Cuando se dice que estos indignados no saben lo que quieren, que no tienen propuestas concretas y alternativas, nadie puede tomarse esta crítica en serio
(José Ignacio Calleja).- Ahora que los «indignados» del 15M han ido mostrando su natural diversidad, es la hora de ponderar su valor político y social. No voy a ocultar desde el principio mis simpatías por el movimiento y desde luego que tengo más confianza en ellos que en la inmensa mayoría de sus «sesudos» críticos.
No la tengo toda, sino más. Ya sé de la diferencia entre los antisistema, aquellos que lo tienen como oficio propio, y la inmensa mayoría de los grupos de jóvenes y adultos que aspiramos a un nuevo pacto social mucho más justo para todos. Es evidente que todo es demasiado diverso y enredado en una contestación social de la del 15M, pero no puedo aceptar que esto sirva de excusa para emborronarlo todo entre bromas y desprecios. Y es que con la apariencia de estar hablando como expertos, ¿cuánta ideología no hemos tenido que soportar fuera de las plazas, es decir, en los platós de televisión y en los estudios de radio? Porque parecería que la ideología, en cuanto conocimiento interesadamente falso de la realidad, estaba en las plazas, entre los jóvenes indignados, y sin embargo, no es así; al contrario, estaba y está, sobre todo, entre la gente que trabaja las ideas por cuenta de los grupos sociales más poderosos.
Cada día, en este sentido, me pregunto qué le deben muchos «opinadores profesionales» a los medios en que trabajan, para negarse a sí mismo cualquier atisbo de autocrítica o, al menos, un matiz «social» en aquello que están diciendo. Todo se sustenta en el presupuesto de que «las cosas son como son, y punto». Y si alguien las contesta, se ríen, y añaden, pero «¿tú de qué vas? Y, además, ¿tú qué otra cosa harías? Cuando la pregunta primera es ésta: ¿tú quieres hacer conmigo socialmente algo distinto, y pactarlo, y compartir el sacrificio que requiera? ¿Aceptas que la justicia social mínima puede requerir un pacto que te perjudique en cuanto a tu actual nivel de vida? Hablemos entonces.
Por el contrario, si es que no, porque alguien está de vuelta de todo o porque «con lo mío, no», o «porque mi modo de vida es innegociable», es claro que se coloca «enfrente», y democráticamente hay que presionarle. Es así, desde la no violencia activa y democrática, pero es así. Es mejor ser claros, y diferenciar entre los adversarios sociales, cuando la injusticia extrema se ha convertido en normalidad nacional e internacional. Estoy convencido de que esto es lo que más molesta de los indignados.
Por tanto, y cuando se dice que estos indignados no saben lo que quieren, que no tienen propuestas concretas y alternativas, nadie puede tomarse esta crítica en serio. Claro que no tienen un programa de gobierno preciso. Ni deben. Llegará el día en que lo tengan y se verá que son diversos y más de una vez, contrarios en política. Pero no se puede negar sin cinismo que están cuestionando el sistema electoral y hasta político español, porque le falta proporcionalidad y ha desarrollado una clase política objetivamente insostenible y viciada. Han dicho en concreto que la ley electoral, así no, y que el Senado debe desaparecer. Han dicho que la distribución de los Presupuestos públicos, y el Sistema Fiscal que los nutre, son desproporcionados e ineficientes sin remedio. Han dicho que la resolución de la crisis, lo haga Zapatero o Rajoy, no puede sobreproteger al sector financiero y a las multinacionales.
Han dicho que la democracia no puede seguir callando sobre las determinaciones a que se ve sometida por los mercados de dinero, hasta admitirlo como algo legítimo o normal. Han dicho que las oportunidades reales de vida, y especialmente para los más jóvenes y más débiles, es un objetivo irrenunciable para hablar de legitimidad democrática y obligación moral de respeto a la ley. Es un derecho inicial, no un regalo. Han dicho muchas cosas. Las están diciendo, si se quiere entender.
Por tanto, esas caras con media sonrisa, entre la ironía y el cinismo, tan extendidas entre «soldados a sueldo» de las ideologías neoconservadoras, tienen que reconocer que «desprecian, cuanto ignoran»; o mejor, lo hacen para acallar el clamor social sobre lo que no puede ser; porque hay sectores sociales, de jóvenes, mujeres, inmigrantes y parados, que así, no. Y no vale pensar como respuesta en unas migajas de un futuro e incierto crecimiento económico. Así no.
Lo que pasa me sugiere cierta analogía. Es como si un enfermo fuese al médico, y cuando le ha contado su mal, el especialista concluyera: «¡Este señor no tiene ni idea de medicina, seguirá enfermo por tiempo y volverá por aquí con la pasta!» ¿Qué diríamos de este proceder? Pues así se comportan muchos profesores, políticos y expertos ante los indignados. Cualquier idea es buena, menos la que me cueste un precio, porque «mi modo de vida es innegociable». A ver hasta cuándo.
José Ignacio Calleja
Vitoria-Gasteiz