Ha llegado la hora de volver a la carretera y El Toboso me retiene. Sobre el mapa, está clarísimo el recorrido: un trecho de carretera autonómica de tercer orden que desemboca en la N-420, por la que debo desviarme a mano derecha. Pregunto de nuevo porque un primer informante me confunde, o yo me confundo, y a la segunda va la vencida. Dejo a la izquierda Mota del Cuervo y continúo por el mundo de la cepa, del vino. Precisamente, la radio informaba esta mañana de la lucha entre productores y empresas comercializadoras por el precio de la uva; estoy persuadido de que este es un episodio más de una lucha que debe de arrastrarse desde tiempo inmemorial. Y no puedo evitar que la cabeza se me escape al asunto. Para las empresas comercializadoras debe de resultar simple ponerse de acuerdo entre sí y establecer precios a la baja, pero, ¿cómo estarán organizados los productores? ¿Qué fuerza poseerán? Porque, ¡la uva no puede esperar en la cepa! Respecto de una cabra inquieta, Cervantes pone en labios de un cabrero: «Volved, volved, amiga, que si no tan contenta, a lo menos, estaréis más segura en vuestro aprisco, o con vuestras compañeras; que si vos que las habéis de guiar y encaminar andáis tan sin guía y tan descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?» (I, L). En el fondo y en la superficie está en juego la pobreza y la dignidad de la parte más débil, «… porque quien es pobre no tiene cosa buena. Esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto…» (I, XXXVII). Miguel, que sintió en sus carnes la necesidad de modo recurrente, puede que escriba no solo estos párrafos, sino casi toda la obra mirándose en el espejo, a partir de su experiencia. Más adelante, establece que «… por medio del favor y de las dádivas, muchas cosas dificultosas se acaban» (II, LXV). Igualmente, resulta ilustrador el diálogo entre Sancho y Teresa tras el retorno a la aldea de los protagonistas; refiere el escudero: «Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daño de nadie», a lo que responde la mujer: «Traed vos dineros, mi buen marido, y sean ganados por aquí o por allí; que como quiera que los hayáis ganado, no habréis hecho usanza nueva en el mundo» (II, LXXIII). Y también contradicciones, porque nuestros protagonistas son humanos; Don Quijote, amparándose en los usos de la caballería andante, deja sin satisfacer la cuenta generada en la venta «… sin mirar si le seguía su escudero…». Sancho, por su parte, echa mano de su sentido de la realidad para justificarse: si no paga el amo tampoco lo hará el criado, a fin de no quebrantar «… tan justo fuero» (I, XVII), con lo que acabó manteado. Y más: «¡… tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales! Dos linajes solos hay en el mundo […], que son el tener y el no tener […]; antes se toma el pulso al haber que al saber…» (II, XX). Y vuelvo al principio: quieran los hados que productores y comercializadoras encuentren el razonable y justo equilibrio.
Insisto, recorro trechos y trechos de cepas en los que conviven viejas plantaciones con otras modernas, y algún oasis de olivos. Ahora, parece que circulase por el páramo, y, un poco más adelante, se invierte el orden: extensos olivares salpicados de unas pocas vides.
Próximo a Campo de Criptana, la vista se me escapa a mano derecha al fondo, a lo alto, a una construcción pintada de blanco que se me figura una ermita. ¡Y no consta en mi documentación! Así que no puedo evitar desviarme. Recorro una carreterita, casi una pista muy bien asfaltada y pintada su línea central, que discurre sinuosa entre olivos. Enseguida alcanzo lo alto del otero en que se encuentra la ermita de la Virgen de Criptana; para mí, una iglesia amurallada del siglo XVI que cobija a la patrona. El templo es amplio para encontrarse aislado en lo alto de un cerro. Está exquisitamente mantenido, limpísimo, mimado, pintadas las paredes en blanco que reverbera la claridad por todo el interior, con la cruz de Santiago dispuesta en espaldera en los bancos de los fieles…, y está abierta para mí solo por obra y gracia del guardián que la atiende y que debe de vivir en una casa aneja. Y frente al templo, una inmensa explanada que el lunes de Pascua debe de llenarse a rebosar de criptanenses deseosos de venerar a su patrona. Desde esta atalaya de privilegio, la Mancha en estado puro, la árida llanura arrasada por el sol, y al fondo, salpicados, otros cerros, de los que uno es especial, el de Los Molinos.
Me reincorporo a la carretera autonómica y, a poco, accedo a la nacional. Observo explotaciones que intuyo de peso; enseguida, el extrarradio industrial de la villa, y ya me encuentro en Campo de Criptana, población ligada históricamente a la monarquía: participó en la toma de Granada y luchó al lado de Carlos I en la Guerra de las Comunidades. Según los viajeros de que bebí, siglos atrás era silenciosa, de casas encaladas y calles estrechas y empinadas; hoy, se hizo adulta y con algo más de 14.000 habitantes es una ciudad en toda regla. Mi primer y gran objetivo es deleitarme con los molinos, recrearme en ellos, pero antes debo alcanzarlos, tarea nada fácil. Sigo un par de carteles indicadores y, algo después, una bifurcación me hace perder el hilo. Aparco, desciendo del automóvil y pregunto a una joven que intuyo madre de la niña que la acompaña, y me suelta:
-Es evidente que los molinos están arriba y usted baja.
-Hasta ahí, alcanzo.
¡Será boba! Tan tonta como mona; ¿se habrá creído que recorro medio país para cortejarla? Un caballero de mi generación me reconoce que la señalización resulta insuficiente y me orienta; aun así, se me presenta alguna otra duda en la subida. ¿Tan vacías se encuentran las arcas de la villa que no pueden permitirse colocar media docena de indicadores más? Por fin, alcanzo lo alto del cerro.
Richard Ford, viajero inglés, reside en Sevilla y Granada y viaja por la península, todo entre 1830 y 1833. Hombre observador, contrasta los tópicos españoles con sus percepciones, experiencia que recoge en varios libros. A propósito de los molinos de viento, escribe que son tecnología punta en 1575, cuando son instalados. ¿Cómo se molería el grano aquí hasta ese momento? Azorín escribe: «Los molinos de Criptana andan y andan», lo que me lleva a preguntarme si se trata de una reiteración, mas no; Azorín disfruta de la puesta en marcha de uno de ellos en 1905. D’Halmar, por su parte, los califica de «escuadrón de gigantes». Magníficamente elegido el eslogan «Tierra de Gigantes», que se aplica a la villa. ¿Conocería Cervantes estos molinos? ¿Le habrán inspirado la singular batalla, como sostienen los criptanenses, o ese modelo provendrá de algún otro lugar, tal vez Consuegra, como sostienen los consaburenses? Para Don Quijote, la lucha contra los gigantes «es buena guerra», y espera eliminarlos, como se mata la mala hierba, y, de paso, «con cuyos despojos [botín] comenzaremos a enriquecer» (I, VIII).

Desde la distancia, el otero se percibe amplio, extenso, estirado; sobre el terreno, más. Lo recorro bajo un sol plomizo que aplana, empeñado en encontrar los mejores encuadres fotográficos. Ya sé que son diez los molinos y que, cual seres vivos, cada uno tiene su nombre: empiezo por Sardinero -alusión al fundador-, situado en el cerro de la Paz, el núcleo originario de la villa; Burleta o Burlapobres, nombre que aludiría a prácticas comerciales poco ejemplares; Poyatos, Inca Garcilaso -¡qué curioso!-, Cariari, Pilón, Lagarto, Culebro -dedicado a Sara Montiel, que conserva el piano de «El último cuplé», que atisbo por un instante-, y Quimera, casi todos museo de algo.
¡Culebro y su piano blanco! Si preguntara a una persona al azar de la generación anterior a la mía por Campo de Criptana, seguro que lo asociaría con la patria chica de Sara Montiel, su hija más universal, su Dulcinea.
A la vez que los fotografío, observo los molinos, rehechos, blancos, inmaculados, como esperando la próxima carga de grano a tratar -Dios no lo quiera-. Y resulta obligado visitar, al menos, el dedicado a información turística. Tras una pequeña espera, el joven que atiende me dedica su atención; me reconoce también que la señalización de acceso al cerro es mejorable; me facilita una fotocopia de un plano de la villa en el que me destaca con redondeles elementos a los que le aludo: unos molinos en concreto, la cueva de la Despensa, por cuya visita abono unos céntimos, la plaza del Pósito…

Desciendo hacia el cerro de la Paz; camino de extasiarme ante Sardinero, observo a una mujer y a un varón que en una fachada enjalbegada de blanco pintarrajean un zócalo de añil, y les pregunto:
-¿Pintan la pared de blanco y de añil por alguna razón?
-Porque siempre lo hemos hecho así -me responde la mujer.
Según narran los viajeros de antaño, blanco y añil son los colores de este barrio, llamado del Albaicín, núcleo originario de la ciudad y hoy lleno de vida a pesar del desnivel de sus calles. Lo recorro con satisfacción dejándome empapar de su historia, de sus historias. Pica el sol de lo lindo y entro a un bar a refrescarme. Luego, a través de una tienda, accedo a una auténtica -eso me dicen- cueva-vivienda de molineros del siglo XVI excavada en la roca y pintada también de blanco y añil. Unos escalones conducen a una pequeña sala que sirve de distribuidor y lugar de ingreso a otras, todas diminutas y ciegas, aunque el reflejo de la luz cegadora que entra por la puerta mantiene en el conjunto una discreta iluminación. ¿Cuántas horas de piqueta manual habrá tras el trabajo de agujerear esta roca? Y hasta puede que, siglos atrás, esta cueva nada tuviese que envidiar a las casas del común.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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