-¿Miguelturra en la ruta del «Quijote», Manoliño? Pero, tú, ¿dónde te documentas?
-Tras tantas villas que luchan por ser reconocidas como la patria chica de Cervantes, el lugar del que el autor no quiere acordarse, la cárcel en que se gestó la obra, los personajes en que se inspiró…, Nabokov, libre de ataduras, echa mano de la cordura y pone las cosas en su sitio cuando escribe: «No nos engañemos. Cervantes no es un topógrafo. El bamboleante telón de fondo del «Quijote» es de ficción…», lo cual no significa, añado yo, que personajes y acciones no estén inspirados en seres de carne y hueso y en sucesos acaecidos. Por otro lado, relee la cita de Unamuno al comienzo de este relato y aceptarás con el humanista y con este aprendiz de escribidor que existen tantos «Quijotes» y tantas posibles rutas como lectores, como ya escribí en El Toboso. En todo caso, estoy persuadido de que merecerá la pena el alto.
De las opciones que se me ofrecen desde Villanueva de los Infantes, opto por dirigirme hacia La Solana. Continúo en el reino del viñedo y, poco después, observo varios parques eólicos y, subiendo, a la derecha, la presa o embalse de Vallehermoso. A esta altura del camino, a poca distancia hacia el oeste se encuentra San Carlos del Valle, villa que atrae mi atención por dos razones: una fotográfica plaza porticada dotada de columnas llamadas toscanas, y por su iglesia parroquial, del Santísimo Cristo del Valle, barroca, dotada de cuatro torres que rematan en chapitel, igual que la cúpula, solo que el de esta parece que quisiese alcanzar el cielo cuando se mide su altura, nada menos que de 47 metros.
Sé que un poco más al sur se halla Valdepeñas. Cuando pienso en esta ciudad, porque es ciudad por concesión de María Cristina y por número de habitantes, dos ideas vienen a mi cabeza: su independencia y su potencial vinícola. Valdepeñas es «Muy leal e invicta» por probable concesión de Isabel la Católica, «Muy heroica» por reconocimiento del malhadado Fernando VII, distinción derivada de la acción de Juana Galán, la Galana, que capitaneó a los vecinos, incluidos los niños, y, en cuadrilla, impidieron el paso de las tropas napoleónicas por la villa y propiciaron la victoria española en Bailén. Y esa lucha se mantiene. Leo que algunas de sus plazas disponen de Wi-Fi gratuita, signo identitario del presente, y que los hogares acceden a Internet mediante una tarifa local reducida. Respecto de la riqueza vinatera, un dato: tiempo ha, se producía aquí tanto vino como en el resto de España. Y unas curiosidades: se acepta como tradición que el Califato autorizó expresamente a los valdepeñeros a que cultivaran la vid y elaboraran el vino, prohibido por su religión; Felipe II, que vendió la villa a don Álvaro de Bazán, primer marqués de Santa Cruz, apreciaba tanto los caldos aquí elaborados que complementaba la paga de quienes levantaban las construcciones señeras madrileñas con vino de Valdepeñas. Viera y Clavijo, en su «Viaje a la Mancha», de 1774 -no se trata de un libro, sino de una carta-, se siente tan admirado tras visitar la cueva de una bodega que se refiere a ella como «… una de las siete maravillas de la Mancha y aun de la Europa».
Ya me encuentro próximo a La Solana. Desde el simple sentido común, su nombre debe de aludir a la intensidad con que el sol castiga el entorno. De la documentación que manejé, dos curiosidades atraen mi atención: que su iglesia de Santa Catalina integra la torre de mayor altura de la provincia de Ciudad Real; y que la iglesia de San Juan Bautista, lo que queda del viejo convento de los Trinitarios, conserva unas cuevas en el subsuelo que fueron utilizadas como útero protector en las guerras sufridas en los dos últimos siglos.
Bordeo La Solana y enfilo en dirección a Manzanares. Jaccaci visita la ciudad en 1890, accede a una bodega dotada de tinajas con una capacidad de 5 400 l, y añade: «Hoy, como en el tiempo de Cervantes, estas tinajas de barro se hacen exclusivamente en El Toboso…». Y observador y magnífico retratista, pinta con palabras este espléndido cuadro: «En los alrededores de Manzanares, en las eras, trillaban al modo primitivo, como se hiciera en tiempo de los árabes, los romanos o los iberos. Las bestias, atadas simplemente al trillo, desde donde los hombres, en pie, las arreaban, describían espirales o círculos hasta quebrantar las doradas mieses. Los muchachos, desnudos, quemados por el sol, tenían también sus puestos en las faenas, y montados en los caballos, o subidos en las planchas, balanceándose despreocupados, parecían como bronces vivientes, con su aire de indiferencia, adquiriendo esa animación siempre graciosa en los movimientos, que tanto nos encanta en las figuras pompeyanas».
Sin entrar a Manzanares, me desvío a la autovía en dirección a Ciudad Real. Circular por estas modernas carreteras de doble carril en cada sentido es una revolución que yo imagino equivalente a cuando en la mar se generalizó el uso del llamado piloto automático: te sitúas en el carril derecho por principio, te acomodas debidamente en el asiento, relajas la espalda pero no el pie correspondiente al acelerador y ¡vengan kilómetros! Observo con curiosidad amplias parcelas dedicadas al cultivo del melón, y, casi sin darme cuenta, debo desviarme hacia Miguelturra. Una rotonda me confunde, mas, dado que ya vislumbro lo que persigo, no tengo pérdida.
Miguelturra es hoy prolongación de Ciudad Real, en la que está llamada a integrarse. La ciudad -contabiliza 15 000 habitantes- debe de ser el resultado de un acelerado crecimiento como desahogo de la inmediata capital de provincia, con calles estrechas, angostas, saturadas de vehículos estacionados y en movimiento, lo que no es óbice para que aparque con relativa comodidad sin salirme de la almendra central. Pregunto, se me responde, sigo las indicaciones y me decepciono. Vuelvo a preguntar, parece que esta vez me expliqué de modo inteligible y, tras un pequeño paseo bajo un sol justiciero, me encuentro frente a la ermita del Santísimo Cristo.
-¿Todo este recorrido, Manoliño, para visitar una ermita? ¡De remate!
En realidad, no estoy ante una ermita, y aunque lo fuese, sino ante un templo en toda regla, ante una auténtica basílica excepcional: su planta es anormalmente circular, posee cuatro capillas, cada una mirando a un punto cardinal, y su cúpula, inmensa, la segunda, acabada en cimborrio y linterna, sobresale de las construcciones de la villa, como cabe esperar.
-Y para que no puedas quejarte de que dejo de lado el «Quijote», te recuerdo que de aquí es un labrador que acude a Sancho, entonces gobernador de la ínsula Barataria, en procura de una carta de recomendación, y que se expresa con la profundidad de la cita que encabeza esta etapa.
Miguelturra se encuentra a tiro de honda de Ciudad Real, mas, ¡qué difícil me resulta dejar atrás la población! Debo preguntar no una, ni dos, sino tres veces. Por fin, me siento encaminado. Ahora, la segunda parte: atravesé la provincia de norte a sur y de sur a norte en múltiples ocasiones bordeando la capital, pero una vez que me encuentro en una ciudad de 75 000 habitantes que no conozco más que a través de mis notas… Así que, a lo seguro: sigo los indicadores en dirección plaza Mayor en la confianza de que por el entorno encontraré un estacionamiento, y aparco en uno compartido con los usuarios de un supermercado perteneciente a una importante cadena de distribución nacional. El responsable de caja, exquisito, se desvive por orientarme.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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