José de su madre, lo inscribe como «hijo de la tierra», de padres desconocidos, le proporciona educación principesca («… todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo…», prescribe Don Quijote -II, XVI-) y a los doce años lo reconoce legalmente como hijo, le nombra gran prior de la Orden de San Juan, con una importante renta, y le fija residencia en Consuegra, relativamente lejos de la corte, acaso para que su presencia no le recuerde sus flaquezas. ¡Treinta hijos bastardos, al menos, y solo reconoce a Juan José! ¿Por qué? ¿Por qué solo a él? No encuentro respuesta, tan solo suposiciones: el imperio se tambalea, vive horas bajas, muy bajas, y el rey, pecador pero hombre religioso y rígido a su manera, monarca absoluto que solo se siente obligado ante Dios, tal vez estimase que el Altísimo castiga sus pecados en la figura del imperio y decidiese reconocer a este hijo en la esperanza de calmar el enfado del Creador. Isabel de Borbón, la reina, la primera esposa de Felipe IV, tolerante, vive resignada la situación, pero se niega a tratar como hijo a Juan José como prescribe el padre.
Cuentan las crónicas que el joven Austria muestra inclinación por las armas y por la vida de acción, tal vez fruto de la herencia, tal vez de la educación que le fue otorgada. Sea como fuere, a los catorce años, el rey le nombra gobernador y capitán general de Flandes, donde fue recibido de uñas, como cabía suponer y esperar; y poco antes de cumplir los dieciocho, Príncipe de la Mar, lo que supuso poner la Armada bajo sus órdenes. Y Juan José de Austria despierta admiración y rechazo, mucha admiración y mucho rechazo, especialmente cuando con personalidad y buen juicio afronta y resuelve la sublevación originada en el reino de Nápoles; declina ser su virrey, pero acepta igual cargo para Sicilia, en cuyo entorno realiza también un papel meritorio. De allí, a Cataluña, que consigue pacificar con habilidad, y es nombrado también su virrey. Tal vez sea el momento de que me pregunte si Juan José actúa movido por la vocación o empujado por la ambición. Estima Don Quijote que «Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida: a los padres toca encaminarlos desde pequeños por los pasos de la virtud, de la buena crianza y de las buenas y cristianas costumbres..». (II, XVI).
La situación económica del país es calamitosa, como ya queda dicho, y ya se sabe que a perro flaco, todo son pulgas: la falta de medios materiales y humanos le hacen fracasar en los Países Bajos y en Portugal. Y sus enemigos maniobran atribuyendo a sus consejeros los éxitos en Nápoles y Cataluña y adjudicando a su persona los fracasos en los Países Bajos y en Portugal («… no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las que se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras..». estima Don Quijote -II, XXIV-). El rey ya no cuenta con él y pretende reorientar su vida hacia la carrera eclesiástica ofreciéndole el arzobispado de Toledo, pero lo rehúsa; la reina, ahora Mariana de Austria, lo rechaza por bastardo y por recordarle los malos pasos de su marido, y es confinado en Consuegra, en su castillo. Mariana pasa a ser regente de Carlos, el Hechizado, y entiende que Juan José es una amenaza, y trata de alejarlo de España a toda costa.
Mientras administra el priorato, la regente le nombra gobernador de Flandes, para alejarlo de la corte y en la confianza de que volviera a fracasar, lo que minaría su aceptación popular, pero Juan José, hábilmente, elude el encargo y conspira para deponerla, recluirla en un convento y suplirla él como regente: un golpe de Estado en toda regla, pero fracasa estrepitosamente por la marcha atrás del sector de la nobleza que le utiliza como ariete contra el confesor de la regente, su valido; aun así, Mariana, presionada, debe dejar caer al valido, el primer caso en nuestra historia, pero don Juan José…, don Juan José, aparte de su inmensa popularidad y admiración ciudadana, sigue siendo un bastardo, lo que pesa como una losa sobre él, es odiado a muerte por la regente e ignorado por la nobleza, que lo empujó al vacío.
Ya escribí que Juan José de Austria es hombre de acción; dice algún estudioso de su persona que, además, es ambicioso, astuto, resentido y oportunista, y la regente, que nada ignora, lo quiere lejos de la corte, y lo envía a Aragón en condición de virrey y capitán general, pero, resultándole insuficiente la distancia, vuelve a nombrarle gobernador de Flandes, destino que Juan José elude de nuevo. Mariana de Austria es mujer solitaria, severa, beata y testaruda, y se siente abrumada por las responsabilidades y por los acontecimientos y, por tercera vez nombra a su hijastro gobernador de Flandes. Contra todo pronóstico, en esta ocasión acepta, aunque con condiciones; cuando Juan José no puede alargar más la partida, echa mano de su supuesta enfermedad y elude de nuevo el compromiso, a la espera de la inminente declaración de mayoría de edad del rey, al cumplir los catorce años, según lo prescrito por Felipe IV en su testamento. Pero, Juan José de Austria, que había jugado sus cartas, por interposición de Mariana, no consigue ser jefe de gobierno, responsabilidad a que parecía destinado. La evolución y manipulación de los acontecimientos por unos y otros, no obstante, llevó al bastardo a la carga de primer ministro del hechizado Carlos II; en la práctica, el cargo le hacía dueño virtual de la institución monárquica.
Cuenta 46 años cuando toca la cima del poder que persigue desde toda la vida con astucia, y Carlos II, quince. Obsesionado, se venga de todos los personajes, fundamentalmente nobles y muy especialmente de la ex regente, que entorpecieron su ascenso al poder. «Secuestra» a Carlos II, hasta el extremo de que solo un reducidísimo grupo de leales a él podían acceder al rey, y el propio bastardo le peina a diario, mientras se entretiene al monarca con fiestas y diversiones; todo lo cual redunda en un menoscabo de la labor de gobierno; no obstante, con una formidable capacidad de trabajo, gobierna, y lo hace con honradez, pero la situación del país, de penuria en muchos órdenes, le imposibilita conseguir resultados brillantes a corto plazo como todos desean, especialmente el pueblo llano. Climatología adversa, un importante brote de peste, la pérdida de la guerra contra los franceses, la acción de sus enemigos, que no le perdonan ser hijo de una actriz, de una meretriz, dan al traste con su mesianismo.
Una inoportuna -tal vez, oportuna- enfermedad que le provoca la muerte a los cincuenta años ante la general indiferencia le exime de vivir la otra muerte, la política, buscada por sus numerosos enemigos y dada por descontada.
Destaco de su testamento -no murió rico al decir de las crónicas- que ruega al rey que elija una de sus joyas para que sea entregada a Mariana de Austria. ¿Es esta su venganza de la reina?
Don Juan José de Austria, un iluminado que se creía llamado a desempeñar las más altas responsabilidades del país, un ser humano a caballo entre la figura del último valido y el primero de los primeros ministros.
Y don Juan José de Austria está presente en Alcázar de San Juan a través de «su» torreón, la torre del homenaje del extinto castillo, donde vivió desterrado por la regente Mariana de Austria entre 1665 y 1670.
Al lado del torreón, una estatua dedicada a Cervantes, y unos metros más allá, la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, con estatus de colegiata y vestigios visigodos y árabes. Mas, tal vez te preguntes por lo que me trae a Alcázar de San Juan. Pues, total, casi nada: una partida de bautismo local conservada en esta iglesia deja constancia de que Miguel, un hijo de Blas Cervantes Saavedra, recibió aquí su primer sacramento; un Miguel que varios estudiosos identifican con el autor del «Quijote». De hecho, hasta hace poco, una casa de la ciudad era conocida como «casa de Cervantes», hoy sustituida por una moderna y con una placa que recuerda a la antigua. Y no falta quien crea a pie juntillas que el famoso «lugar de la Mancha» en que Cervantes sitúa el comienzo de su historia sería Alcázar, hasta el extremo de que el arraigo de la creencia es tal que la Segunda República le cambió el nombre tradicional por el de Alcázar de Cervantes.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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