"El condenar y el castigar se oponen por sí mismos a la gloria propia de la Mente Unigénita de Dios, siempre creador"
(José María Rivas).- Para ser gloria suya la de la Mente de Dios, por fuerza ha de tenerla Jesús de Nazaret en su propia entraña, tan engendrada intrínsecamente por su Padre como todo su ser de Unigénito. Ha de resplandecerle por sí misma, sin que pueda depender ni advenirle del exterior. Salvo que fuera falsa nuestra fe en Él como en el Autosuficiente en todo por definición.
Él no necesita por tanto de nosotros para «ser el que es», ni en lo relativo a su gloria. Salvo como la luz precisa de sumergidos en tinieblas y el agua de sedientos. Excepto en que remediar las carencias de quienes le reciban suponga para Él mengua alguna ni mejora divina de sí mismo. Hacerlo sólo pudo ser progreso en lo contingente de su realidad humana, capaz de crecer como todas «ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
Eso supuesto, hubiera sido incoherente por parte de Jesús vivir en búsqueda de la gloria de los hombres, en vez de en irradiación y emisión de la suya propia divina, de pleno desbordamiento de sí mismo para enriquecimiento de los indigentes de su plenitud (Jn 1,16). Ésta munificencia de esplendidez sin medida (Jn 1,14) es, como expuse en mi anterior escrito, la esencia de la gloria propia de la Mente Unigénita de Dios.
Aunque incluso a sus parientes les extrañara (Jn 7,3-5) y de entrada nos suceda a todos lo mismo, lo lógico era que Jesús tratara de evitar y rehuir la gloria de los hombres (Mt 9,30; etc.). Que no la aceptara (Jn 5,41). Ni buscarla le habría respaldado, como afirmó Él mismo (Jn 8,54). Ella sólo vale para infectarse de cobardía y negar la fe cuando llega la hora de proclamarla (Jn 12,42-43). En realidad su nocividad alcanza a incapacitar para creer (Jn 5,44).
Igual que el dinero, la gloria humana es señor al que no se puede servir a la vez que a Dios (Mt 6,24). Por esa cobardía con que impregna y por causar quebranto a otros. Su efecto jerarquizante es a costa de la postración y el deterioro de los demás como se produce. Sucede lo mismo que con los platos de la balanza: cuanto más alto está uno, más abajo el otro.
Lo contrario al afán de Jesús, que no vino a someternos como a vasallos; sino que pasó mucho más allá de nuestra condición innata, de sobra por Él conocida, de simples siervos inútiles y sin provecho aunque hiciéramos todo lo mandado (Lc 17,10). Pretendió elevarnos a la categoría de amigos con los que compartir su intimidad divina (Jn 15,15), y la excelsitud de su grandeza haciéndonos partícipes de su filiación divina (Jn 1,12).
Hasta el extremo de poder llamar con toda verdad Padre (1Jn 3,1; etc.) a su propio Padre (Jn 20,17b), y llegar a sentarnos con Él en su mismo trono, que es el de su Padre (Ap 3,21).
La gloria humana en cuestión es fruto, como es sabido, del estar o posicionarse por encima del grupo, aunque sea con intención de beneficiarlo. Con la pretensión de ser como dueño y señor del resto; o pastor contrastado de los demás; o guía cualificado de sus actos y opciones, sus criterios y actitudes; o acreedor de su asentimiento, sumisión y servicio; o velador de su conducta y vengador de su desacuerdo.
Todo ello al amparo de consignas, normas, órdenes o leyes emanadas de los propios encumbrados y por ellos vigorizadas con condenas y castigos. Éstos, dada su confesada finalidad coercitiva, constituyen un trato necesariamente denigrante del hombre. Incluso en el caso de ser impuestos por los tenidos por testigos de Jesús. A causa de la proximidad de esa finalidad a la de los hilos con que se mueven las marionetas.
Todo lo punitivo deprime al ser humano, aun cuando su ordenamiento al bien común societario nunca fuera adulterado con el abuso rapaz de quienes detentan poder. Doblegar a las personas a base de sanciones y castigos siempre lesiona la dignidad humana, por coartar la autonomía personal de decisión. Ésta es don que el Creador concedió al hombre, ennobleciéndole así sobre los demás vivientes. Se lo otorgó cuando tras advertirle de las consecuencias de ambas opciones le dio libertad para elegir, sin que ningún otro hombre le forzara o coartara desde fuera, entre comer o no del árbol de la ciencia del bien y del mal.
Ello, además, causa al hombre perjuicios, penalidades y angustias, a sumar a los males que ya puede depararle la vida misma, dada su connatural limitación y fragilidad ante los diversos avatares de su existir contingente. Con ello el «pródigo» ve mermada -más o menos según el castigo- la «herencia» que se le dio con el ser. Por restringirle la plenitud de vida más allá de lo derivado de su propia condición de creatura limitada.
Me refiero a la plenitud relativa y perfectible a la que el Creador le destinó en este mundo, al colocarle en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase en su propio beneficio, sometiera la tierra y la dominara como señor de ella, de animales y plantas (Gn 1,26.28; 2,15). Sin más linde ni frontera que la de comportarse con los demás como querría que ellos se comportaran con él (Mt 7,12).
Jesús no podía beneficiarnos a base de lesionar nuestra dignidad con amenazas, ni de reducir nuestra «herencia» con castigos. Habría enfangado su propia gloria de liberalidad sin límites. Por buscar el bien valiéndose del mal como instrumento. Habría sido negrura y opacidad sin brillo de su gloria. Imposible que con «sombras» pudiera iluminarnos. Mucho más que obtener higos de los cardos. De ahí que por los frutos podamos discernir a los auténticos profetas de los falsos (Mt 7,20).
Esas «sombras» son necesidad de quienes, se presenten o no como profetas, aman la gloria humana más que la de Jesús, y juzgan pérdida participar en la suya de desbordamiento propio en amor y servicio a los demás (Mt 20,25-28). Y son limitación, insoslayable en la práctica, «de los jefes de las naciones que gobiernan imperativamente y de los grandes que deciden autoritariamente». Incluso cuando con sinceridad buscan el bien común temporal.
El condenar y el castigar en medida civilizada parecen tolerables en el ámbito de «lo del César», como defensa contra los desmanes en lo temporal de unos sobre otros (1Pe 2,13; Mt 22,21). Sin embargo, en el de «lo de Dios» son repudiables incluso respecto de lo del bien común, el orden y la organización eclesial terrenales.
Jesús, pese a pasar por la vida remediando los males ocasionales de sus próximos; pese a encargar a sus seguidores hacer otro tanto (Lc 9,1; 10,9); y pese a sufrir en su propia carne el mayor de los atropellos a que puede dar lugar la asidua adulteración de la tolerable finalidad temporal del castigo, no vino a suplantar las asociaciones humanas con otra que conservara análoga estructura de coerción y opresión. Ni aunque ella pudiera excluir del todo esa adulteración y fuera en todo exquisitamente perfecta.
Su reino no es de este mundo, ni como los de este mundo (Jn 18,36). Desde la fe en Él, ni imaginarlo cabe concebido desde la perspectiva del meter en vereda; ni desde la del exigir e imponer el bien por las bravas. El rey, por ejemplo, que presentó como parábola del mismo (Mt 22,2-14), no envió a sus siervos a que arrastraran a nadie a la fuerza al banquete de bodas de su hijo. Era invitación por las buenas; que por las malas habría obviamente dejado de ser invitación.
En suma: el condenar y el castigar se oponen por sí mismos a la gloria propia de la Mente Unigénita de Dios, siempre creador; siempre restaurador; siempre liberador; siempre enriquecedor; siempre benefactor… ¡Nunca jamás destructivo, ni deteriorante! Aunque desde la justicia humana se tuvieran merecidísimos, o se pretendiera evitar así, a los propios «pródigos» o a terceros, los males derivados de rechazarle. Y ellos, además, chocan obviamente con lo que Jesús hizo a su paso por la tierra.
Él se limitó a «proclamar la justicia, sin porfiar ni dar voces por las plazas; sin quebrar la caña cascada, ni apagar la mecha que aún humea» (Mt 12,20). Testimonió la verdad sin tropa que la defendiera e impusiera por la fuerza (Jn 18,37), y habló para los amigos de la verdad, para quien quisiera escucharle o, como decía Él, para «quien tuviera oídos para oír». Todas sus invitaciones se pervierten y se avinagran, cuando se entienden al margen de la libertad terrenal de ignorarlas.
Jesús nunca condenó a nadie, ni siquiera a Judas. Fue éste quien él solo se privó de la vida. Ni apartó de sí a ninguno otro de los que fueron a Él (Jn 6,37). Ni negó la libertad de atenderle o no. Sólo señaló, en paralelo a lo del Génesis, las consecuencias de lo uno y de lo otro (Mt 7,24-27, etc.). La libertad de elegir se la reconoció hasta a los Doce que Él mismo había instituido; incluso la de seguir con felonía junto a Él (Jn 6,71). Es el supuesto de su tolerancia con Judas y el de la pregunta que les hizo a todos, «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,68). Fue, como es sabido, cuando la desbandada de discípulos a causa del sermón eucarístico, producida por cierto sin represalia ninguna de su parte.
La única sentencia que Jesús vino a emitir no fue para condenar al hombre; sino para liberarlo de yugos opresores y ataduras asfixiantes. Fue llamada a la libertad (Gal 5,13). Por ser condenación «eis tòn «kósmon» toûton» → «para el «orden, sistema, régimen…» ese» (Jn 9,39). El que exige la autoinmolación sumisa a la autoridad y la ley, aun en cosas que nada tienen que ver con lo que de veras ensucia al hombre (Mt 15,17-20). O que se oponen a la lógica y a la sensatez (Mt 12,1-5; Mc 2,24-27; etc.); o niegan la misericordia que Dios quiere (Mt 9,10-13; 12,7). Incluso hasta posponer al hombre a un día de la semana y concederle en él menor consideración que a los animales (Mt 12,10-12; Lc 14, 1-6). Etc.
Esa genérica condenación/liberación la formuló Jesús precisamente al enterarse que los fariseos habían «echado afuera» -habían excomulgado- al ciego de nacimiento, por atenerse a la obviedad de las cosas en vez de a su legalista y autoritario razonar sobre la naturaleza religiosa del sábado (Jn 9,27-34).
Tal condenación liberadora; sus palabras inequívocas sobre la falsedad e hipocresía del «sistema»; dictar la primera y pronunciar las segundas con riesgo consumado de su propia vida; la ausencia de «sombra» de castigos y «dedos acusadores» (Lc 23,34); la grandeza del «Yo no te condeno» (Jn 8,11), «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43); la misericordia efectiva ante el dolor, la aflicción, la limitación de los que le rodearon (Mt 4,23; etc.), aunque se debieran a haber pecado (Jn 5,14); etc., etc., fueron la estela de gloria de la Mente Unigénita de Dios -la de Yahveh-, que Jesús fue dejando tras de sí a su paso por la tierra» (Is 58,6-9), «invitando» a seguirle y participar en ella.