Isabel y Fernando ejercieron en ocasiones una justicia terrible, como en el caso del hombre que murió despedazado y bajo torturas espantosas
El mismo día de 1451 y a la misma hora en que nace Isabel la Católica, nacen otras tres niñas en distintos lugares de Castilla: en Ávila, dos gemelas pertenecientes a la rancia nobleza castellana, Leonor y Juana; y en el señorío de Vizcaya, María, hija de una madre soltera que, a falta de mejor apellido, tomará el del lugar de su nacimiento y será María de Abando. Las madres de estas tres últimas mueren en el parto.
Las nobles abulenses vivirán sus primeros años al cuidado de las criadas de la casa, entre ellas, dos musulmanas. La plebeya vizcaína será adoptada por dos sortiñas, dos sanadoras (o directamente brujas, como las considera mucha gente) expertas en hierbas, conjuros, reconstrucción de virgos y otros menesteres en el límite de la legalidad. Ese día brilla una gran luna roja en el cielo, por eso las recién nacidas serán llamadas «las hijas de la luna roja» y, en adelante, los destinos de las cuatro estarán entrelazados.
Así arranca la gran trilogía de Ángeles de Irisarri sobre la vida y el tiempo de Isabel la Católica, que ahora se presenta en un solo volumen, lo que permite una lectura distinta y más provechosa, ya que el lector percibe mejor la profunda continuidad que mantienen los tres libros (las tres partes del volumen, en este caso) y el constante juego de referencias que los recorren.
Calidad narrativa y rigor histórico
Ángeles de Irisarri ha escrito una magnífica novela histórica que respeta por igual las dos partes del binomio, lo que hay de novela y lo que hay de histórico. Ni ha fantaseado con los hechos reales ni se ha limitado a colocar un puñado de anécdotas con las que aderezar un relato que reprodujera páginas de Historia.
Lejos de eso, la autora -una de las más reconocidas y premiadas en este género- ha puesto en pie una ficción, con personajes convincentes que viven sus vidas intensamente, llenas de acontecimientos, que se transforman a lo largo de los años exactamente igual que los seres de carne y hueso; y, a través de esa ficción, nos muestra los momentos más importantes de la vida y el reinado de Isabel la Católica y, a su alrededor, la sociedad española del siglo XV.
En cuanto al aspecto novelesco, la autora no se ha reprimido y ha incluido elementos que podemos considerar propios del realismo mágico, especialmente en lo referente al personaje de María de Abando, la muchacha adoptada por las sortiñas, que heredará el oficio de sus madres. En cuanto al fondo histórico, está tratado con rigor, pero sin gratuitos alardes de erudición que apabullen al lector.
Éste asiste a los momentos más importantes de la vida de Isabel la Católica, sobre todo a los jalones que marcaron su complicada llegada al trono, como la llamada farsa de Ávila, en la que un grupo de nobles nombraron rey al pequeño Alfonso, hermano de Isabel y como ella hermanastro del rey Enrique IV; la firma de la paz entre Isabel y Enrique IV en el encuentro de los Toros de Guisando, o la boda con Fernando, prácticamente clandestina, de dudosa legalidad y aplicando los contrayentes y sus partidarios una política de hechos consumados.
Y luego, por fin, la entronización, la toma de Granada, la llegada de Colón a la corte. En muchos de esos momentos históricos casualmente se encontrarán las cuatro hijas de la luna roja. Y «como si estuvieran unidas por algún lazo desconocido, cada una sentía la presencia de las otras tres».
También se presenta en la novela la historia de la complicada personalidad de Enrique IV, de sus matrimonios y de la discutida paternidad de su hija, atribuida a otro noble y apodada por ello la Beltraneja.
Alrededor de ese hilo histórico, la autora muestra la sociedad de la época, una sociedad sometida a múltiples cambios: desde una nueva tecnología basada en la pólvora que está alterando el modo de hacer la guerra, a la creación de nuevos Estados nacionales (y España es un ejemplo típico de eso) que consideran la homogeneidad un valor y no admiten en su seno a minorías étnicas o religiosas, algo que los judíos aprenderán y sufrirán en propia carne.
Una sociedad en la que, por lo dicho, la limpieza de sangre, el hecho de ser cristiano viejo, cobra una gran importancia; que, periódicamente, sigue siendo azotada por la peste; que sufre otras plagas como la de los clérigos lujuriosos, que todavía vive inmersa en la superstición, que, ante la cercanía del año 1500, revive terrores apocalípticos parecidos a los del año 1000, y en la que, quienes saben leer, devoran novelas de caballerías.
La propia reina Isabel lee la historia de Lanzarote del Lago, aunque, cuando se trata de las cosas prácticas del gobierno del reino, piense que «esas cosas del espíritu de la caballería [son] muchas veces cuestionables… lo de la caballería es bonito en un torneo, para un relato».
La novela, además, está salpicada de detalles sobre la vida cotidiana, que van de la gastronomía a la forma en que las prostitutas callejeras se hacían notar, que era llevando en la mano un ramo de romero.
Tres líneas argumentales
Isabel la reina tiene una peculiar estructura excelentemente trabada, que avanza en paralelo y en espiral a la vez. Prácticamente a lo largo de toda la historia, excepto en los momentos en que coinciden las cuatro protagonistas o algunas de ellas, el relato tiene una estructura tripartita y las tres líneas argumentales (la reina Isabel, las gemelas aristócratas y la plebeya medio bruja) avanzan en paralelo.
Pero a menudo cada una de esas tres líneas argumentales enlaza con las otras, les da paso al modo de una carrera de relevos, y el relato vuelve momentáneamente atrás para contar los hechos desde otro punto de vista, lo que da una idea de avance en espiral.
Eso, cuando no es un personaje el que narra (o narra la autora desde su punto de vista) lo que les ocurre a otros; así, la boda de las gemelas se cuenta con más detalle desde el punto de vista de María. Una manera, en todo caso, fluida de contar y desarrollar esta historia compleja, y que el lector agradece.
Cinco personajes sólidos
Son muchas las bazas de esta novela. Una, sin duda, son los personajes. Ángeles de Irisarri ha dibujado con el mismo interés y cuidado (el lector tiene la impresión de que incluso con amor) a las cuatro protagonistas. Una es histórica, tres son de ficción, pero las cuatro tienen el mismo fuste, la misma solidez y verdad literaria.
La futura reina Isabel ya apunta maneras desde su nacimiento («había venido briosa del otro mundo, pues que se mostraba terca cuando no quería comer e no quería estar en la cuna») y siendo una niña («mostrándose irrespetuosa, testaruda y brava»).
Las otras son igualmente reales y convincentes, cada una en su mundo: las nobles, criadas sin padres, al cuidado de tres sirvientas que ejercen de madres adoptivas, tendrán intereses y tomarán rumbos muy distintos.
La plebeya vizcaína vivirá (o sobrevivirá) mucho tiempo sola, haciéndose a sí misma y abriéndose paso como un acabado ejemplo de los avispados pícaros que tan bien ha reflejado la literatura clásica española.
Pero la galería de protagonistas (sin entrar en la gran cantidad de personajes de reparto) no estaría completa sin uno de esos que sólo nominalmente son secundarios, pero que llenan el escenario y atrapan al lector.
Se cuenta que Shakespeare tuvo que matar a uno de esos personajes, Mercucio (el más claro acaparador del escenario en todo Shakespeare, según Harold Bloom), para que no eclipsara al propio Romeo.
En Isabel la reina, un personaje así es la bisabuela de las gemelas, una dama que ha vivido en Italia y ha conocido el amor verdadero y la verdadera pasión, algo más bien insólito para las mujeres de su tiempo, sometidas a matrimonios de conveniencia.
Doña Gracia, que así se llama la bisabuela, se ha empapado del refinamiento del quattrocento italiano, ha leído a Dante y a Petrarca con un entusiasmo que quiere transmitir a sus nietas, pero -mujer, al fin, de su tiempo- negocia con crudeza las condiciones de los matrimonios de éstas.
Doña Gracia es una mujer libre y resuelta, que sabe que «el loco amor pasa recibo» y los rancios nobles castellanos, ésos que confunden la pasión con el pecado, le reprochan que se enamorara tras quedar viuda en vez de regresar a llorar a su primer marido «vestida de negro de los pies a la cabeza, mismamente como hacen las viudas en Castilla».
Cada protagonista cumplirá su destino y hará su aprendizaje respectivo. Isabel, el de ser reina y gobernar; María, el de su oficio, que le permitirá sobrevivir. Leonor y Juana tendrán que administrar su herencia, pero tomarán caminos opuestos. Juana entrará en un convento, de cuyas habitantes no se da en la novela una visión muy complaciente.
La comunidad afirma carecer de bienes propios, pero anda en pleitos con los vecinos («los villanos nunca dejarán de ser villanos», dice con desdén la priora) por unas tierras y portazgos.
Y la misma priora verá una buena fuente de ingresos en la industria milagrera de María de Abando. En cuanto a las monjas son «gentes groseras que eructaban como los gorrinos», gente garbancera que exhalaba mal olor, comía con las manos y echaba ventosidades en la cama, y que, de sus votos, el que menos observaban era el de silencio, ya que «cien monjas es como decir cien comadres».
Leonor se ofuscará, hasta casi alunarse, buscando un supuesto tesoro oculto (que terminará encontrando de un modo insospechado en un atractivo giro del argumento). Y su relación con las criadas musulmanas le rendirá un fruto inesperado cuando su conocimiento del árabe le sirva para traducir y corregir el tratado de rendición de Granada.
Cuestiones de fondo
Por otro lado, Ángeles de Irisarri ha conseguido algo que parece la prueba del nueve de las buenas novelas: combinar la sencillez de la forma, que facilita mucho la lectura, con la complejidad de los temas tratados. Hay en Isabel la reina bastantes cuestiones que dan que pensar; algunas, plenamente vigentes, porque los seres humanos del siglo XXI no son, en el fondo, tan distintos de los del siglo XV.
Transmite, por ejemplo, una idea de tolerancia y convivencia de culturas distintas a través de Leonor y Juana, que, por haber crecido con dos sirvientas musulmanas, rezan indistintamente a Dios y a Alá, y van a la iglesia o a la mezquita. Las criadas, por su parte, tampoco llevan al extremo los preceptos coránicos: respetan la norma de no comer cerdo, pero se permiten alguna excepción.
Está muy presente el papel de la mujer. Tanto en la independencia de la vieja Gracia, como en los problemas de Isabel para reinar de un modo efectivo, en un reino en el que sus predecesoras están eclipsadas por la Historia o dejaron el gobierno en manos de los maridos o, como en el caso de Urraca, fueron escasamente obedecidas.
Las fronteras entre el bien y el mal aparecen algo difusas en ocasiones; especialmente en lo referido al trabajo de María de Abando. La mejor prueba es que, mientras para muchos es una bruja, la propia portera del convento al que ella se acerca la toma por santa.
La novela muestra también el papel que jugaron en el siglo XV algunos validos ambiciosos, como Álvaro de Luna. Y cómo la madre de la futura reina Isabel afirma que Don Álvaro, «como todo hijo de vecino, o de rey, en los sus reinos debería someterse a la sentencia de los jueces» (ya hemos dicho que se trataba de cuestiones plenamente vigentes).
Incluso el modo de tratar los últimos momentos de los agonizantes. María de Abando es partidaria de acelerar esos últimos momentos de gente que sufre, pero tiene que hacerlo a escondidas de la abadesa, que no lo consentía, «no fuera que por no padecer de vivos sufrieran las penas eternas».
Y, en fin, una niña criada con dos madres parece apuntar a algo que hoy ya no es excepcional.
Son ésas cuestiones de fondo que trascienden el argumento y el marco histórico en que transcurre la novela. Éste es el de un país que daba los primeros pasos para convertirse en Estado de la mano de dos monarcas excepcionales que tuvieron un programa político bien definido, en el que empiezan a escribir Jorge Manrique y Fernando de Rojas y a predicar Torquemada, que siente la amenaza turca y vive envuelto en un ambiente de antijudaísmo y, hacia el final, de caza de brujas.
Por cierto que, en la cuestión de los judíos, Fernando se muestra más comprensivo e Isabel menos tolerante. Hijos de su época, Isabel y Fernando ejercieron en ocasiones una justicia terrible, como en el caso del hombre que atentó contra el rey Fernando en Barcelona, que murió despedazado y bajo torturas espantosas; aplicaron una política matrimonial perfectamente pensada, incluso contra la voluntad de los hijos (cuando una de las hijas piensa en un infante portugués, Isabel le dice que es más importante el reino de Francia que el de Portugal), pero, a cambio les dieron a éstos una educación excepcional.
El humor no está ausente en la novela
La novela tampoco disimula la tragedia que supuso el establecimiento de la Inquisición y la expulsión de los judíos; muestra cómo éstos tienen que malvender las casas que abandonan, mientras en distintas ciudades empiezan a encenderse hogueras para acabar con los herejes.
El lenguaje de Isabel la reina oscila entre un deliberado tono arcaizante y una agilidad muy moderna. Toda la novela está atravesada por una sutil ironía, y unos diálogos de gran viveza y gracia, en los que la autora maneja con maestría los giros coloquiales.
Como en la vida real (los que no mueren se encuentran, dicen los italianos) hay personajes que desaparecen y reaparecen con el tiempo, como el padre de las gemelas, que aporta un cierto toque de humor negro. Y es que el humor no está ausente de esta gran novela. Hasta la advertencia final, en que la autora avisa de que «no se hace responsable de la puesta en práctica de las magias contenidas en este libro».