250 años del nacimiento de Beethoven

Estatua de Beethoven en la Munsterplatz de Bonn
Estatua de Beethoven en la Munsterplatz de Bonn José Luis Cantos Torres

Cuando Ludwig van Beethoven nació el 16 de diciembre de 1770 en Bonn, hace hoy 250 años, los monarcas de la música barroca, Bach, Händel, Vivaldi y Scarlatti, ya habían fallecido. Mientras el pequeño Ludwig gimoteaba sus primeros llantos, el legado de aquellos dioses del pentagrama barroco, había dado paso al clasicismo más melódico de Joseph Haydn, Boccherini, Salieri o el prodigioso Wolfgang Amadeus Mozart, un relevo digno del olimpo más mitológico de la musicología. Al donaire de la batuta de estos consagrados maestros y bajo el férreo y cruel aprendizaje que le impuso su padre, aquel promisorio niño, fue coqueteando con la lectura musical, llegando a devorar las partituras que caían en sus manos, sobre todo si estaban firmadas por Bach, Haydn o Mozart.

Desde sus primeras lecciones, el crío de Bonn mostró una necesidad imperiosa de improvisar al piano, algo poco usual a su edad y por lo que llegó a recibir muchos golpes de su padre, ya que su mente ebria y su corazón romo de sentimiento artístico, no le dejó ver que estaba frente a un ser tocado por las hadas. Quien sí lo vio y se erigió en su primer defensor, fue el maestro Christian Gottlob Neefe, este le mostró la inmensidad de la música y le ayudó a conseguir su primera subvención para viajar a Viena, la ciudad de la música por excelencia, donde fue recomendado para estudiar con Haydn y con su admirado Mozart. Aquel primer viaje al reino de la armonía, fue solo un suspiro al caer enferma su madre, teniendo que volver precipitadamente a Bonn, para hacerse cargo de sus dos hermanos pequeños, ya que su padre vivía en una embriaguez perenne, lejos de poder atender las necesidades de sus hijos.

Cuando el joven Beethoven pudo volver a la metrópoli de la polifonía, allá por el año 1792, Mozart había muerto y su educación musical corrió a cargo de Haydn y Salieri. A partir de ese momento, su talento dejó volar su imaginación y lo primero que hizo fue convertirse en un pianista de deslumbrante brillantez. Sus improvisaciones al teclado, aquello que tanto despreció su padre, llegó a causar furor entre sus oyentes y terror entre los contrincantes que osaron retarle en enfrentamientos públicos. Hasta aquí, se podría decir que Beethoven fue un caso de niño precoz, que evolucionó llegando a ser un virtuoso del piano, como pocos se habían visto hasta entonces. Pero donde su vida artística y personal dio un giro total, fue en el otoño de 1802, cuando solo e iracundo, se exilió a las afueras de Viena en la bucólica aldea de Heiligenstadt. Allí, colérico y anegado de ira, se encaró con su atroz destino por la condena que le había impuesto, una sordera vertiginosa, que en poco más de tres años le había hecho perder más del 50% de su audición. El testimonio más desgarrador que podemos encontrar de aquel encuentro entre el músico y su despiadado sino, lo describe el famoso “Testamento de Heiligenstadt”, un manuscrito que el mismísimo titán de Bonn escribió para sus dos hermanos, pero que nunca llegó a entregárselo, aunque lo conservó toda su vida como un salvoconducto divino, llegando a certificar alguno de sus biógrafos, que aquel escrito de clamoroso tormento humano, lo acompañó siempre entre los bolsillos de sus ropajes. El violento encuentro que mantuvo con la providencia, no pudo paralizar el desgarrador avance de su sordera, la que llegó a ser total, pero aquella espantosa discapacidad, no le impidió llevar la composición sinfónica a cotas jamás soñadas, llegando a ser la figura suprema de una nueva corriente musical que fue llamada, el Romanticismo.

Cuesta mucho creer que un pintor con una ceguera progresiva e irreversible, pudiera haber creado una obra pictórica innovadora y llena de matices revolucionarios. Pues justamente eso es lo que hizo el glorioso maestro de Bonn. Con una incapacidad auditiva enloquecedora, fue capaz de marcar un antes y un después en la creación musical, una sacudida que removió toda la estructura musical conocida hasta la fecha. Entre algunos de sus logros se encuentra, una ampliación de la orquesta que incluía la incorporación de nuevos instrumentos, una exigencia técnica depurada para músicos y solistas, unos cauces inexplorados en la expresividad musical y en la composición armónica y melódica, una duración de las sinfonías que doblaba lo establecido, y sobre todo, un reconocimiento que elevaba la música y a los músicos, a un paradigma supremo rebosante de la más ferviente idolatría.

Cuando aquel ser divino de la musicología murió en Viena en 1827, en el cementerio de Währing, donde inicialmente fue enterrado, el actor Anschütz leyó un escrito del poeta Grillparzer. En un pequeño extracto de aquel perspicaz y clarividente alegato se decía: “El que venga después no podrá sucederlo. Deberá comenzar de nuevo, porque este precursor ha terminado donde acaban los límites del arte”.

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