Los camarógrafos tenían motivos más que suficientes para sentirse complacidos.
Cuanto más esperaba la multitud, más compacta y bulliciosa se hacia.
Miles de niños se aferraban inquietos a cuello de sus padres. La nube de fotógrafos se veía continuamente incrementada por bandadas de turistas que habían oído la noticia en las radios de los coches.
Tras 27 años de prisión, Nelson Mandela iba a ser puesto en libertad.
Un hombre que había sido encarcelado antes de que la televisión llegara a Sudáfrica podría ser visto por decenas de millones de telespectadores en todo el mundo.
El gentío formaba una masa colorista, informe y bullanguera.
Jóvenes activistas con brazaletes rojos trataban de mantener a los mirones tras una barrera de cuerda extendida a medio centenar de metros del portón.
Un quinto helicóptero, el de la policía, vino a sumarse a los cuatro aparatos atiborrados de periodistas que sobrevolaban en círculos los primorosos viñedos que enmarcan la cárcel de Víctor Verster.
Ese domingo, 11 de febrero de 1990, iba a marcar el inicio de la «nueva Sudáfrica».
Hacia solo nueve días que el presidente De Klerk había pronunciado su famoso discurso. Durante muchos años la liberación de Nelson Mandela había sido presentada como la llave de la paz entre los sudafricanos de todos los colores.
En los momentos mas tenebrosos de los años 80, cuando los policías disparaban a mansalva, los negros suspiraban por Mandela, el jefe indomable que imbuiría sentido común a los gobernantes blancos.
Finalizada la década, muchos blancos miraban hacia él, convencidos de que iba a moderar a los «camaradas» y apaciguar los ánimos entre las etnias negras rivales.
Los columnistas se referían a é no solo como el líder de la lucha antiapartheid, sino como el «Padre de la Nación».
Eran demasiadas esperanzas depositadas en las virtudes taumatúrgicas de un solo hombre.
Como una premonición de las amargas frustraciones que se avecinaban, lo que debía haber sido una alborozada ceremonia destinada a mostrar al mundo la buena voluntad de las autoridades blancas y el comienzo de la reconciliación racial termino convirtiéndose en un pandemónium indescriptible.
La liberación se retraso hora y media. Cuando llego el momento, la multitud se abalanzó hacia la entrada gritando «es él, es él».
El alto, frágil y canoso héroe apenas tuvo tiempo de levantar el puño y zambullirse en un coche con su esposa Winnie -temendamente corrupta y miserable aunque nadie reparaba entonces en ello-, para eludir el asalto de los corresponsales.

Winnie y Nelson Mandela.
El vehículo de Mandela enfilo hacia Ciudad de El Cabo, a una hora de distancia. Los periodistas saltaron a sus automóviles e iniciaron la persecución.
Apiñadas hombro con hombro en la amplia plaza situada frente a1 Ayuntamiento, miles de personas ha- bran pasado la jornada transpirando bajo e1 inmisericorde sol austral.
El chofer de Mandela intento abrirse camino hasta las escalinatas. Cuando se quiso dar cuenta, el coche estaba sumergido bajo una marea humana y resultaba imposible abrir las portezuelas. Intentar extraer por una ventanilla a un viejo de 71 años y transportarlo en volandas hasta e1 edificio era insensato.
No tuvo más remedio que retroceder lentamente.
Dos horas después, Mandela reapareció. Eran las siete y media de la tarde.
El público estaba ya sediento y malhumorado. En los extremos de la plaza, jóvenes airados comenzaron a lanzar botellas de cerveza contra los furgones policiales y a recibir perdigonadas a cambio.
«¡Amandla!», saludó Mandela.
«¡Ngawethu!», rugió la masa en respuesta.
«¡África! «¡Mujibur ye!»
El poder es nuestro. Dejad que África vuelva a su pueblo.
El anciano líder negro continuo como si no hubieran pasado 27 años.
Recordó el juicio donde lo condenaron a cadena perpetua, recalcando que e1 ale- gato pronunciado desde el banquillo en 1964 seguía siendo valido.
«Es el momento de intensificar la lucha en todos los frentes; no hay otra opción —proclamo arrogante—. No soy un profeta, sino un humilde servidor del pueblo; si es necesario, estoy preparado para morir por mis ideales.»
Mandela elogió a los aliados del CNA: los guerrilleros sacrificados como ovejas en unas acciones armadas predestinadas at descalabro; los estudiantes, religiosos y liberales blancos que habían protestado dentro del país; los extranjeros que habían hecho campaña en favor de las sanciones económicas; incluso el Partido Comunista, cuya alianza con el CNA era mas fuerte que nunca…
Cuanto más radical era el aliado, más sonoramente vitoreaba la multitud.
Los aplausos mas atronadores restallaron cuando Mandela alabó la lucha armada y la contribución de los comunistas a la causa.

Quemado vivo con un necklace.
Al día siguiente, declaró a los corresponsales extranjeros que seguía apoyando la nacionalización de las minas y bancos que moldeaban la columna vertebral del capitalismo sudafricano.
Cuando le preguntaron por el presidente blanco, con el que se había entrevistado en secreto varias veces, solo dijo: «De Klerk es un hombre integro.»
Bastantes financieros y políticos se horrorizaron.
Sin un líder indiscutido con quien dialogar, era imposible una negociación constructiva.
Habían liberado a Mandela convencidos de que era el único capaz de aglutinar a la conflictiva mayoría negra.
Ahora descubrían que continuaba siendo un político sometido a la disciplina de su partido y que para colmo no controlaba a todos los «cafres».
Durante los dos primeros días de libertad de Mandela, al menos cien personas resultaron gravemente heridas en los mítines de bienvenida.
Dos docenas perdieron la vida.
El frenesí, así como la desorganización de aquellas horas fueron una señal de lo que se aproximaba.
Las raíces del mal eran muy profundas, pero se nutrían sobre todo en el caos de los años 80.
La protesta, iniciada en 1984 contra el Parlamento tricameral ofrecido por Botha, se extendió a las elecciones municipales instauradas desde 1983 en los townships, para sustituir a los administradores blancos.
El día de la votación, cuatro de cada cinco negros declinaron presentarse ante las urnas.
Los malhadados triunfadores fueron tachados de esquiroles, bárbaramente asesinados, obligados a defender sus casas con cercas de alambre de espino o forzados a huir.
Implantar la anarquía en los townships se convirtió en el objetivo prioritario de muchos dirigentes negros.
Oliver Tambo, por aquel entonces presidente en el exilio del CNA, declaro que la destrucción era una forma sublime de hacer política.
En 1985 su mensaje de Año Nuevo a los militantes del interior fue: haced Sudáfrica ingobernable.
«Larga vida al espíritu de no compromiso», se convirtió en el slogan juvenil de moda y «nada es mas bello que un pueblo en revolución», en la frase favorita de los lideres de color.
No todo el mundo compartía esta romántica visión.
Negros «no revolucionarios» eran lapidados, desmembrados a hachazos o incinerados con el necklace, el neumático impregnado de gasolina.
Cuando se convocaba una huelga, los trabajadores debían elegir entre arrostrar el enojo de sus patrones o arriesgarse a la cólera de los «camaradas».
Habitualmente la ira de los «camaradas» resultaba mas aterradora. Amas de casa negras, que sucumbían a la tentación de comprar en las rebajas de los supermercados blancos, eran emboscadas en el camino y forzadas a engullir la sal, el jabón, el aceite y hasta la lejía.
Los boicots antiapartheid dislocaron la vida en la sociedad negra, dejando un pavoroso saldo de pupitres rotos, coches incendiados, vestuarios inundados y aulas abandonadas.
Los boicots escolares agostaron generaciones completas de alumnos.
Los boicots de alquileres arruinaron toda posibilidad de administrar decentemente los suburbios.
Los boicots laborales emponzoñaron todavía más las relaciones industriales.
Incluso la institución familiar se resintió.
En 1990 la mitad de los niños de Soweto no vivía con sus padres.

Los ‘camaradas’ asesinan con un necklace y gasolina a un desventurado.
Los totsis, los gánster adolescentes que paralizaban a sus víctimas clavándoles de improviso un afilado radio de bicicleta en la parte posterior del muslo, rampaban por las calles y les bastaba acusar de «esquirol» a cualquier adulto que afease su conducta, para acabar con su existencia.
En el momento en que Nelson Mandela caminó por fin a sus anchas, muchos negros llevaban tanto tiempo batallando por lograr poder político, que se habían olvidado de otros retos.
Mandela y los dirigentes mas lúcidos del CNA percibieron claramente el peligro, pero una vez instaurada la ingobernabilidad se requiere un titánico esfuerzo para revertirla.
El efecto inmediato de la liberación de Mandela fue un enconamiento de la pasión.
El Gobierno había excarcelado a nacionalistas negros que cumplían condena por terrorismo.
Los conservadores utilizaron la palabra «camarada» para vituperar a De Klerk en el Parlamento y denunciaron su traición a la «Tribu Blanca».
Invocando a sus heroicos ancestros boers, escuadras de extremistas blancos asaltaron el local de la embajada británica.
Apenas cuatro meses antes, en unas elecciones parciales, el Partido Nacional había estigmatizado como «traidores» a los liberales del Partido Demócrata por hablar con el CNA.
La foto de uno de sus dirigentes, Wynand Malan, reunido con el comunista blanco Joe Slovo, fue ampliamente difundida.
Ahora era De Klerk el que legalizaba el CNA y se aprestaba a negociar con sus lideres, incluido Slovo.
Era una invitación al reverendo Treurnicht y los conservadores para que le acusaran de duplicidad.
El resultado fue una hemorragia de militantes, especialmente en el «Profundo Norte».
Afortunadamente para el proceso reformista en curso, el Partido Nacional compensó sus pérdidas atrayendo a sus filas a blancos de origen británico.
En términos numéricos, las cosas quedaron más o menos como estaban.
Cualitativamente, cambió radicalmente la idiosincrasia de la organización.
El Partido Nacional, que en 1990 se abriría a todas las razas, dejo de ser el portador del «santo grial» afrikáner.
Ese papel fue asumido por el Partido Conservador y por una pléyade de fanatizados grupos blancos con afición a las armas de fuego y estrechos contactos en las Fuerzas de Seguridad.