"Parece ver a los obispos como dueños de un corral, propietarios de lo que se les confía, titulares de bienes de libre disposición, cuando son sólo administradores de algo que no es suyo"
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(Santiago Agrelo, arzobispo de Tánger).- Querido José Ignacio: Paz y Bien. Todavía me dan luz las palabras de su colaboración en Sal Terrae: ««La maté porque era mía». Violencia sexista». Nada de lo que usted escribe deja indiferente. Tampoco «El Corpus del año 2¡!11«. Se agradece que alguien nos recuerde a todos palabras esenciales del Evangelio: «El Rey les dirá: _En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis (o no lo hicisteis) con uno de éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (o no lo hicisteis)».
Los creyentes, desde nuestro pecado y nuestra fe menguada, nos ejercitamos en arrodillarnos delante de la Eucaristía para adorarla, y a los pies de los pobres para curarlos, pues algo nos dice que de uno y otro modo nos encontramos con Cristo y lo servimos.
Por la fe hemos conocido «la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos a todos«; y este conocimiento se nos ha hecho vocación a la igualdad y tarea de solidaridad, como está escrito: «Al que recogía mucho no le sobraba; y al que recogía poco no le faltaba».
La fe me dice también que el Mesías Jesús, «siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo… se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz»; y, siempre desde nuestro pecado y nuestra fe menguada, aprendemos de Cristo a bajar, a ir por el mundo como siervos, sometidos a todos, pacíficos y humildes de corazón.
A crecer en la fe y a combatir el pecado que nos posee, más que las palabras, nos ayudará abrazar la pobreza de Cristo, hacer nuestra la vida y condición de los pequeños de la sociedad, y, en esa condición, esperar con ellos la venida del Reino de Dios. Lo demás de su mensaje, hermano José Ignacio, me parecen ideas de hombres sobre cosas de hombres.
De sus palabras deduzco que tiene usted un extraño sentido de lo que es un presidente de conferencia episcopal, el presidente de una confederación de religiosos, un obispo en su diócesis, un cura en su parroquia. Usted parece verlos como dueños de un corral, propietarios de lo que se les confía, titulares de bienes de libre disposición, cuando son sólo administradores de algo que no es suyo y de lo que no pueden disponer.
Intuyo en su escrito un guiño de complicidad con los periodistas, citados como testigos del rostro concreto de los pobres. Ese guiño más parece mendigar que informar, pues del rostro concreto de los pobres dan razón con más detalle las páginas del magisterio eclesial y la vida de los fieles que las páginas de los periódicos.
Y, si quisiéramos señalar «la mano que mece la cuna» del desempleo, creo que usted y yo estrecharíamos muchas antes de llegar, no digo ya a la mano de la Iglesia -ella está siempre entre los pobres-, sino a la mano de la Jerarquía -que muchas veces no lo está-.
Una última cosa: se refiere usted en su escrito a «nuestras iglesias llenas de tesoros». ‘Dejadas’ como esa, más que una frivolidad, me parecen un sarcasmo. El alivio de los males que afligen a los pobres no está en supuestos «tesoros de nuestras iglesias», sino en el evangelio que allí se anuncia, en la comunión con Cristo que allí se busca, en la solidaridad con los hermanos que allí se aprende.
En todo caso, gracias por ayudarnos a pensar.
Su hermano menor.