Su predilección por los más pobres

La cara oculta de Íñigo de Loyola

Su carácter de hombre de la experiencia de Dios

La cara oculta de Íñigo de Loyola
Ignacio de Loyola, nunca solo

«Estoy tan cierto de que he experimentado a Dios que aunque se perdieran las Sagradas Escrituras yo seguiría firme en mi convicción»

(Alfredo Tamayo Ayestarán en El Correo).-Como la cara oculta de la luna que se sustrae a una consideración superficial. Así es la personalidad profunda de aquel Iñigo de Loyola, el hijo menor de una numerosa familia de la nobleza guipuzcoana que quiso cambiar su nombre por el de Ignacio en honor y devoción al obispo mártir Ignacio de Antioquia.

El vástago de los Loyola, el que ha dado nombre universal a su estirpe, pertenece sin duda a ese conjunto de personajes de relevancia histórica cuya biografía ha derivado injustamente hacia la hagiografía o peor aún a la llamada cacografía, hacia la leyenda dorada o hacia la leyenda negra. En efecto, hoy podemos decir muy bien que el fundador de la orden jesuítica no fue el arcángel humano que escribe Rivadeneyra ni tampoco el personaje ordenancista y siniestro de la contrarreforma católica, tal como comenzó a considerarlo la Ilustración laicista.

El gran historiador donostiarra que fue José Ignacio Tellechea en su libro ‘Ignacio de Loyola, solo y a pie’ nos ha querido ofrecer los grandes rasgos de esa cara oculta del personaje. Una obra excelente traducida ya a varios idiomas y que recomiendo encarecidamente aquellos que desean acercarse a un Ignacio de Loyola tal como fue. A ese Ignacio nacido en Azpeitia, educado en el castillo de Arévalo (Ávila) junto a hijos de reyes y príncipes, combatiente en Pamplona por el honor de Castilla, convertido a una fe viva en la casa-torre de Loyola, peregrino solo y a pie, maestro en artes por París, fundador audaz de una orden de novedad reconocida.

Ignacio de Loyola y su cara oculta. De ella quiero extraer hoy dos rasgos de su personalidad, desconocidos sin duda para muchos y que gozarían a mi juicio de una actualidad notable frente al carácter único de los tiempos que nos ha tocado vivir.

Un rasgo de la personalidad del converso Ignacio es su amor a la sencillez y a la pobreza y su predilección por los más pobres. Un rasgo que otro vasco llamado Pedro Arrupe trató de rescatar y actualizar en la Orden. Es ese amor a la pobreza lo que le lleva a Ignacio a cambiar sus ricos vestidos por una vestimenta de áspero saco en la montaña de Montserrat, lo que le impulsa a vivir de limosna por las calles de Manresa o sentado al pie de un altar de la incomparable iglesia barcelonesa de Santa María del Mar.

Amor no sólo a la pobreza sino a los que hoy llamamos pobres que abarca a todos aquellos que de una forma u otra se ven excluidos de la normalidad de lo social. Eran en aquellos tiempos como también en gran parte en los nuestros los hambrientos y enfermos, los niños, las mujeres de la vida. Detenerse ante ellos y tratar de ayudarles como lo hiciera el Buen Samaritano de la parábola de Jesús de Nazaret fue un imperativo fuerte en la conciencia moral de Ignacio de Loyola que quiso compartieran sus seguidores. Alojarse en hospitales y no en las casas de los ricos y aristócratas era la consigna para los que salían a predicar.

En sus años de Roma, Ignacio y los suyos se acercaron a un grupo social en extremo desamparado que era el de los niños de familias indigentes que vagaban por las calles expuestos a todos los golpes de la miseria. La misma atención prestó Ignacio a los enfermos y menesterosos sobre todo en los días de un cruelísimo invierno romano que fue el del año 1538. Nos dice un miembro del grupo ignaciano que «la casa estaba tan llena de indigentes y enfermos que ya no cabían más porque llegaban hasta trescientos y cuatrocientos».

Desde los días de su estancia en Barcelona tras su conversión y más tarde en los de Roma en su etapa final, Ignacio quiso prestar su cercanía y su ayuda a las mujeres que vivían de la prostitución.

Es sabido que, en aquella Roma renacentista, el número de mujeres que vivían o malvivían de la prostitución era extraordinariamente largo. Tan sólo un reducido número pertenecía a un grupo escogido de ellas que se denominaban ‘cortigiane onorate’. Del grupo primero se ocupó Ignacio. Para ellas abrió un hogar de acogida que se llamó Casa de Santa Marta.

Amor a la pobreza, amor a los afectados por el látigo de la pobreza. Sería el primer rasgo a mi juicio de esta cara oculta de Ignacio de Loyola. Hay otro, no menos interesante y actual. Es su carácter de hombre de la experiencia de Dios. Ignacio no fue un teólogo, un hombre de fe que busca entender y razonar su creencia. No fue un pensador sino más bien en la jerga unamuniana un sentidor.

Desde los días de su conversión en la casa-torre de Loyola, pasando por su visión a orillas del río Cardoner en Manresa, hasta llegar a la famosa experiencia en la iglesita de la Storta a la entrada de Roma. Ignacio de Loyola se movió en la línea de los grandes místicos. Estaba persuadido de que se había encontrado con Dios, con el sin nombre ni palabra, con el Absoluto que lo relativiza todo, con el que le espera al final del camino.

Tan convencido estaba de la realidad de su experiencia que pronunció un día una frase ante un confidente que si hubiera llegado a oídos de la Inquisición lo hubiera pasado mal, porque parecía la frase de un alumbrado. La frase era ésta más o menos: «Estoy tan cierto de que he experimentado a Dios que aunque se perdieran las Sagradas Escrituras yo seguiría firme en mi convicción». Se ha hecho ya usual en medios creyentes la frase del teólogo Karl Rahner de que «el cristiano del futuro o será como un místico o no será nada». Ignacio de Loyola, el gran sentidor de Dios, nos es hoy de mucha actualidad lo mismo que el gran amante de la pobreza y de los pobres que fue.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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