Diez kilómetros separan Quintanar de la Orden de El Toboso, diez kilómetros que en automóvil son un suspiro, un suspiro repleto de parcelas dedicadas al cultivo de la vid, muchas con plantaciones recientes de cepas poco separadas entre sí y dispuestas en espaldera, imagino que buscando la mayor productividad. A poco, en esta infinita llanura, asoma al fondo, a lo lejos, la torre de una iglesia que no puede ser otra que la de mi próxima parada. Cervantes hace que la tercera salida de nuestro caballero, que se produce al comienzo de la segunda parte de la obra, se realice en dirección a El Toboso: «… y los dos tomaron la de la gran ciudad de El Toboso» (II, VII). Y quien suscribe, tras los pasos de Don Quijote y Sancho.
Documentaba este viaje por la Castilla de Don Quijote cuando se cruzó en mi vida «El camino de Don Quijote (Por tierras de la Mancha)», de August F. Jaccaci, traducido por Ramón Jaén y editado en 1915, y me enamoró. Fue aquel un hermoso día, no solo desde el punto de vista climatológico, que también, sino por la satisfacción de conocer esta pequeña joya de la que no había tenido noticia hasta ese momento. ¿Por qué me cautivó de este modo? Porque es un texto hermoso, de lenguaje poético, que te engancha desde la primera línea, visual, tanto que si lo leyese una persona invidente, «percibiría» con toda precisión lo que narra y describe. Jaccaci nace en Francia a mediados del siglo XIX, viaja de modo infatigable, se nacionaliza estadounidense, se relaciona con la intelectualidad del momento y, seducido por el «Quijote», hace un paréntesis en su existencia y recorre la Mancha a partir de julio de 1890: quiere ver por sí mismo los lugares, las gentes, las costumbres… que pinta Cervantes, o lo que quede de ellos, y se convierte en un precursor de los viajes tras los pasos de Don Quijote e inspirador de la «Ruta» de Azorín, que admiraba su obra. Dice de El Toboso: «Estas casitas, esparcidas alrededor de dos iglesias severas, a pesar de su vejez, aparecen limpias, atendidas. Las callejuelas, tortuosas, quebradas, eran también como las casas, viejas y pulcras. Y en El Toboso hallé una posada limpia [hasta el extremo] de sentirme en esta casa extraña como en la mía». También: «¡Qué impresión de la historia producen estos lugares, y, ante la eternidad de la naturaleza, cómo parece un soplo la vida humana!».
A la entrada de la villa, en el cruce con la carretera que a mano derecha se dirige a Miguel Esteban, un bajorrelieve alusivo a los grandes ítems del «Quijote» da la bienvenida al visitante. Prosigo sin prisa. Un poco más adelante, en la acera de la derecha, un establecimiento hotelero, que fijo en la memoria. Avanzo y, cuando estimo que me encuentro céntrico, estaciono a capricho. Me muevo en el entorno de la iglesia y, siglo y cuarto después del viaje de Jaccaci, escribo con satisfacción que El Toboso mantiene su esencia, la pulcritud, y me causa la mejor de las impresiones; las callejuelas de entonces son hoy calles razonablemente amplias y correctamente pavimentadas, y las viviendas, remozadas, nuevas, esmeradas en todo caso.
El Toboso es cuna de ilustres familias y de ello dan testimonio viejos escudos en las fachadas, desgastados por el paso del tiempo. Aquí existe el apellido Cervantes y, por eso, también quiere ser cuna del autor. De hecho, don Silverio, el maestro de El Toboso con 33 años de servicio a su espalda, al que Azorín dedica su viaje, cree a pie juntillas que el abuelo de Cervantes es natural de aquí, igual que otros muchos vecinos. La propia Dulcinea sería encarnación de dama de linaje y blasones, doña Ana Martínez Zarco de Morales; yo, sin pruebas, guiado solo de la intuición, del deseo, prefiero pensar que se trate de la sublimación de su amor imposible, como ya escribí en Esquivias.
Frente a la esquina de la torre del templo, la oficina de información turística y el museo Cervantino, dos por uno en el mismo edificio. Accedo y me encuentro con una exquisita joven que atiende. Adquiero el boleto de acceso al museo y pregunto a mi interlocutora por la vecina villa de Miguel Esteban, también supuesto antecedente del «Quijote». Y es que, según mis notas, en ese lugar vivió el hidalgo y procurador Francisco de Acuña, que, para amedrentar al vecindario y socavar el poder del señor del lugar, se viste a lo Don Quijote y espanta con la lanza a quien se cruce en su camino, incluido el señor, que, perseguido, debió huir hacia aquí, hacia el El Toboso, si quiso conservar la vida. ¿Conoce mi admirado don Miguel las horas de dedicación que procura a tanto curioso? ¿Miguel Esteban? Y, ¿por qué no? Porque no falta estudioso para quien esa villa sería el lugar de la Mancha del que Cervantes no quiere acordarse. Además, dispone de tres curiosos parques ajardinados; y escribo curiosos porque en el de Nuestra Señora del Socorro se encuentra situado un monumento a la mujer vendimiadora, reconocimiento a su aportación a la evolución de la villa; en el parque de la Noria, una noria recuerda este histórico sistema de riego y el peso que la agricultura tuvo en el devenir de la población; y el del Molino, con una representación de Don Quijote y de un molino. También, una ermita, de San Isidro, con un amplio pórtico en los laterales y en los pies. Pero Miguel Esteban se halla en fiestas y opto por centrarme en El Toboso.
La otra cuestión que planteo a la joven es mi deseo de pernoctar en la villa. Me informa de las opciones que se me ofrecen y opto en primera instancia por la hospedería del monasterio de las Trinitarias Recoletas; y la joven se ofrece para gestionarme el alojamiento.
-¿Y querrá usted visitar el museo del convento?
-¿Visitar el museo?… Pues, sí.
-Entonces, váyase allí sin pausa porque el museo cerrará pronto, para que pueda verlo, y luego vuelva para ver este, que le da tiempo.
Sigo el planteamiento a rajatabla. Recorro la villa, ahora de un extremo al otro y corroboro la primera impresión. Alcanzo «el pequeño Escorial de la Mancha», que es así como también se conoce esta maravilla y busco la entrada al museo, que se encuentra cerrado. ¿Cómo es posible si nos hemos comprometido y me encuentro dentro de la hora? Deambulo la fachada, herreriana, sólida, sencilla, austera, sin concesiones, de dos alturas, leí que de cien metros, y vuelvo sobre mis pasos bordeando la cara del museo; posee campanario en espadaña y escudo, y dicen mis notas que este sagrado recinto ocupa 9 000 metros cuadrados y que el claustro es doble, de dos plantas.
Poco después, se abre la puerta del museo y una venerable trinitaria me pregunta si soy yo quien espera, me invita a pasar y me advierte de que no está permitido tomar fotografías, con lo que guardo la cámara. Ya califiqué de venerable a la monjita; añado que madura, aunque de edad indeterminada para mí. Me comenta que acaban de finalizar unas fechas de retiro y que vuelven al día a día ordinario. Le agradezco la atención porque esta visita es un pase privado. El museo, como cabe esperar, es religioso. Bajo su batuta, recorremos las piezas expuestas, su historia y avatares, y, sobre todo, cambiamos impresiones en torno a lo divino y a lo humano; sí, en torno a lo divino y a lo humano. ¿A lo divino?: percibo su veneración por la fundadora del convento, de la que conservan libros de su uso; reflexionamos en torno a la vida, la actitud y las obras de Jesús, y queda en el aire la duda de si podría aplicársele el calificativo de primer comunista de la historia. ¿Y en torno a lo humano?: me parece de justicia mostrarle mi admiración por la exquisitez con que mantienen el monasterio; agradece el reconocimiento y me confiesa con sentido de la realidad que sin la ayuda oficial resultaría materialmente imposible. Me siento cómodo y a gusto, pero no quisiera abusar de su hospitalidad y le hago ver la hora, que coincide con una de las convocatorias de la comunidad, y, para mi sorpresa, hace que me despreocupe advirtiéndome que ella es la priora de la institución. Percibo en esta serena mujer las dos caras de la moneda: por un lado, la preocupación por su alma, pero también y de modo muy especial la preocupación por la casa de que es cabeza; intuyo que, para no perder comba, le gusta escuchar las opiniones, las percepciones, de personas de tras los muros; nuestra conversación va desde El Toboso a Madrid y aun hasta Noia, villa de mi querencia y donde la orden tiene casa también; y, ¡cómo no!, Cervantes y los trinitarios. Observo la recreación de una celda del monasterio, estoica, restos de pinturas centenarias en un paño del muro, dos lados enrejados del claustro de la planta baja… y, agradecido, me despido de la religiosa; creo percibir que, en función de las penosas experiencias a que dieron lugar, la Desamortización y la Guerra Civil son sombras, losas, que ya forman parte del ADN del monasterio.
La villa de El Toboso, de dos mil habitantes hoy, es…, con el permiso de los toboseños, que quiero alagarlos; es, digo, un pueblo.
-Si este texto alcanzase difusión, Manoliño, eres ya persona «non grata».
-Por favor, deja que siga poniéndome el mundo por montera de cuando en cuando.
-¿Estás loco? ¿Revisas o no revisas las notas que traes? ¿Es que no recuerdas que los estudiosos relacionan hasta catorce pequeñas iglesias o ermitas en la villa, varias dentro de la muralla? ¿Se te ha olvidado que las clarisas poseen monasterio también aquí?
-Te retiro la palabra, que veo claro que pretendes comerme el terreno. Y antes de que digas nada, añado yo que las clarisas, de clausura, son especialistas en sacar el mayor partido posible a los modestos garbanzos manchegos y en elaborar soberbios pichones rellenos, plato reservado para las grandes solemnidades, que este aprendiz de escribidor admira la sencillez de la cocina de la orden.
Mas, vuelvo a lo mío. ¿Por qué escribo que esta «gran ciudad», como relata Cervantes, es un pueblo? Porque, a la salida de mi visita al museo, recorro la población sin prisa, fijando en mi retina estas calles tranquilas y acogedoras, con escaso movimiento, hasta que la noche extiende su manto sobre ella y me dirijo a la plaza de la iglesia parroquial, ¿y con qué me encuentro? Con una pareja de ancianos que ha sacado sendas sillas a la puerta de casa y toma el fresco, ancestral costumbre viva solo en los pueblos.
Tuve oportunidad de acceder a la iglesia, dedicada a San Antonio Abad, en plenos oficios de la tarde. Escribo en mis notas que resulta «desproporcionada» para una villa como esta: cohíbe su torre, con ventanuco en tronera. Me llama la atención la reiterada presencia de la cruz de Santiago, la crucería de sus bóvedas, la robustez de las columnas cilíndricas, la tribuna…, no me extraña que algún autor la califique de «catedral de la Mancha». Pero, tengo especial curiosidad por disfrutarla de noche. Don Quijote y Sancho esperan a la hora bruja para entrar a El Toboso. El caballero pide al escudero que le guíe al palacio de su ensoñación, y el señor Panza, que nada sabe de Dulcinea más que lo que de ella oyó a Don Quijote, echa mano de su sentido común para eludir la acción: «… ¿es hora esta, por ventura, de hallar la puerta abierta? ¿Y será bien que demos aldabonazos para que nos oyan y nos abran, metiendo en alboroto y rumor toda la gente? ¿Vamos, por dicha, a llamar a la casa de nuestras mancebas, como hacen los abarraganados, que llegan, y llaman, y entran a cualquiera hora, por tarde que sea?» Don Quijote, cual rayo que no cesa, inasequible al desaliento, decide buscar el alcázar de su amada y es entonces cuando ve «una gran torre», la que tengo delante, y, tras comprender que se trata de la del templo, pronuncia el clásico: «Con la Iglesia hemos dado, Sancho», aunque a menudo troquemos el «hemos dado» por «hemos topado», que se atribuye a Azaña, tal vez por citar de memoria, un tópico desde entonces. ¿Tendría segunda intención Cervantes, más allá de la meramente descriptiva? ¿Aprovechará para lanzar su ariete contra el imperio de la Iglesia, que tantos disgustos le proporcionó, incluida la excomunión más de una vez? Esta torre llama la atención de día; de noche, con la luna llena iluminándola desde atrás y proyectando la sombra hacia la plaza, debe de impresionar.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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