Cualquier necesaria afirmación de las señas de identidad católica en el ámbito social, y no digamos en el político levanta en algunos sectores sospechas, recelos y la letal acusación de “fundamentalismo”
(José María Gil Tamayo en L’Osservatore).- El parlamento de la Comunidad Valenciana, una de las más importantes y prósperas regiones de España, inauguraba el pasado día 9 de junio una nueva legislatura y en el solemne acto de toma de posesión de los diputados se produjo un hecho cargado de un gran significado religioso y político.
Que ha desencadenado no pocas alabanzas y también la crítica de algún minoritario grupo radical de la izquierda: el presidente de la nueva cámara, Juan Cotino, un político del Partido Popular y de conocidas convicciones católicas, puso en la mesa presidencial de la cámara parlamentaria, junto a la Constitución y la Biblia, un crucifijo de su propiedad que le ha acompañado en los despachos que ha ocupado a lo largo de su carrera política.
Era un elocuente y valiente gesto público de manifestación de sus convicciones religiosas que el parlamentario español juzgó que no tiene que ocultar a la hora de ejercer su nueva misión de representación política. Se rompe así, con un gesto elocuente, una falsa tendencia que se ha ido instaurando en la vida pública europea sobre la naturaleza del hecho religioso en general y en especial el católico, al que en la práctica sólo se le concede carta de ciudadanía en el foro privado, en el de la intimidaGesto d o de la conciencia, o todo lo más en el espacio sagrado de los templos y de ocasionales actos de culto externos.
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