"Es necesario depurar la herencia genética religiosa"

Cristianismo con orejeras e infalibilidad

"El católico de a pie sólo ve el horizonte frontal de la senda por la que camina y el bilateral de las orejeras"

Cristianismo con orejeras e infalibilidad
Orejeras

¿Fue testimonio de Jesús al mundo el dado por los papas, obispos y fieles que participaron en las Cruzadas y en la Inquisición?

(José María Rivas).- Con el correr de los siglos se han ido añadiendo a la Buenanueva de nuestra liberación (Lc 2,10-11) afirmaciones comúnmente tenidas por dogmas, uno de cuyos efectos es reducir seriamente el campo visual de la fe. Analizadas a la luz de ésta, se evidencian incompatibles con ella. Pero no suele advertirse esta incompatibilidad, ni su carácter limitante y constrictor. Son capas de las que llamo orejeras del cristianismo.

Resultan tanto más opacas y grandes cuanto con más esmero se pretende ser fiel a la fe, por estar esas afirmaciones entremezcladas y confundidas con ésta. Mientras no se las reduzca públicamente a cenizas, es poco probable que el católico de a pie vea más horizonte que el frontal de la senda por la que camina y el bilateral de las orejeras, paredes de angostura artificial montada sobre campo abierto y dilatado, como escenario por el que se ahocine la acción cinematográfica.

Sin verlos ni saber si existen es difícil aceptar espacios más amplios que los de «siempre». También, despojarse de unas orejeras con las que no es raro sufrir el como «síndrome de Estocolmo» de sentirse a gusto con ellas y religiosamente seguro. Más difícil todavía, tolerar que a uno se le levanten sólo un poquito, cosa que ya suele tenerse por quebranto de la fidelidad a Dios, si es que además no interfiere el aguijonazo de una legítima autoestima.

Porque llevar cualquier clase de orejeras se tiene por lo general como signo inequívoco de inmadurez humana. Sin embargo en este caso sólo lo es de una herencia recibida, casi tan irresistible e ineluctable como la genética y a la que lo más seguro es que todos contribuyamos con aportación inconsciente, aunada a la mejor de las voluntades, como ya he dicho más de una vez.

Tradición es el nombre común de esa herencia. La recibe todo hombre sean cuales fueren los rasgos y el signo del posicionamiento de su grupo respecto de lo religioso. Afirmar su existencia y su influjo en la vida no es poner en duda la madurez de nadie, sino hablar de un hecho universalmente reconocido. En cualquier caso, yo ni afirmo ni dudo en modo alguno de la de nadie. De lo contrario dejaría de escribir: mi intención es hacerlo para adultos maduros, no para niños; aunque juzgaría formidable que a éstos también les llegara cuanto propalo sin que en ello pueda demostrarse «error» distinto al de su discordancia con lo oficial.

Tampoco atribuyo a intenciones perversas el influjo en la vida de esa como «herencia genética religiosa», sino a su propio dinamismo similar al de una avalancha de la que es muy difícil escapar. Por ello, diga lo que diga y cite lo que cite, no es mi intención condenar a nadie, sino argumentar contra hechos e ideas. Con la pretensión de ayudar a la depuración de esa «herencia genética religiosa», al escape de su «avalancha» y al despojo de las orejeras que encasqueta.

Una de las capas que las forman es el significado que tiene la traducción que se dado a lo de Mt 16,19 y 18,18, tan recordado en mis escritos: «Cuanto atareis/desatareis en la tierra, atado/desatado será en el cielo». Como ya expuse en «¿No será que en la Iglesia no hay autoridad?», es inadmisible en ese sentido. Me remito a aquel artículo. Con todo aquí especifico y destaco que el único significado, compatible a la vez con la fe y con la expresión original del texto griego, es el de «lo que atéis/desatéis en la tierra será lo ya atado/desatado en el cielo».

Así la frase de Jesús es primariamente limitadora de la capacidad de decidir conferida a sus enviados. Es llamada a la propia responsabilidad de éstos, mucho más que a sumisión de los demás a ellos. Es facultad recibida no para «inventar» nada, ni para ejercerla alegremente; sino en desvelo serio por que se implante y viva en la tierra la voluntad de nuestro Padre que está en los cielos, tal cual ella acampa en ellos (Mt 6,10).

Debiendo presuponer ese desvelo (Heb 13,17), lo razonable es aceptar en principio las decisiones de la iglesia a que se pertenece. Pero sólo en principio; nunca bajando del todo la guardia, aunque se quiera seguir perteneciendo a ella. El valor de las mismas no está en ser de la iglesia de uno, ni en que provengan de Cefas en vez de Pablo o Apolo (1Cor 3,22), o del primado en vez de tal o cual concilio; sino en ser de veras, y en cuanto que lo sea, expresión de lo establecido en el cielo desde siempre y para siempre.

Bajando del todo la guardia no hay remedio a la posibilidad de asumir errores y desmesuras que acaban por tiranizarnos a lo de este mundo (Col 2,20-23). Hablo de la posibilidad aludida en las propias palabras de Jesús en cuanto reductoras de la autoridad conferida: si no se diera sobraría la advertencia. Hablo, de la igualmente implícita en la diversidad de criterios entre Pablo, Apolo y Cefas, entre unos papas y otros, o entre concilios, como ya tendré ocasión de concretar más de lo que ya llevo apuntado. Hablo de la que Pablo anuncia expresamente con lenguaje un tanto enardecido como hecho que habría de consumarse: «Yo sé que después de mi partida […] también de entre vosotros se levantarán hombres que hablarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos detrás de sí» (Hch 20,29-30).

Se lo decía a los presbíteros de la iglesia de Éfeso (v. 17), a los que «el Espíritu Santo puso por obispos para pastorear la Iglesia de Dios, que Él hizo suya con su propia sangre» (v. 28). El ser obispo puesto por el Espíritu Santo para el pastoreo de la comunidad, no garantiza en consecuencia la fidelidad en la transmisión del mensaje. Al menos esto es lo que pone de manifiesto este pasaje de los Hechos, en consonancia plena con la historia de «los sí y los no» producidos respecto de un mismo asunto, como si no nos salváramos por la palabra permanentemente inmutable de Dios, sino por la que es como flor de heno (1Pe 1,23-25).

Otra capa de esas orejeras es la inteligencia abusiva de lo Lc 10,16: «El que a vosotros oye, a mí me oye; el que a vosotros desecha, a mí me desecha; más el que a mí me deshecha, desecha al que me envió». Es frase inaceptable sin relación al cometido esencial del enviado como mensajero y testigo: trasladar con fidelidad el mensaje que le ha sido confiado y dar fe verazmente de lo visto, oído y palpado (1Jn 1,1-3). Al cometido de mensajero se ajusta el encargo que dio Jesús a sus apóstoles a modo de síntesis final: «Id, pues, y amaestrad a todas las gentes […] enseñándoles a guardad todas cuantas cosas os ordené» (Mt 28, 19-20). Al de testigo, sus últimas palabras de despedida: «Seréis mis testigos […] hasta el último confín de la tierra» (Hch 1,8).

«Seréis mis testigos»: los de Jesús; esto es, los de una persona cuya vida humana y visible en este mundo quedó cerrada hace dos mil años. Ya no puede verse, ni oírse, ni palparse directamente de ella nada nuevo. Por más buena fe que a uno le guíe, nunca dejará de ser fraude endilgarle lo que en su momento no se vio, ni se oyó, ni se palpó en ella.

«Cuantas cosas os ordené», es decir: «no lo que vosotros fabuléis o juzguéis razonable y acertado a tenor de los cambiantes signos de los tiempos, incompatibles con la inmutabilidad de mi palabra». La enseñanza de Jesús nunca jamás pasará, aunque cambien el cielo y la tierra (Mt 24,35). Subsiste eternamente como palabra que es del Dios (1Pe 1,25) «en quien no hay cam­bio ni sombra de rotación» (Sant 1,17). Ella no sufre la temporalidad del hoy es pecado lo que ayer no lo era, o al revés; ni tampoco la localización del ser pecado o ilícito en un sitio lo que en otro no lo es. Así sucede en este mundo con los preceptos humanos, pero nunca jamás puede ocurrir en los cielos con la ley de Dios, por cuya implantación en la tierra rogamos (Mt 6,10).

Supuesta esa «herencia genética religiosa«, no cabe como decía presuponer necesariamente mala fe en el enviado/testigo que desfigure el mensaje de Jesús y testimonie en falso sobre Él. Pero menos admisible es que sea rechazar a Jesús y al Padre que le envió, desoír y repudiar a su enviado cuando éste fallare en su tarea y en lo que fallare. Ni el mismo Jesús apeló a su autoridad de Unigénito de Dios para que sus palabras fueran recibidas como del Padre; sino a la identidad entre ambas.

Jesús recalcó «que trasladaba al mundo lo que había oído de boca de quien le envió (Jn 8,26); «que no hacía nada por propia iniciativa, sino que hablaba según le había enseñado el Padre» (v. 28); «que contaba lo que había visto en la casa de su Padre» (v. 38); que «no nos trasladaba sus ideas; sino lo que su Padre que le había enviado le dejó mandado que debía decir y proponer. Y que consciente de que tal «mandato es vida eterna» nos hablaba tal cual el Padre se lo había encargado» (Jn 12,49-50).

¿Cómo saber si el mensajero/testigo de Jesús y del Padre cumple con fidelidad y veracidad su cometido? Es mucho tema para incorporarlo a estas líneas. Lo dejo para otra ocasión, que espero se me dé. Lo que sí puedo hacer aquí, aunque sin explayarme, es sacar a plena luz la conclusión latente de cuanto llevo escrito: la iglesia católica no tiene garantizado por Dios el acierto en la transmisión de la Buenanueva, ni la veracidad en el testimonio de Jesús, suposiciones ambas que aglutinan todas las capas de las orejeras. Bastará con recordar dos datos históricos, a modo de síntesis de todos los que se podrían aducir.

Primero: ¿Fue testimonio de Jesús al mundo el dado por los papas, obispos y fieles que participaron en las Cruzadas y en la Inquisición? Cierto que tales excesos obedecieron a un contexto histórico complejo y difícilmente extrapolable. Es la matización que según la prensa hizo el redactor que presentó en París el documento vaticano «Memoria y Reconcilia­ción». Pero ello no anula la índole de contra testimonio de Jesús que tuvo congregar a los cristianos contra el Islán al grito expreso de «Dios lo quiere», lanzado entonces como consigna, aunque ahora el hecho se repruebe. Tampoco invalida la falsía cristiana de los métodos, tribunales y hogueras de la «Santa» Inquisición, la mar de aprobadas y respaldadas por la jerarquía, una jerarquía por lo demás incursa en el contrasentido de haber tenido excluida del cristianismo la cremación de… ¡cadáveres!, hasta el 5 de julio de 1963, fecha de la Instrucción del Santo Oficio aprobada por Paulo VI, que la autorizó.

Tan obvia es la imposibilidad de convertir en testimonio de Jesús lo que fue todo lo contrario, que hasta la iglesia del presente se ha visto impelida a pedir perdón por ese pasado irreversible. Pero el meollo del asunto no está en el contexto que tuvieron esos excesos; ni en su comprensión benévola, a la que parece invitar aquél presentador; ni en que la iglesia pida o no perdón por sus actuaciones contra testimoniales; sino sólo en cómo ese contexto pudo más que el supuesto compromiso divino de evitar siempre que eso sucediera. No creo que haya nadie que se atreva a achacarlo abiertamente a impotencia, a descuido, a holgazanería de Dios.

Segundo: ¿Fue contenido del mensaje divino todo lo de la inmoralidad de la sexualidad, incluso conyugal, enseñada durante casi dieciséis siglos en multitud de documentos eclesiales de lo más oficial (decretales, constituciones apostólicas, encíclicas, decretos sinodales y conciliares, etc.), con intención formal de enseñar lo cristiano al pueblo de Dios, incluso invocando alguna vez de forma expresa la condición de Primado y urgiendo la sumisión a esa doctrina hasta con penas severísimas, lo mismo que a varias de sus consecuencias prácticas o aplicaciones?

Pese a los flecos que quedan, debemos congratularnos por haber rectificado la iglesia su postura también en esto de forma muy sustantiva. Sin embargo, nuestra congratulación también queda fuera del meollo del problema. Éste está en que de ser dogma de fe la infalibilidad de la iglesia y de su Primado, tal enseñanza no se habría impartido nunca jamás en modo alguno ni por un instante. Como se ha impartido y durante siglos, ha de ser falso ese dogma. No puede ser verdad revelada por Dios lo que es falsedad histórica irrebatible.

 

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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