Julia A. García, autora de cuentos para leer en la hamaca, resucita por Halloween y nos propone un relato impactante que incorpora como primicia el formato audiovisual del cuento. Pasearemos de su mano por mundos perdidos, donde nuestros ancestros conjuraban el olvido capturando la belleza más allá de la vida.
No os perdáis la espléndida banda sonora de José Antonio Gómez, que acompaña esta joya literaria hasta un final que a nadie dejará indiferente.
Difuntos (Un cuento sobre la belleza)
Acto I
La mamá cadáver
Fue en Nochebuena.
Nació del vientre de una gitanilla, tan abandonada y sola como el jergón y la cueva donde parió. La niña se desangró a empujones, rompió el cordón a mordiscos y sollozó de alivio cuando el bebe lloró.
Estaba oscuro.
La helada los acosaba en la corraliza sin puerta y la madre se asustó del frío. Ahuecó el colchón, colonizado de chinches, para hacer un lago con el manantial que fluía entre sus piernas. Sumergió a su hijo en sangre y el calor despertó los sentidos dormidos del niño, al son de una nana:
«Duérmete, niñito mío, que tu madre no está en casa; que se la llevó la Virgen de compañera a casa» (Federico García Lorca)
La canción se quebró con el tajo de la guadaña. La niña no murió de frío, sino de soledad y de parto.
Los sentidos dormidos del niño fueron despertando en brazos de su mamá cadáver: el sonido del silencio; el rosa de unos labios que no le besaban; el calor de la manta de sangre y el perfume… ese que impregnaba despacio el quieto amoroso abrazo de la muerta.
Y después de todos, el sabor del calostro póstumo que el niño arrancaba a desesperados mordiscos desdentados.
Acto II
El pequeño Satanás
El Párroco lo encontró por casualidad la tarde de Navidad y se santiguó al verle peleando como una alimaña por arrancar la leche del cuerpo sin vida. Avisó a los vecinos y se arrepintió en un santiamén, pues la lucha por la vida, que el niño libraba, mutó en cuento pagano que inflamó supersticiones volando como pólvora por los cerros.
Don Trinidad, que así se llamaba el cura, se encerró en sagrado con el niño en brazos. Los vecinos ya lo habían bautizado Satanás y él se arrodilló para pedir perdón por su imprudencia.
Tres amas de cría aporrearon la puerta de la diminuta capilla y temió el hombre que sus bocas vomitaran maldiciones. Apretó al niño contra su pecho para que no escuchara, pero las mujeres vocearon que sólo querían darle de comer, solearlo por turnos en las placetas de sus cuevas y matar a cualquiera que osara apedrearlo.
No estuvo seguro el inefable sacerdote de si había bondad o pecado en tales propósitos, pero abrió la puerta y no se opuso cuando lo lavaron en la pila de agua bendita ni cuando los pechos desbordantes de vida se ofrecieron generosos a su vista y la boca del crío.
Hubo escenas de emoción entre las madres postizas por el gorgoreo alegre del chico que cayó rendido de puro limpio y satisfecho. El sacerdote tocó las campanas e improvisó bautizo cristiano. Las amas lo envolvieron en cristianar de terciopelo azul que tomaron prestado del niño Jesús de la bola.
Don Trinidad le impuso el agua y como nombre Rómulo, para que el niño amamantado en las ubres de la muerte fundara un destino a la altura de su nombre.
Después rogó a Dios que dotará aquel alma del más raro de todos los sentidos: el de una natural inclinación al bien.
Acto III
Piedad
Don Trinidad agonizaba de males sin nombre y tuvo tiempo de sobra para pensar en Rómulo. Lo hizo con la sincera lucidez que precede el final y supo que el muchacho jamás sería bueno; era tan pobre de espíritu como duro de entendederas y tan astuto hurtando en la despensa del rico como mezquino negando el pan a un vecino que se estuviera muriendo de hambre. Era hombre sin serlo, vago como él solo y ni siquiera merecía apodarse Satanás pues era su maldad tirando a mediocre.
Tampoco vio esperanza en la solitaria virtud obsesiva del chico: su peculiar sentido de la belleza, ese que lo dejaba absorto en el vuelo de las moscas o el lienzo ruinoso de una iglesia, solo era comparable a la torpeza infantil de su trazo con los lápices.
Aún siendo así, quiso despedirse del muchacho y lo llamó a confesión. Sintió piedad al oírlo declararse pecador y dispuesto a vender su alma al mismísimo diablo a cambio del don de capturar la belleza que se escapaba de sus dedos. Recordó el moribundo la caja oscura de fuelle olvidada en su sótano. Le indico a Rómulo que la rescatara del sótano y limpió el polvo que se había acumulado en la lente con su propia mortaja.
Con su último aliento, comendó a aquel objeto la misión de salvar el alma descarriada del infeliz muchacho.
Acto IV
La belleza imposible
Rómulo se hizo fotógrafo de medio pelo ambulante y malvivió de su trípode hasta que llegó la hambruna.
-Otro día será – se excusaba el novio – somos jóvenes, tiempo tendremos de hacernos una…
-Con el próximo hijo – se lamentaba la madre de un niño – cuando terminemos de criar…
-Vuelve en verano – rechazaba el anciano – El invierno ha sido duro, mejores tiempos vendrán…
Rómulo pasó tres días sin alimento, calado de frío y buscando clientes por calles señoriales. Vagaba bajo la nieve por una plaza desierta sin palomas cuando escuchó duelo en morada principal. Entró en el zaguán abierto y se acogió a refugió de plañidera arrimándose al fuego y al muerto.
El óbito era de una niña rubia envuelta con puntillas. La madre se aferraba a la mano todavía caliente y Rómulo intuyó una triste oportunidad para ganarse el sueldo.
– ¿Quiere usted una fotografía? – Ofreció al padre que permanecía impávido junto al féretro – Por unas pocas perras podrá verla siempre que quiera.
– ¿Se ha vuelto loco? – Respondió iracundo aquel hombre – Está muerta ¿es que no lo ve?
-Es por eso que lo digo – respondió Rómulo con descaro – Aun es bonita… Unas horas más y será tarde… le haré buen precio, no se preocupe.
Cedió el padre porque suplicó la madre y se agitó la casa en un ir y venir de ropas y peinados que evocaban los preparativos de una fiesta. Rómulo encauzó a la mujer y su hija con serena destreza hasta el escenario donde sucedió un milagro: su caja de madera capturó la inexplicable belleza de una mujer que acunaba el sueño eterno de su única hija.
Fue tan hermosa la visión que Rómulo se estremeció al verla dibujarse lentamente sobre el cartón. Por un instante recordó el rostro de su madre muerta y fundó con tal recuerdo su propio destino de artista.
Aprendió Rómulo todas las formas de recomponer la belleza rota y también de atrapar sin daño la que permanecía espléndida más allá de la vida.
Con el tiempo Rómulo se hizo con un local en el centro, un nombre en la comarca y una cuenta en el banco.
A veces le llamaban los vivos y otras los muertos le salían al paso. La muerte podía ser cruel o piadosa con sus muertos de belleza terrible o espantosamente preciosa, pero a todos regalaba inmortalidad con magistral sentido.
Fin