(José María Castillo).-Nadie me puede quitar de la cabeza la idea de que, si tenemos que soportar la vergüenza de los escándalos de abusos sexuales de tantos clérigos, eso no se debe sólo a la fragilidad de la condición humana. Eso, por supuesto, es verdad. Pero el triste espectáculo, al que estamos asistiendo, no se explica sólo porque «somos humanos». Tampoco creo que la cosa se explique por el celibato de los curas. Y, menos aún, por la extravagante explicación que le ha buscado el cardenal Tarsicio Bertone: la homosexualidad.
A mí me parece que el problema de fondo está en la teología que, desde hace bastantes décadas, se viene enseñando en los seminarios y centros de estudios eclesiásticos. Me refiero a la teología que ha dado pie a los Catecismos que ha aprendido el pueblo cristiano. Y a la teología que subyace al Código de Derecho Canónico.
Una teología que ha exaltado de tal manera la obediencia a la autoridad religiosa, que esa autoridad se ha sentido en el derecho de ocultar a los delincuentes. Y, lo que es peor, una teología que les ha metido en la cabeza a los jerarcas de la Iglesia el convencimiento de que ellos podían vivir al margen de las leyes civiles. Una teología que, quizá sin pretenderlo, en definitiva concede más importancia a la buena imagen de la Iglesia que a los derechos de las víctimas de esa misma Iglesia. O sea, una teología tan disparatada, que nada tiene que ver, en los asuntos indicados, con lo más elemental del sentido común y de las enseñanzas del Evangelio.
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