¿Me sería permitido plantear el eslogan «Ciudad Real, tierra de arcabuceros»? De nada, es gratis. Porque, necesitados de completar su escolta, los Reyes Católicos eligieron a cien vecinos para tal cometido. ¿Cómo realizarían el proceso de selección? ¿Qué exigencias previas plantearían? ¿Les formarían tras la selección? ¿Cuál sería su soldada?
Mas, ¿y sus orígenes? Almagro era sede de la Orden de Calatrava -¡Ay, las órdenes militares!-, y sus frailes adquirieron un poder impropio, lo que llevó a Alfonso X el Sabio a intentar contrarrestarlo repoblando Alarcos primero y, luego, creando la Villa Real, Ciudad Real para nosotros, lo que enojó a los «freires» calatravos, enojo que perduró hasta los Reyes Católicos, que absorbieron la orden; y aquí, paz, y, después, gloria. Así pues, la real villa de Alfonso X nace para aplicar un bofetón a la Orden de Calatrava, que incomodaba al monarca. Una vez nacida…, una vez nacida, echó a volar.
Fue dotada de muralla, con un perímetro de unos cuatro kilómetros y medio, más de 130 torreones y siete u ocho puertas, de las que se conserva la de Toledo, así llamada por dar acceso a la vía que conducía a la vieja y señera capital. Además, es «Muy noble y leal» por decreto de Juan II, otorgado en el primer tercio del siglo XV para reconocerle el favor del envío de millar y medio de hombres armados en su ayuda, entonces secuestrado en el castillo de Montalbán.
Aquí establecen el Tribunal de la Inquisición o Santo Oficio (sede hoy de la delegación de Hacienda, frente a la iglesia de San Pedro), luego trasladado a Toledo, y la Real Chancillería, lo que hace de la ciudad un muy importante centro judicial al que acuden gentes de todos los lugares para dirimir sus pleitos. ¿Cabe más honor?
La plaza Mayor no es grande ni pequeña, resulta acogedora, familiar. En una cara, la casa del Arco, con un curioso reloj carillón que exhibe a determinadas horas las figuras de Cervantes, Don Quijote y Sancho; en el otro extremo de este lado, un cartel publicitario anuncia a Ciudad Real como «Capital del Quijote», título muy propio porque en la anterior división administrativa fue capital de la provincia de la Mancha y, por añadidura, capital de todo lo relativo al «Quijote»; además, Sancho elogia el vino de Ciudad Real. Hacia el ayuntamiento, situado en la cara de enfrente, una placita coqueta, inmediata, muestra una representación de Dulcinea, y más allá, sendas figuras, imagino que madre e hija, y un poco más lejos, Cervantes, en lo alto de un pedestal, con alusiones al «Quijote» en las cuatro caras de la base.
Admiro la iglesia de San Pedro, sólida en grado sumo, con torre acabada en chapitel, que tiene una puerta llamada del Perdón por mirar a la entonces cárcel de la Santa Hermandad, y dotada de reloj de sol testimonial. Pregunto a un atento policía municipal por la catedral, consagrada a Santa María del Prado, leo que única en España en el sentido de que está integrada por una sola nave. A pesar de preguntar a varias personas, me cuesta más localizar la iglesia de Santiago, sencilla exteriormente, sin concesiones, y con crucero de factura reciente y viejo reloj de sol en funcionamiento.
Escribe Jaccaci que doce días después de salir de Nueva York llega a Ciudad Real, y la describe así: «La monotonía de las paredes, blanqueadas con cal, se hacía más violenta con las rejas de fuertes hierros negros retorcidos y las puntas ornadas con clavos, ensambladas con caprichosos herrajes. Todo parecía extraordinariamente tranquilo; las calles, tortuosas, estrechas, conducían a la desierta plaza [era de madrugada]: el corazón del pueblo. Sobre el alma del viajero caía esa opresión de silencio que nos agobia en las ciudades árabes». Y resalta la hospitalidad que aquí encontró y que yo suscribo.
Dos curiosidades del artículo de Rubén Darío. Escribe: «Hice un paseo a la cercana población de Marcos, donde existe una célebre y milagrosa virgen de piedra, en cuya iglesia he visto la más extraña colección de ingenuos exvotos de cera que pueda suponerse». ¡Nunca lo hubiera imaginado en Castilla! Y la otra: debe visitar la Diputación y se encuentra con que el conserje del palacio le confiesa haber leído el «Quijote» cinco veces. ¿Cinco veces? Dios mío, ¡los milagros existen! Parece claro que el conserje a que se refiere Rubén Darío es la excepción como español de la época y aun de esta. ¡Albricias! Por asociación de ideas, puede que sea un buen momento para dejar unas notas en torno al Cervantes escritor.
Ya me referí en Sigüenza a sus primeros versos. Desde entonces, pasan casi veinte años hasta que publica «La Galatea», a la que aludí en Esquivias, obra que, aun recibiendo una acogida razonable, no obtuvo el éxito que nuestro autor esperaba y habrán de pasar años hasta que se edite en Lisboa y París. Por ello, orienta su pasión creadora hacia el mundo del teatro, y le contratan dos comedias, y, a pesar de recibir cierto favor del público, también abandona este camino. Todavía en plena aventura andaluza, vuelve a escribir comedias, pero, para entonces, Lope era ya el rey y, en este escenario, no había lugar para Cervantes. Desde la publicación de «La Galatea» hasta la aparición del «Quijote» transcurren veinte largos y difíciles años en que hace frente a la desdicha («… aprendió a tener paciencia en las adversidades», escribe de sí mismo en el prólogo de las «Novelas Ejemplares»). Cuando Miguel escribe la novela universal es un hombre que frisa en el medio siglo, viejo para la época, pobre, enfermo, cansado, desilusionado, desmoralizado, abatido, y hasta es posible que se sintiese fracasado, un perdedor, porque fracasa como militar, como escritor, en la administración, en su honor y en su persona. Y, tal vez, el «Quijote» sea la respuesta a tanta amargura, la historia de un hidalgo viejo que sueña como si fuera joven, un ser incapaz de diferenciar la realidad de las sombras que alumbran sus fantasías. Nos encontramos ante una obra renovadora, transgresora y, por tanto, incomprendida en su tiempo. Tal vez nos hallamos ante una confesión íntima llena de amargura, de ideales no cumplidos, de estrecheces en la vejez, sin gloria, sin prestigio, sin respeto popular; puede que, al adelantarse a su momento histórico alumbrando la nueva novela, sus coetáneos necesitasen de tiempo para asimilarla y valorarla, para los que era simplemente una obra cómica. Resulta dramático leer en «Viaje del Parnaso»: «… yo no tengo capa». Cervantes es el innovador de la novela, pero se mantiene conservador en el teatro, lo que propició que Lope le tomase la delantera en este género adaptándose al gusto del público. Pero, ¿y lo de la parodia de los libros de caballerías? En el prólogo y en el final de la obra, Cervantes reconoce que escribe el «Quijote» con la intención de denostar los libros de caballerías, darles la batalla, criticarlos, condenarlos. Y yo me pregunto: ¿por qué tal inquina? Como casi siempre, gran número de ciudadanos disfrutan con los libros de caballerías al tiempo que otros muchos los satirizan. El Canónigo los califica de «cuentos disparatados» que deleitan sin enseñar (I, XLVII). El Cura es de igual opinión y recuerda que quemó los de Don Quijote. El Canónigo invita al hidalgo a que cambie de lectura: «Y si todavía llevado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas y de caballerías, lea en la Sacra Escritura el de los Jueces, que allí hallará verdades grandiosas y hechos tan verdaderos como valientes» (I, XLIX). Don Quijote responde que negar la existencia de los caballeros andantes que pueblan las historias de tantos libros equivaldría a «… querer persuadir que el sol no alumbra, ni el yelo enfría, ni la tierra sustenta…». Y razona que los tales libros se imprimen «… con licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quienes se remitieron…» (I, L), y son celebrados y leídos por el común de los mortales y ofrecen toda serie de datos de sus protagonistas; luego, a la fuerza han de ser verdaderos. No obstante, coincido con Madariaga en que la guerra con los libros de caballerías es un «pretexto». Estima don Salvador que los libros de caballerías no morirán mientras exista género humano, se adaptan al momento, a sus gustos y tecnología; hoy, para mí, serían las series televisivas. Por su parte, Américo Castro escribe que «El Quijote ni fue ni dejó de ser escrito «contra» los libros de caballerías». Los libros de caballerías eran sumamente populares en los tiempos de Cervantes. Personajes históricos, incluso del mundo religioso, fueron seguidores acérrimos, igual que otros los combatieron con afán. Mas no quiero eludir el momento en que Don Quijote dice recuperar el juicio y se refiere a «… los detestables libros de las caballerías (II, LXXIV), Y añade: … yo ya no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de «Bueno»». Y reniega de los libros de caballerías. Finalmente, me pregunto: si Cervantes escribiese hoy, ¿qué parodiaría?
Aludí líneas atrás a las «Novelas ejemplares» y al «Viaje del Parnaso», que con «Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados» fueron publicados entre la primera y la segunda parte del «Quijote». Unos meses después de la muerte de Miguel, su viuda, Catalina, publica el «Persiles».
A punto de cerrar esta etapa de mi periplo no puedo evitar que venga a mi cabeza Joyce, el autor de «Ulises». James Joyce, un irlandés de vida azarosa, pobre, que vive de sablear a los amigos, culto, y que alumbra «Ulises», una obra rechazada por los editores por difícil, hasta que se la editan en París y le encumbra y le consagra como autor; una obra rompedora, un punto de inflexión en la narrativa y una de las grandes del siglo XX. Todo lo cual no es óbice para que Joyce continúe viviendo una vida miserable el resto de su existencia.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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