No creo y nunca creeré en un Dios de sacrificios, sino de misericordia y de amor inclusivo
(Ángel Darío Carrero, custodio de los franciscanos del Caribe).-
Hace algún tiempo, cuando era apenas un neo-sacerdote, me tocó celebrar, a casa llena, el 50 aniversario del matrimonio de unos parroquianos. Micrófono en mano, me arriesgué a preguntar, seguro de hallarme dentro del orden de lo admirativo: «¿50 años felizmente casados?» Sin dejarme terminar, la esposa contestó con gesto inolvidable: «¡Ay padre, mejor dejémoslo en 50 años de casados!» «Sí, quítele el felizmente», coincidió sin pestañear el condescendiente marido. El público allí presente se moría literalmente de la risa. Y yo quería que me tragara la tierra, también literalmente.
Ahora soy yo quien cumple 25 años desde que hice mi primera profesión como fraile franciscano. Definitivamente, hay fechas emblemáticas que nos obligan a sentir con intensidad el paso tiempo. Confieso que no me acostumbro todavía a la idea de que se hayan acumulado tantos años en el horizonte de mi vocación. Para mí este tipo de celebraciones pertenecía a la gente mayor. Por supuesto, no he podido evitar hacerme la misma pregunta: ¿25 años felizmente consagrado?
Todavía hoy pienso que en el adverbio está el meollo de la cuestión. El acento recae sobre la felicidad y no en la duración. Yo no elegí un camino de sacrificio -como se suele decir con cierto grado de verdad- sino un camino de felicidad.
Me resisto a la idea de que uno puede escoger un camino simplemente porque es sacrificado, si antes no es entendido como una oferta de felicidad. No creo y nunca creeré en un Dios de sacrificios, sino de misericordia y de amor inclusivo. Porque sólo el amor es digno de fe y de entrega. Ahora bien, que la felicidad implique una cota de sacrificio, no hace falta demostrarlo.
Es normal que una familia se resista a decisiones tan tempranas y radicales. Todo padre tiene expectativas respecto a sus hijos e hijas. Extraño sería no tenerlas. Pero el amor auténtico cuestiona, pero deja libre. Es la sociedad la que se encarga de promover por todos lados una imagen errada de la felicidad íntimamente relacionada con el poder, el prestigio y el dinero, mucho dinero. Curiosamente, estudios sociológicos recientes demuestran que es una falacia asociar riqueza a felicidad.
Robert Kennedy ya lo había advertido en una crítica mordaz hecha durante su campaña: «El PIB lo mide todo, excepto lo que hace que valga la pena vivir la vida». Claro, lo asesinaron.
Así pues, sobreponerse a la expectativa familiar, oponerse al dogma social, para ponerse en camino, no es asunto sencillo, pero tampoco imposible. Se requiere, por lo menos de una autoestima saludable, pero también de juventud y pasión. Y, claro está, vocación. Escuchar que Alguien te llama por tu nombre exacto. Es decir, que convoca a todo tu ser para un proyecto de felicidad centrado únicamente en el amor gratuito.
Un buen día, caminando por la playa, mi desierto favorito, descubrí que todo lo que me daba felicidad extrema no podía comprarse en tienda o mercado alguno. Era don. Movido por esa gozosa convicción nadé mar adentro con toda la fuerza de mis brazos. Movimiento rítmico, respiración profunda y meditación concentrada. ¡Mi oración predilecta! El cuerpo siempre más íntimo a nosotros que la razón.
Descubrí que los instrumentos que necesitaba para acercarme a la felicidad añorada, tampoco estaban fuera de mí, sino dentro de mí: mis propios talentos. Me hallaba de nuevo en el horizonte del don. Me detuve sorprendido por la lluvia repentina. El agua contra el agua unía el cielo con la tierra. A lo lejos veía a mi madre, con su mano diciéndome que no me alejara tanto. Y me imaginaba a mi padre, a su lado, diciéndole: «Déjalo, que él sabe nadar. Seguro que cuando tú no estás presente hace cosas peores. Parapentes. Paracaídas. Jet-ski. Peligrosos acantilados».
Volví a mirar hacia el horizonte abierto, con la mágica isla del Desecheo al fondo. Y supe en ese instante y para siempre que mi deseo era infinito y que sólo lo Infinito podía colmarlo. He continuado nadando en esas misteriosas aguas hasta hoy. En ellas soy, me muevo y existo.
La parábola de los talentos orientó la concreción histórica de mi búsqueda. Busqué con cuidado un banco espiritual donde mi puñado de talentos pudiera multiplicarse y no congelarse, como acontece en tantas instituciones. Esto ha sido, para mí, la Orden Franciscana. En la fraternidad aprendí a educar, purificar, orientar, entregar y multiplicar los dones que me fueron dados por el mismo Altísimo. Aprendí el principal secreto de la felicidad: darse uno mismo. ¡Felizmente!