El monstruo contra el que lucharon los héroes de la antigüedad, el dragón y la serpiente contra que lucharon los santos son hoy el abismo que está al otro lado del vacío:
(Manuel Mandianes).- Siendo rey de Creta Minos, los atenienses estaban obligados a entregarle una o dos doncellas cada cierto tiempo; entonces, Teseo, hijo del rey de Atenas, para liberar a sus conciudadanos de la tiranía del rey Minos, expuso su vida entrando en el laberinto para matar el Minotauro.
Apolo luchó y venció la Pitón para expulsarla de Delfos, Edipo liberó a Tebas de la Esfinge, Teseo a Atenas de la tiranía del Minotauro. Una leyenda dice que las serpientes trataron de impedir la entrada del cuerpo de Santiago en Galicia cuando lo traían sus discípulos; otra dice que las serpientes se opusieron a la entrada de Santiago cuando venía a predicar el Evangelio a Galicia. Una tercera dice que cuando los discípulos llegaron con el cuerpo del Apóstol a la costa entraron en un palacio que era de la Reina Lupa a quien pidieron que les dejara depositarlo allí. Ella los mandó hablar con el sacerdote de Ara Solis o con el gobernador de Dumio, Filotro. Así lo hicieron y éste los mandó perseguir.
En la persecución, los cristianos tuvieron que atravesar el puente de Ons que, tras su paso, se derrumbó, liberándolos de la amenaza de sus perseguidores. Vinieron unos ángeles de noche y los soltaron; la reina al ver estos prodigios, puso a su disposición sus bueyes bravos que vinieron mansamente al yugo, bajo el asombro de los siervos del palacio.
San Patricio limpió de serpientes y otros monstruos Irlanda que se oponían a su entrada. Desde entonces ésta está limpia de ellos; en contra posición, su vecina Escocia, aún sigue infectada de bestias y monstruos. Un día San Patricio pidió al Señor un milagro para que los habitantes se convirtieses al cristianismo; entonces, el Señor dijo a Patricio: traza un círculo con la contera de tu báculo. Así lo hizo y el círculo trazado se convirtió en la boca de un enorme pozo que se llamó el purgatorio de San Patricio. Al que el Santo arrojó el monstruo que asolaba aquellas tierras e impedía la conversión de los habitantes a la religión del santo obispo.
Como lo hicieron otros muchos caballeros de aquella época, en el año 1398, el conde catalán Ramón de Perellós emprendió un viaje a Hibernia para bajar al purgatorio de San Patricio. Peregrino, el santo de París, perseguido por los romanos y los paganos se esconde en los recovecos de un asilo. La serpiente le denuncia ya silbando ya tirando de una franja de su vestido rojo ya enroscándose en el tronco del árbol. Entonces el santo la echa del territorio para siempre.
La serpiente es el enemigo del santo y puede significar el diablo como cualquier figura de los cultos precristianas. Aún hoy los peregrinos cogen tierra de un agujero en la capilla del santo para expulsar las serpientes del territorio en donde son un peligro. La tierra cogida representa, en este caso, todo el territorio de la parroquia de donde el santo la expulsó. Otra versión dice que la serpiente espanta a los enemigos del santo quien la recompensa ofreciéndole un collar de oro; entonces la serpiente se zambulle en la fuente cercana al santuario y se aparece todos los años el día de la fiesta del Santo. Las gentes han de cuidarse de ver esta serpiente.
En otra versión la serpiente se convierte en el estigma de los paganos de la región. En Europa se celebran una serie de fiestas que rememoran la lucha de muchos santos contra las serpientes. De todas ellas, la más conocida es la de Santo Doménico de Coculo (Italia). El año 2008, asistieron a la fiesta más de 300.000 personas venidas de toda Europa. “Los que vienen son mil veces más que los que están”, leí en algún diario. Con el paso del tiempo, la serpiente se convirtió en dragón.
Cerca de Silca, una ciudad de la provincia de Libia, había un lago, en cuyas aguas se ocultaba un monstruo grande y fiero. Los habitantes de la rivera, aterrorizados, estaban obligados a arrojar cada día al lago dos ovejas para que el monstruo, satisfechas sus necesidades, los dejara atender tranquilamente sus quehaceres diarios. Pasado mucho tiempo cuando ya quedaban muy pocas ovejas porque los apriscos no se recebaban, los ciudadanos acordaron en reunión dar cada día sólo una oveja al monstruo y sustituir la otra por una persona, designada por sorteo. Un día, la suerte recayó en la hija del rey quien, después de varias moratorias, tuvo que acceder a los designios del azar y dejar partir a su hija. Cuando el monstruo saltó del lago para arrebatar a la princesa, un apuesto joven que pasaba por allí a lomos de un corcel impetuoso y que había puesto pie en tierra para besar la mano de la señorita, de un brinco montó, cogió y blandió en el aire su espada y con ella inmovilizó la bestia a los pies de su caballo. Entonces, con un extremo del cinturón de la princesa, el joven amarró el monstruo por el pescuezo, y por el otro extremo tiraba de él. El monstruo los seguía como si fuera un perrillo faldero. El joven era San Jorge.
San Miguel sólo pudo habitar en el Monte Gargán de Italia, hoy llamado Monte Santangelo, después de luchar a brazo partido y vencer el dragón que lo habitaba y vivía de los bueyes que robaba a los campesinos. Cuando el dragón que habitaba cerca de París, salió del bosque para ir a la tumba de una matrona de mala reputación, muerta no hacía mucho tiempo, San Marcel, obispo de la diócesis, se puso a rezar, y la bestia vino a implorar su perdón haciéndole caricias con la cola. El Santo no se dejó embaucar. Le golpeó la cabeza tres veces con su cayado, lo dominó, lo prendió con su estola pasándosela alrededor del pescuezo y le dijo: “En adelante quédate en el desierto o escóndete en el agua”. Desde entonces, el monstruo desapareció y nunca más se supo nada de él.
Ya viviendo en el territorio de Aix, en Francia, Santa Marta se enteró de que en los bordes del Ron, en un bosque situado entre Arles y Aviñón, vivía un dragón, mitad reptil mitad pez, que estaba a la espera de los navíos que navegaban por el río para hacerlos naufragar. Un día, Marta se encuentra con el dragón, lo rocía con agua bendita, le enseña el signo de la cruz, y el dragón se torna manso como un cordero, Marta lo amarra con su cinturón y lo entrega al pueblo quien lo aplasta a golpes con todo tipo de objetos que las gentes tenían a mano. El dragón se llamaba Tarascón o Tarasca y desde entonces aquel lugar, que antes se llamaba Nerlec, pasó a llamarse Tarascón.
Los gallegos dicen que la Tarasca, que ellos llaman coca y que en muchos lugares llevan en la procesión del Corpus, es un monstruo gigantesco que, hace muchos años, vivía en alguna de sus rías y tenía atemorizada a toda la región, pues, de cuando en cuando, salía del agua y raptaba alguna moza. Un día, los mozos de Redondela (Pontevedra), llenos de pánico y de rabia, se armaron de coraje, salieron a su encuentro y, después de luchar a brazo partido varios días contra él, lo vencieron. Con el paso del tiempo, otras circunstancias históricas convirtieron al monstruo en un enemigo de carne y hueso, y a los santos en miles Christi. Santiago debuta como tal en Coimbra el año ¿1050? con Alfonso VI; es el protector del reino y de los pueblos. Santiago se ganó con justicia el apelativo de Matamoros poniéndose, en mil batallas, al frente de estos para derrotar a aquellos, montando su caballo blanco.
La primera vez que se invoca al Apóstol Santiago como patrón de España es en torno al año 783 en el Himno O Dei Verbum, compuesto por el abad Beato del Monasterio de san Martín de Turieno, en Liébana. Así se convierte en un símbolo eficaz de protección de los cristianos contra los moros ya antes del descubrimiento de su sepulcro. Se cuenta que Carlomagno, emperador de los francos tuvo un sueño; vio en el cielo un camino de estrellas que empezaba en Frisia, seguía por Alemania, Italia, la Galia, Aquitania, Gasconia, Navarra, y por España, hasta llegar a Galicia en donde estaba escondido el cuerpo de Santiago Apóstol. «Carlos vio esto muchas noches; absorto en este sueño, se le apareció un caballero hermoso como no podía ser más, y le dijo: Hijo mío, qué haces? Y él respondió: ¿Quién eres tu? Y él dijo: Yo soy el Apóstol Santiago, criado de Jesucristo e hijo del Cebedeo, y hermano de San Juan Evangelista, al que Dios, en su gran misericordia, escogió sobre el mar de Galilea para enviarlo a predicar su fe a los pueblos y al que Herodes mandó degollar en Jerusalén y cuyo cuerpo, ahora, yace soterrado en Galicia la cual está en poder de los moros fuera del servicio de Dios. El camino de estrellas que viste en el cielo es señal de que debes ir con gran poder y liberar mi camino y mi tierra y visitar y entrar en aquel lugar que está en Galicia en donde yace mi cuerpo”.
Poco después de que San Miguel se hiciera con los dominios del Monte Gárgamo, los napolitanos, paganos a la sazón, declararon la guerra a los cristianos de la región. Estos, por consejo de su obispo, pidieron a los enemigos una tregua de tres días durante los cuales ayunaron y pidieron ayuda a su santo patrono. Al poco tiempo, el ejercito enemigo había perdido mas de seiscientos soldados, unos fulminados por los rayos, otros masacrados por sus propios compañeros cuando trataban de romper la niebla con la espada y el resto había sido alcanzado por la espada de los valerosos cristianos al frente de los cuales combatía San Miguel. Los supervivientes de las tropas napolitanas emprendieron la fuga, abandonaron la idolatría y sometieron sus duras cervices al “suave y dulce yugo de la fe cristiana”.
En la época de las cruzadas, un joven apuesto y de muy buenos modales se apareció a uno de los capellanes del ejército cristiano que iba hacia Jerusalén para conquistar la ciudad santa, a la ocasión, en manos de los sarracenos. “Soy San Jorge”, le dijo. “Os protegeré y actuaré como jefe de las tropas en las batallas si lleváis con vosotros las reliquias de mi cuerpo”. Jorge, vestido de blanco y enarbolando una cruz roja a modo de estandarte, volvió a aparecerse, esta vez a los soldados que ya tenían la ciudad sitiada pero no se atrevían a atacarla, y los arengó “con palabras ardientes que iban directamente al corazón”. Entonces, los soldados enardecidos lo siguieron, treparon por las murallas hasta las almenas, dieron muerte a los sarracenos y ocuparon la ciudad.
Después de haber expulsado a los moros, en la memoria popular perduró la leyenda de la reina Loba, una mora, que mantenía sometidos a los habitantes de la región en donde tenía su castillo. Los ciudadanos estaban obligados a entregarle el diezmo de las cosechas y las primicias de sus manadas con lo que ella y su corte vivían a cuerpo de rey. Las cosas continuaron así hasta que, las poblaciones explotadas, unas hoy y otra al día siguiente, con ardides y trampas, mataron a la reina, pusieron en fuga a los miembros de su corte y destruyeron lo que había sido su residencia de la que hoy sólo quedan ruinas.
El monstruo contra el que lucharon los héroes de la antigüedad, el dragón y la serpiente contra que lucharon los santos, y los invasores extranjeros contra los que lucharon los héroes militares y libertadores, son hoy el abismo que está al otro lado del vacío: lo siniestro reflejado en la literatura, en el cine, en los juegos de los niños. Los monstruos de la modernidad son próximos, asfixiantes, porque nacen en el interior del individuo o éste mismo se encarga de crearlos.
Miles de jóvenes llenan estos días las calles de Madrid. Han llegado de todos los rincones del Planeta para acompañar, ver y oír al papa Benedicto XVI. Seguramente la mayor parte son fervientes católicos. Otros han venido porque están buscando algo que les satisfaga, que les llene, que de sentido a sus vidas. Los habrá que hayan venido por simple curiosidad. La curiosidad está en la base de casi todos los descubrimientos y, desde luego, en la de los cambios vitales. Las palabras de Benedicto XVI o lo que él representa liberan a muchos del monstruo del vacío, de la angustia y del terror de la posmodernidad o fortalece su fe en aquello que creen.