Según Giménez-Serrano -1846-, la casa de Medrano y la iglesia se hallan en el entorno de «… la calle empedrada nueva». Abandono el centro cultural y me dirijo a la iglesia, que tiene honores de catedral según Rubén Darío, dedicada a San Juan Bautista, a pocos metros, y lo hago por dos razones. Primero, porque me sorprende sobremanera que el templo, monumental, permanezca inconcluso tras varios siglos. «¿Por qué?», pregunto, y se me responde que en su día se acabaron los fondos y que rematarlo hoy sería romper su encanto. Y en segundo lugar porque exhibe un cuadro exvoto (donado por su titular), que muestra al hidalgo don Rodrigo Pacheco, y posiblemente también a su sobrina, rindiendo pleitesía a la Virgen de la Caridad de Illescas; el señor Pacheco, víctima de una enfermedad mental incurable, tras encomendarse a la Señora, recibiría la gracia de su visita, según consta en una inscripción al pie del lienzo; y lo que aquí me importa destacar de modo especial: que el hidalgo, en función de sus modos, podría ser el antecedente de don Alonso Quijano. Así que el encarcelamiento de Cervantes y la posible inspiración de Don Quijote son los dos imanes que atraen visitantes y más visitantes a la villa.
Escribe Rubén Darío que Argamasilla no cuenta con «fonda ni cosa por el estilo», solo con posada, donde se hospedan los arrieros, o bien hay que hospedarse en casas particulares. Él lo hace en la casa de la madre del sastre, Jantipa Parera. Algunas semanas después, Azorín recala en la misma casa, situada en la plaza de España actual, en el solar ocupado hoy por una farmacia, en cuya primera planta una lápida recuerda «… la famosa fonda de la Xantipa». Martínez Ruiz, con su maestría, traza este retrato de la fondista: «La Xantipa tiene unos ojos grandes, unos labios abultados y una barbilla aguda, puntiaguda; la Xantipa va vestida de negro y se apoya, toda encorvada, en un diminuto bastón blanco con una enorme vuelta. La casa es de techos bajitos, de puertas chiquitas de estancias hondas. La Xantipa camina de una en otra estancia, de uno en otro patizuelo, lentamente, arrastrando los pies, agachada sobre su palo. La Xantipa, de cuando en cuando, se detiene un momento en el zaguán, en la cocina o en una sala; entonces ella pone su pequeño bastón arrimado a la pared, junta sus manos pálidas, levanta los ojos al cielo y dice, dando un profundo suspiro: ¡Ay, Jesús!». Y no puedo evitar que esta descripción traiga a mi memoria a mis abuelas, especialmente a Juanita.
Por su parte, Jaccaci se había hospedado en el «Parador del Carmen. Casa Gregorio». Hombre de mundo, desde el primer momento intenta ganarse al posadero, Gregorio, tratándolo de «don». Llegada la hora de engañar al estómago, Gregorio dice a Jaccaci que puede pedir «De todo», a lo que apostilla el viajero que debe traducirse por «… de todo lo que usted traiga». Aquí toma un «plato suculento […], una complicada tortilla […] de huevos, patatas, cebollas, hierbabuena, perejil, jamón y no sé si algo más». Jaccaci quiere ser cortés ofreciendo una porción a los presentes, que rehúsan; luego, ofrece un trago de su bota, y se produce igual respuesta, pero insiste, y la bota circula de mano en mano: se relaja el ambiente y los presentes, con ardides, hacen un cliché del viajero.
Jaccaci describe el carácter y la vida en Argamasilla. Así ve el «centro» del parador: «El techo lo formaban retorcidos troncos, puestos paralelamente, engalanados con telarañas, ennegrecidos por el humo. Millares de moscas zumbaban una sinfonía, interrumpida a intervalos por el roncar acompasado y rotundo de varios hombres tirados en un rincón, cuando no por el persistente mascullar de las bestias en los establos».
El hijo del amo duerme en el suelo con una albarda por almohada, y pregunta el viajero: «¿Por qué no se acuesta en la cama?». A lo que responde el amo: «No lo necesita. Antes de amanecer tenemos que salir al campo a trabajar». Así describe el «modus operandi» de la primera comida: «… con cierta prosopopeya desenvainaban sus facas, procediendo a cortar una rebanada de pan que, dividida en pedazos, servían a cada cual de cuchara, puestos en la punta del cuchillo, y de esta manera perseguían los trozos de cebolla, pepino y tomate que nadaban en la amplia fuente, llena de aceite, vinagre y agua». Más adelante, refiriéndose a la cena: «… y todos, democráticamente, metían sus cucharas de madera en la misma cacerola», y cuidado con superar el número de cucharadas de los demás.
Retrata cómo «un cónclave de desocupados» halaga al amo, refleja los prolongados silencios, en los que «se lían y encienden cigarrillos». El ama es responsable de la cocina, pero las provisiones las administra el marido, siempre discutiendo. En una palabra, retrata el microcosmos que es el parador. Era la vida de los argamasilleros y, por ende, de los manchegos, una vida «sin alicientes».
Jaccaci se pregunta de qué vive el argamasillero: «Cada ciudadano toma en arrendamiento a los propietarios un trozo de viña o bancales de tierra blanca para sembrarlos de trigo. Parte de la cosecha, no un tanto por ciento, sino una cantidad fija, va a parar al dueño, quien se asegura de este modo contra los malos años. Además, el arrendatario ha de pagar todos los impuestos, cargas bastante pesadas. Así no hay riesgos para el propietario; pues, si vienen tiempos malos y no hay cosecha, la renta se acumula a la venidera, quedando el arrendatario en perpetua condición de deuda respecto del dueño de las tierras, deuda garantizada con la obligación aceptada por el colono de seguir este arrendamiento hasta la extinción de la misma […]. La condición del pobre manchego de hoy día es igual a la del villano de los tiempos feudales, obligado a pagar tributo a su rey y señor por cultivar el trigo en sus campos, molerlo en sus molinos y cocerlo en sus hornos…». Por desgracia, este planteamiento ha estado vigente en Castilla hasta hace medio siglo. Cervantes se adelanta a mi reflexión cuando pone en labios de Don Quijote que «… el asno sufre la carga, mas no la sobrecarga» (II, LXXI).
Argamasilla de Alba es la quintaesencia de la llanura manchega, y los argamasilleros, seres de carácter y actitud envidiables. Y para muestra, un botón: está datado que el alcalde del momento cegó un pozo de su propiedad con los cadáveres de los soldados franceses invasores a comienzos del siglo XIX. ¡Ahí es nada!
Recorro la plaza de España y disfruto y fotografío sus esculturas: Dulcinea, Sancho Panza, Don Quijote… y el Segador de Alfalfa, que recuerda un oficio hoy desaparecido. Lindando con esta plaza, también conocida como «la Glorieta», otra plaza, la de Alonso Quijano, con un busto de Azorín ubicado frente a la botica en que se reunió con los académicos, botica que se abrirá próximamente al público según me comenta mi informadora de la casa de Medrano; y, en el otro extremo, una recreación de Cervantes.
¡Cómo deshidratan el calor y el movimiento! Avanzo hacia el canal del Gran Prior, tal vez del siglo XIV, obra admirable que atraviesa la villa y que debió de representar un hito en su devenir. Me desvío a mano derecha por el «Canal» y accedo a un local moderno ubicado en la acera de la izquierda, donde bebo y desbebo.
Vuelvo a la vorágine y me encuentro con una estatua a contraluz que representa a una joven estilizada tocada con una sombrilla.
Ya dejé constancia de que, históricamente, el argamasillero siente la convicción y el orgullo de que Miguel haya gestado la universal novela en la cárcel de su villa, y también de que don Rodrigo Pacheco sea el antecedente de Don Quijote. Mas, ¿qué piensa de la obra? El clérigo con quien hila la hebra Giménez-Serrano le participa: «Hace cuarenta años que yo vivo en Lugar Nuevo, famosísima patria de Don Quijote, pero nací en El Toboso, donde pasé al lado de mis padres los primeros años de mi juventud y las vacaciones que nos daban en la insigne Universidad de Toledo: he visto por consiguiente muchos extranjeros que venían atraídos como V. por la fama de ese Cervantes Saavedra, tan celebrado en Madrid. Moviome entonces la curiosidad de leer «El ingeniosos hidalgo» y no me pareció, con perdón sea dicho, cosa de tanto asombro, pues ni allí hay doctrina, ni hechos; en mi pobre juicio, no pasa de ser una obra graciosa, escrita por un hombre chistoso, pero sin carrera»; el sacerdote, como autoridad que es, ya sabe de los pasos del viajero y hasta se atreve a preguntarle: «¿Y qué ha sacado V. en limpio?». Tal vez la apreciación del religioso, acaso alguna otra, hacen que Giménez-Serrano se refiera «… a la repugnancia con que los manchegos hablan del «Quijote»…». Gregorio, el posadero de Jaccaci, sentencia: «Los hombres leídos dicen que la ciencia del mundo está en él [en el «Quijote»], y cuando llega a comprenderse, se pueden tener cuantas riquezas se quieran. Pero yo soy un ignorante, solo consigo divertirme […]. Pero no puedo comprender lo mejor, se me escapan muchas cosas, precisamente las que dan saber a los sacerdotes y a otras personas…». Unos ven en el «Quijote» una narración anodina, mero pasatiempo, y otros encuentran en ella un innegable trasfondo filosófico y aun metafísico. Una vez más, el «yo y mi circunstancia» de Ortega se hace realidad aquí dando lugar a opiniones contradictorias respecto de un mismo asunto. Otros estudiosos invitan al lector a leer en la obra lo que Cervantes escribió y no más.
Y es que, el «Quijote» suscita la sonrisa, pero, a la vez, está lleno de tristeza, de desencanto, de amargura, y, además de ser la narración de una desilusión, como lo vio Dostoievski, es el espejo en que se proyecta la película de la vida, del mundo, de la existencia. El «Quijote», tal vez por localista, es hoy uno de los pocos libros universales, una introspección en el corazón del hombre, el análisis de las dos caras de una moneda, la necesidad material a ras de suelo y el vuelo hacia el infinito del espíritu, la lucha permanente entre la realidad y el ideal, el choque de dos mundos llamados a fundirse necesariamente en uno solo. Cervantes titula la primera parte «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha», y la segunda, «El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha». En 1604 parece que existiese una primera versión del «Quijote», y, visto el gusto con que fue recibida, Cervantes decidiría ampliarla al «Quijote» de 1605 que conocemos.
De entre mil y mil quinientos ejemplares fue la tirada de la primera edición del «Quijote», integrada por ochenta pliegos de papel. El caso es que Cervantes poseía los derechos de impresión del «Quijote» para Castilla, con lo que impresores de otras partes de la península realizaron ediciones pirata que llegaron a venderse incluso en Castilla más baratas que la legal. Mas, no solo en Castilla se arrebatan los derechos de autor de Miguel: también en el extranjero se edita su obra a sus espaldas, y Cervantes, agobiado económicamente. ¿Cuál habrá sido su ganancia con la novela?
Goethe duda de que la literatura alemana pueda superar al «Quijote» y Dickens y Tolstoi la consideran la primera novela moderna. Al contrario de lo que sucedía en Inglaterra, Francia, Alemania o Rusia, donde la obra fue reconocida rápidamente, la intelectualidad española no solo no la tomará en consideración, sino que la infravalorará y hasta la menospreciará; por otro lado, el común gustaba de ella, como muestran los más de quince mil ejemplares vendidos en menos de diez años desde la primera edición. Destaco con pena que la primera biografía de nuestro autor se publica en Londres en 1738 por encargo de un lord admirador; y también una exquisita edición del «Quijote» en cuatro tomos. Una vez más, el reconocimiento a la novela universal parte del extranjero.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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