"El hombre mismo se impone su propio castigo"

La condena del hombre

Es el frío que padece quien se aleja de la lumbre del hogar y se empeña en pasar al raso la noche invernal

La condena del hombre
Demonio, Diablo, Belcebú o el Maligno. PD

Tales ansiedades y zozobras "castigan" el alejamiento de la«justicia de Dios», con un desasosiego interior y un amargor constante, que no dejan vivir a gusto ni con uno mismo, ni con los demás

(José María Rivas Conde).- Varios de mis escritos pasados, en especial los del 06-06 y 05-07-2011, puede que susciten la presunción de que niego la existencia de castigo en el ámbito de la fe. Trataré aquí de delinear mi convicción. No estimo que el hombre carezca de sanción por violar la ley divina. ¡Vaya que si la sufre! Incluso sólo por anteponer, en lo tocante al interés y celo por Dios, su propio criterio al dictamen divino, al que Pablo llama «justicia de Dios» (Rom 10,1-3). Lo que niego es que sea Él quien imponga tal castigo, ni ninguno otro.

El dictado humano de sentencias no pasa de recurso escenográfico para una catequesis de Primaria y así parece que debe entenderse el uso que hizo Jesús de él al hablar del juicio final (Mt 25,31-46). Por lo de Jn 3,18 y 12,47-48. La condenación del hombre en el ámbito de lo que llamamos religión no es fruto de ningún juicio ni decreto específico de Dios, ni de ningún otro tercero.

Es el hombre mismo quien él solo se labra e impone su propio castigo al preferir las obras de muerte a las de Vida (Jn 3,19). Esta autocondena se explica en el hecho de que, al apartarse de la «justicia de Dios», uno mismo se priva de los bienes esencialmente fluyentes de ella; no en que Él nos los quite como solemos entender de ordinario y hasta considerarlo implícito en la misma palabra «castigo».

Éste de que hablo podría compararse al frío que padece quien se aleja de la lumbre del hogar y se empeña en pasar al raso la noche invernal. Terminará aterido; pero nadie podrá decir que porque así le castiga el fuego. Que Dios imponga castigo a alguien es más imposible que el fuego hiele a nadie.

Dicha autoprivación se padece ya en el presente, sin postergación a la eternidad, aunque sea en ésta donde cuaje definitivamente. Ella está irresolublemente conectada a la trasgresión de cualquier contenido de la «justicia de Dios». Porque no se trata, como digo, de castigo impuesto desde fuera por un juez en razón del acto y sus circunstancias; sino consecuencia necesaria del alejarse de «la lumbre del hogar».

Esta consecuencia no la atenúa ni impide el error o la ignorancia; ni la buena intención que a uno pueda guiarle (Jn 16,2); ni las demás circunstancias atenuantes a tener en cuenta en condenas dictadas por terceros. Se puede estar cerca o lejos de la «justicia de Dios» sin ser consciente de ello (Mt 25,31-45). Mas por suceder así lo segundo, no deja de darse infracción de hecho, de la cual siempre seguirá «frío» en esta vida, más o menos penoso según lo que ella distancie de «la lumbre del hogar».

El arrepentimiento rectificador de obra (Mt 21,28-31) es lo único que puede remediar de inmediato lo sustantivo de la sanción, aunque no el componente secundario que a veces le acompaña a causa de la propia naturaleza de la infracción. Sirva de ejemplo la enfermedad contraída a causa de pecados propios (Jn 5,14).

El nulo influjo de la conciencia personal sobre este castigo se parece mucho, por ejemplo, a coger en Requena el AVE a Madrid convencido de tomar el de Valencia. El convencimiento, por más sincero y fuerte que fuera, no evitaría llegar a Madrid en vez de a Valencia. Sólo que al advertir el error no haría falta esperar a parada intermedia para apearse del «AVE del pecado» y subir al de dicción contraria. Esto obviamente no subsanaría lo secundario. En esta comparación lo sería el tiempo perdido.

Esta vinculación entre sanción y quebranto objetivo de la «justicia de Dios», espolea a proclamarla sin vacilaciones, tanto más cuanto más deseo se tenga del bien presente de los demás, que no sólo eterno. Desde esta perspectiva es inadmisible la pasividad ante «la buena conciencia» de nadie, sea de la religión, cultura o raza que fuere, aunque hoy haya quienes aboguen por lo contrario. Sería como abstenerse de brindar los adelantos de la ciencia a pueblos primitivos por no perturbarles en sus esclavizantes creencias ancestrales o en sus aberrantes prácticas adquiridas.

Digo «brindar«, porque no se trata de humillar con aires de superioridad por lo que se tiene recibido de balde, ni de imponer nada por la fuerza, ni de transculturar por ley totalitaria; sino de dar noticia de la «justicia de Dios» y del bien que fluye de la plena adecuación personal a ella. Y hacerlo mediante un testimonio cabalmente ajustado, sin más pretensión que la de que «oiga quien tenga oídos para oír».

O dicho con otras palabras: sin adiciones espurias y sin afanes «imperialistas» a favor de las creencias propias; sino sólo solícitos del bien de los demás. Así nunca se perturbará a nadie; sino que se le ofrecerá y abrirá en respeto camino libre a bienestar desconocido.

La sanción terrenal de que hablo no consiste primaria y esencialmente en penurias y agobios de origen físico. Como terremotos, huracanes, enfermedades, etc. Tampoco en los de raíz social: guerras, paro, arbitrariedades de la estructura imperante de poder o incluso de individuos con recursos eficaces para la prepotencia, etc. Éstos son fenómenos producidos al margen de los actos de quien los padece. Unos siempre y los otros en gran número de ocasiones.

Sin embargo algunos de ellos sí pueden resultar sanción secundaria respecto de quienes, además de padecerlos, los han provocado con su propia insensatez y avaricia, con sus propios abusos, injusticias y violencias contra otros. También respecto de los que son corresponsables de tales desmanes, a causa de algún tipo de colaboración expresa o tácita con sus autores directos, o a causa de su desentenderse de los mismos, cuando pudieron contribuir a ponerles coto.

Los demás padecen esos males no en castigo de sus propios pecados, sino a causa de la impotencia y limitación de la naturaleza humana ante los fenómenos naturales. O ante la interrelación que se produce entre los miembros de la unidad social en que se vive sin posibilidad fácil de escapar. O ante el atropello e injusticias de los prepotentes. Éste fue el caso de Jesús visto en su horizonte humano (Lc 23,41).

La sanción terrenal que nunca falta consiste en la carencia de bienestar interior profundo. El que es sosiego y quietud del corazón; paz íntima; plenitud; seguridad; certeza aplomada y firme sobre el rumbo primario de la vida propia; clarividente sensatez religiosa; señorío interior; libertad frente a todo; fortaleza contra el abatimiento por lo externamente insuperable; dicha de existir aun acosado de infortunios; esperanza luminosa e inquebrantable. A esto se aúna con bastante frecuencia entre los más próximos a la «justicia de Dios», gratificante trato familiar con nuestro Padre del cielo, rebosamiento remansado de gozo cumplido y, a veces, también alegría íntimamente embriagadora.

Todo ello es mucho más profundo y saciador que las legítimas alegrías naturales. En mi vida y actividad ministerial he tenido la oportunidad de palpar cómo incluso las henchía y, lo que es más, cómo anidaba en creyentes analfabetos y en enfermos inmersos en el padecer más extremado.

Pero lo constatado con mayor frecuencia es el disfrutar de ello en medida variable y con momentos de eclipse. Nuestro proceder es las más veces tejido de alejamientos y aproximaciones a la «justicia de Dios». La situación en conjunto se asemejaría a lo que sucede en una estancia orientada al sol: la luz en ella no deja de tener sombras mientras no se abre a tope la persiana de su ventanal.

No faltan quienes tengan todo eso por cosa de pacatos sin vigor ni audacia. En realidad ni lo entienden, pese a llevar en su entraña la herida de su carencia. Como si se tratara de petroglifo indescifrable. Pareciera que eso no puede empezar a captarse ni valorarse hasta tener algún atisbo ocasional de ello.

Pero apostillaré que se trata de lo opuesto a la angustiosa sensación de vacío, de disgusto personal o de desabrimiento íntimo; a congojas «sin motivo»; a inquietud e inseguridad permanentes; a dudas, temores y angustias vitales; a desesperanza… La tortura interior que ello acarrea puede llegar a ser tal que el hombre quede dislocado de cuajo. Hasta padecer no rara vez desequilibrios y perturbaciones necesitados de atención psiquiátrica. O hasta pensar en el suicidio, aunque normalmente improbable. Éste en efecto parece requerir de una patología psicosomática suficiente ella sola para llevar a él.

En cualquier caso, tales ansiedades y zozobras «castigan» el alejamiento de la«justicia de Dios», con un desasosiego interior y un amargor constante, que no dejan vivir a gusto ni con uno mismo, ni con los demás. Lo más que consiguen los alejados -también lo he constatado en la vida- es anestesiarlas y reducirlas a latentes. Unos consolándose con el mérito humano de irracionales esclavitudes «religiosas»; otros como atontándose o ensordeciéndose con entrega acrecida a la barahúnda de la vida y los placeres; algunos acorchándose a base de bebida o de droga. En realidad lo que hacen sin saberlo es sobrealimentarlas en su subsuelo.

 

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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