Tras la visita nocturna a la plaza de la iglesia, vuelvo a la hospedería; de camino, rememoro que hace siglo y cuarto escribe Jaccaci que la riqueza de la villa deriva de la alfarería y de la fabricación de grandes tinajas para el vino. Hoy debe de ser una actividad perdida porque en mis recorridos no vislumbro signos de ella; diría que la vida de la población se debe al trabajo generado desde el campo. Frente al monasterio, una coqueta alameda espléndidamente iluminada rebosa de chiquillería que juega y disfruta del plácido anochecer.
La estancia en la hospedería incluye desayuno. En la sala habilitada al efecto me siento a una mesa ocupada por una mujer madura que realiza un retiro en el monasterio huyendo de la locura del mundanal ruido; es de…, de una villa del entorno. Me participa que no leyó el «Quijote», pero sí lecturas piadosas; su hermana sí lo leyó, y a ella le encantan las representaciones parciales de la obra que periódicamente realizan en su pueblo. La mesa está exquisitamente presentada y copiosamente dotada de alimentos apetecibles; nos atiende una joven de hábito, imagino que novicia o postulante, que se esfuerza por agradar y que me invita a tomar más. Como ya le aconteció a Jaccaci, me siento como en casa y así lo escribo, porque es de justicia ser agradecido. Dice Don Quijote:
«Entre los pecados mayores que los hombres cometen, aunque algunos dicen que es la soberbia, yo digo que es el desagradecimiento, ateniéndome a lo que suele decirse: que de los desagradecidos está lleno el infierno. Este pecado, en cuanto me ha sido posible, he procurado yo huir desde el instante que tuve uso de razón; y si no puedo pagar las buenas obras que me hacen con otras obras, pongo en su lugar los deseos de hacerlas, y cuando estos no bastan, las publico, porque quien dice y publica las buenas obras que recibe, también las recompensara con otras si pudiera; porque, por la mayor parte, los que reciben son inferiores a los que dan, y así es Dios sobre todos, porque es dador sobre todos, y no pueden corresponder las dádivas del hombre a las de Dios con igualdad, por infinita distancia; y esta estrecheza y cortedad, en cierto modo, la suple el agradecimiento» (II, LVIII).
Ante este piadoso y bíblico mensaje, Sancho no puede contener su admiración por el caballero y pronuncia:
«¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco? Digan vuesas mercedes, señores pastores: ¿hay cura de aldea, por discreto y por estudiante que sea, que pueda decir lo que mi amo ha dicho, ni hay caballero andante, por más fama que tenga de valiente, que pueda ofrecer lo que mi amo aquí ha ofrecido?».
El binomio gratitud/ingratitud debe de pesar de modo relevante en el alma de Cervantes porque lo encontramos en otros pasajes de su obra: «De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofende es la ingratitud». Don Quijote se sitúa al margen de la ley liberando a los galeotes -en tanto estima la libertad Miguel- y tras su ingratitud, el escudero se siente temeroso y Don Quijote, mohíno; los dos, apedreados, casi lapidados. Pocos párrafos más adelante: «… el hacer bien a villanos es echar agua en la mar […]; pero ya está hecho; paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante». Y también: «… siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad sea ocasión de acudir a lo que no se debe…», todas, citas tomadas de I, XXII-XXIII.
Desconozco si es apreciación general, pero me siento tan inmerso en el «Quijote» que percibo a caballero y a escudero no como seres imaginarios resultantes de la creación de Cervantes, sino como seres vivos, reales, y puede que no me encuentre tan loco como pudiera parecer, porque existen precedentes.
-No entiendo nada, Manoliño. ¿Has fumado?
Alejandro Dumas padre escribe en la carta XVI de su libro de viajes «De París a Cádiz» que «Muchos de mis propios personajes, que los lectores creen sueños de mi imaginación, han hablado, han pensado, han vivido, hablan, piensan y viven todavía». Así, pues, si caminas atento, podrás sentir cerca a Don Quijote y a Sancho, con todo lo que eso significa.

Mientras recorro la villa en dirección a la plaza, viene a mi memoria la continuación del episodio de la sombra de la torre de la iglesia; han pasado unas horas y Don Quijote todavía se halla retirado en las inmediaciones de El Toboso. Sancho, divino farsante, espeta al caballero: «… no tiene más que hacer vuesa merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del Toboso, que con otras dos, doncellas suyas, viene a ver a vuesa merced». Y el muy ladino sigue engolosinándolo: «Pique, señor, y venga y verá venir a la Princesa nuestra ama vestida y adornada; en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes…». Don Quijote no cabe en sí de gozo y, en gratitud por la buena nueva, le ofrece a Sancho: «… el mejor despojo [botín] que ganare en la primera aventura que tuviere…», y si no fuese suficiente, «… las crías que este año me dieren las tres yeguas mías…» (II, X). Y con sentido práctico y realista, Sancho opta por las crías, porque, en tres momentos al menos, pronuncia el consabido refrán: «… más vale pájaro en mano, que buitre volando…» (I, XXXI; II, XII; II, LXXI). Pero ya sabemos que la princesa y las doncellas de que habla el escudero se transforman en tres labradoras a los ojos del caballero, de lo que finalmente carga el mochuelo al maligno encantador que lo acosa, tras lo que se confiesa «… el más desdichado de los hombres».
¡Ay, los encantadores, empedrado al que responsabilizar de todo mal! Dice Don Quijote: «… andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven a su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos; y así, eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa» (I, XXV). Sancho, como casi siempre, con los pies en el suelo, intenta convencer a Don Quijote de la realidad de su prisión, muy lejos de la razón de encantamiento a que acude el caballero cuando la vida se le pone a contrapelo: «¿Y es posible que sea vuestra merced tan duro de celebro y tan falto de meollo que no eche de ver que es pura verdad la que le digo y que en esta su prisión y desgracia tiene más parte la malicia que el encanto?» (I, XLVIII). Y cuando no son los encantadores, son los astros; Don Quijote se siente cansado y pide volver al carro: «… y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que agora corre» (I, LII). Y la desesperación de Sancho: «Agora sí que vengo a conocer clara y distintamente que hay encantadores y encantos en el mundo, de quien Dios me libre, pues yo no me sé librar…» (II, LXX).
Vuelvo a Dulcinea y a su incondicional enamorado. Quien haya sido el artífice del eslogan «el pueblo del amor», en alusión a El Toboso, hizo diana.
Ya escribí que me dirijo a la plaza, donde quiero repetir las fotografías de los monumentos a Dulcinea y a su rendido caballero, y he aquí que percibo mucho movimiento: ¡también un entierro! Y este es asunto, el de la muerte, que igualmente afronta Cervantes, tal vez sintiendo próxima la suya, cuando pone en boca de Don Quijote: «… en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban y quedan iguales en la sepultura» (II, XII). Sancho, por su parte, tampoco se queda atrás: «Es el caso que como vuesa merced mejor sabe, todos estamos sujetos a la muerte, y que hoy somos y mañana no, y que tan presto se va el cordero como el carnero, y que nadie puede prometerse en este mundo más horas de vida de las que Dios quisiere darle; porque la muerte es sorda, y cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de priesa y no la harán detener ni ruegos, ni fuerzas, ni ceptros, ni mitras, según es pública voz y fama y según nos lo dicen por esos púlpitos» (II, VI). Y me resulta curioso recoger que aquí, en El Toboso, escribe también Jaccaci: «Pobre humanidad cuya efímera vida, tenida por fecunda, no hace sino arañar en el seno de la tierra para cavarse la tumba».

Tras la reflexión y las fotografías, accedo al museo Cervantino, que no pude recorrer ayer. No está la joven que me atendió; hoy lo hacen chica y chico, también muy correctos y facilitadores. Me cuentan que reúnen aquí más de seiscientas ediciones del «Quijote» en setenta lenguas, que exhiben una edición singular y única, la de mayores dimensiones y peso…, y recorro las instalaciones de esta llama encendida. Curioseo y fotografío: ejemplar italiano rubricado por Mussolini en 1930, edición alemana firmada por Hitler en 1933, donación de Franco rubricada en 1948, edición cubana de 2010 dedicada por Fidel Castro y un ejemplar manuscrito -insisto, escrito a mano- realizado por unos reclusos.
Estoy persuadido de que los políticos de hace decenios, como los de hoy, son políticos y actuaron y actúan políticamente, según demandaba y demanda el momento. Mussolini, Hitler, Franco, Fidel Castro… ¿leyeron el «Quijote»? Si lo hicieron, ¡qué poco les aprovechó! Leo, viajo y escribo coincidiendo con el cuarto centenario de la edición príncipe de la segunda parte de la novela y observo con curiosidad las encuestas alusivas a la lectura real y completa de la obra, nada halagüeñas. Mas, un testimonio de auténtica autoridad: En su discurso de ingreso en la Real Academia Española, Vargas Llosa reconoce que «… en el primer intento de lectura, por la oceánica abundancia de palabras y giros desconocidos me había -como diría Borges- derrotado en los primeros capítulos». Y lo reitera en 2015 en una conferencia en el City College de Nueva York; admite que «fue un fracaso» su primer intento de lectura del «Quijote», con quince años, y sería en su fase de estudiante universitario, tras leer la «Ruta» de Azorín, libro hechicero según él, cuando percibió «la grandiosidad» de la universal novela. Y una curiosidad: Thomas Mann lee el «Quijote» a los 59 años, después de haber recibido el Nobel, encontrándose a bordo del «Volendam», en su primer viaje a Estados Unidos.
Después del ejercicio de humildad de don Mario y de la curiosidad del señor Mann, ¿qué puede decir este aldeano metido a viajero? Pues que históricamente viví las dos caras de la moneda. Por un lado, cuando niño, realicé una colección de cromos «ad hoc» que acompañaban las tabletas de un chocolate malísimo que elaboraba una firma compostelana, y me subyugaban las aventuras de Sancho manteado, de don Quijote enjaulado, de don Alonso luchando con los molinos… En el otro, la reiterada experiencia escolar de dictados tomados de la novela en edición de castellano antiguo, espantosos, horrorosos, que me crearon prevención hacia la obra. A lo largo de mi vida, vadeé el «Quijote» cuidando de no suscitar aversión hacia él, hasta estos momentos en que lo leí, subrayé, tecleé y sigo villa a villa por la Mancha. Discúlpeme, don Miguel, pero, si le fuese dado vivir en este tiempo, estoy seguro de que escribiría otro «Quijote», una novela que, sin perder la esencia originaria, resultase digestible; por eso, mi respeto, mi aliento y mi felicitación a los divulgadores que la adaptan a las exigencias del siglo XXI.
Y a punto de abandonar El Toboso, una reflexión: estoy convencido de que no existe un solo «Quijote», un «Quijote» único, sino que cada lector lee «su» «Quijote»; una vez más, el color del cristal.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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