El revuelo que ha causado la exhibición de coherencia de Javier Marías, permite que el ser humano y sus laberintos eclipsen por unas horas a la prima de riesgo, al IBEX 35, al pulso entre Madrid y Barcelona, a los Presupuestos Generales del Estado colonizados por Bruselas, al Gobierno rehén de Berlín, a la oposición haciendo la calle o al nuevo tsunami de la EPA, que incita a los españoles a aferrarse al clavo ardiendo del final feliz de «Lo imposible» de José Antonio Bayona.
En España, Cataluña inclusive, quizá se esté pronunciando hoy más veces el apellido Marías que los recurrentes Rajoy, Rubalcaba, Merkel, Draghi, Montoro, Más, Urkullu, Méndez, Toxo y demás apellidos nuestros de cada día.
¡Por fin un hombre y un nombre genuinamente civil, elegido libremente por decenas de miles de seres humanos de todas las culturas, en todos los idiomas, sin campañas electorales, ni jornadas de reflexión, ni intereses clientelares, ni filias y fobias ideológicas, ha acaparado el interés de la opinión pública y la opinión publicada!
Una aparente cuestión de principios
¿Es un exhibicionista intelectual, un buen o un mal escritor, un conservador o un progre, de una España o de la otra, un hijo de la luz o un hijo de la sombra? ¿Qué coño importa? Por una vez podríamos dejar de lado el onanismo genuinamente carpetovetónico. Es una rara avis hispana que ha renunciado a 20 mil euros de papá Estado. Una excepción que confirma la regla territorial, política, financiera, empresarial, sindical y personal de saquear la caja común de los españoles.
Un tipo que podría hacer suyas las palabras de Machado: «Y al cabo, nada os debo, me debéis cuanto he escrito. A mi trabajo acudo, con mi dinero pago el traje que me cubre y la mansión que habito, el pan que me alimenta y el lecho donde yago» Y eso es algo que, salvo los parados, por trágicas razones obvias, y anónimos españoles alérgicos a la indecencia, no está al alcance de cualquiera en este país en el que ondea a media asta la bandera de la decencia.
Pero también corren por sus venas gotas de sangre de Julián Marías, que iluminó con su obra y desde varias «terceras» de ABC el éxodo interior de tantos españoles hacia la democracia. Su infancia fue una extensión de regadío con nutrientes de Ortega y Zubiri. Su adolescencia, un doctorado cum laude a la sombra de un sabio sobreviviendo en la placenta del conocimiento y la cultura no subvencionados.
Una duda sobre la sombra alargada del marketing
Javier Marías consiguió eclipsar con 20 mil euros rechazados, incluso los 20 millones donados por la Fundación Amancio Ortega a Caritas.
Quizá se contradijo defendiendo la subvención al cine, en el mismo acto en el que razonaba su animadversión al dinero público, al arte tutelado y al mecenazgo oficial que siempre pasa factura. Probablemente le traicionó el subconsciente cuando, en el uso de su legítimo derecho de opinión, introdujo con calzador un tirón de orejas al gobierno de Rajoy.
Y, seguramente, estuvo tímido o pudoroso a la hora de transmitir al mundo que, su «beau geste» y su declaración de principios, lo hacía en el nombre del padre, «in the name of the father», que le enseñó el secreto de la filantropía y la filosofía.
Si hubiese empezado la rueda de prensa diciendo: «soy un privilegiado que puedo permitirme el lujo de comprar mi coherencia por 20 mil euros», hoy no sería noticia, sino un héroe urbano. Si hubiese tenido la humildad de reconocer que, hacer alardes de autor consecuente, resulta más sencillo con el estómago lleno que con el estómago vacío, hoy sería un paradigma.
Pero Javier Marías cometió el error, ¡qué inmenso error!, de no discriminar, de entre sus célebres y celebrados «enamoramientos», la sospecha de un flechazo de Cupido entre él y su ego.
O eso, o la duda metódica de si invirtió los 20 mil euros en coherencia o en marketing subliminal. Porque, no nos engañemos, «Los enamoramientos», ese libro de la discordia, se va a vender como churros a partir de tan generosa y pública renuncia ante el pueblo, la historia y los chicos de la prensa. ¿Principios o marketing? Ese es el dilema.
¡Cuánta grandeza habría tenido el rechazo de ese Premio, sin palabras! Como le sucedía a las inmortales viñetas de Antonio Mingote.