Nadie tiene derecho alguno a ninguna clase de "indagación pecaminosa"
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(José María Rivas).- Para que el desistimiento del celibato pueda ser tenido siempre por carnalidad desbocada, deslealtad, deserción, traición, etc., etc., es necesario desvincular la recomendación paulina de sus tres referencias obvias: la realidad creacional del ser humano (Gn 2,18; Mt 19,4-6), la experiencia personal de la incapacidad propia y la ética cristiana más básica (lCor 7,8-9).
Tal desvinculación es la que posibilita el amarre abusivo al celibato. No sólo dando pie a las angustias de conciencia recordadas en mi escrito anterior, sino además en razón de las resonancias injuriosas, difamatorias y a veces calumniosas, que ella arrastra en el ámbito social, máxime el eclesial.
A los secularizados en efecto no deja en el fondo de tenérseles en razón de ellas, aun ahora, por gente… si no renegada, execrable, proscrita y vitanda como antaño, sí con escaso motivo de consideración y estima. Incluso en lo simplemente humano. Recuérdense los calificativos que abiertamente se les aplicaban y que aún pueden oírse alguna vez, aunque cada vez más por lo bajito. Adviértase la facilidad con que se alude de forma irónica y despectiva a su «infidelidad», a fin de ridiculizar y así desautorizar sin más su conducta, sus dichos u opiniones.
Remitiré por no dejarlo al aire a un caso muy público: la apelación hasta en medios de comunicación a la condición de secularizado de Arzallus, con el fin de desprestigiar y anular sus ideas políticas. Aunque se las estime de lo más gratuitas y erradas, es obvio que si el desistimiento del celibato no conllevara desdoro y depreciación pública, ese recurso no valdría ni de argucia pueril.
El desprestigio y como degradación de que hablo, incluso los afirman tácitamente las locuciones mismas «reducción al estado laical» y «secularización». Los afirman aun cuando la exclusión del clero nunca tuviera carácter de «pena expiatoria», impuesta a «delincuente» por un «delito» suyo (c. 1336, 1,5º del C.I.C.).
Es en efecto imposible entenderlas en caso alguno sin deflación o abajamiento en lo concerniente no sólo a la actividad, sino también al ser eclesial. O, usando la terminología oficial, al estado de la Iglesia al que se pertenece. Máxime al no negar ellas la capacidad para ejercer el ministerio, sino la idoneidad «decorosa»…
¿Que el estado laical no es inferior al clerical, ni puede por tanto denigrar a nadie el regreso a él…? Así se afirma con firmeza en multitud de escritos por exigirlo «la unidad de todos en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Pero eso es la teoría teológica. En la práctica, la secularización siempre «abaja», así como la ordenación siempre «promueve», a tenor incluso del mismo vocabulario canónico (cc. 1032,1; 1035,1; etc.).
Ello y la concepción eclesial que late detrás han dejado su impronta en el sentir popular. ¡Hay que ver la satisfacción y el «santo orgullo» de los seglares que tienen hijos sacerdotes…! ¿Y el aleccionamiento de humildad que sufren, cuando alguno suyo desiste? ¿Y el cambio mismo de trato social que arrastra de ordinario la ordenación?
Aunque en teoría todos seamos iguales, seguro que con la secularización no sólo se veta el ejercicio de una actividad; sino que además se «pierde» un estado y los derechos y bienes que le son propios (c. 292). Y ello, encima, a causa de un acto personal reprobado, o incluso tenido por ilícito. Sin importar para nada que haya podido nacer de sumisión a la norma paulina y venir exigido por la sensatez humana más elemental.
Por lo demás, la paridad entre clérigos y laicos, de la que tanto he oído hablar, podría compararse como mucho a la que se da entre el agua y el hielo: son la misma sustancia química; pero en la práctica resulta que el clero siempre «sobrenada» por encima del laicado… Y lo menos que cabría decir del clérigo es que es como laico de «volumen eclesiástico agrandado»… ¡Por eso flota el hielo!
Es más: las expresiones señaladas no pasan en realidad de ser meros eufemismos, que disimulan el abajamiento eclesial del que desiste del celibato, no ya al estado laical, sino a otro inferior innominado. Aun sin dudar de su fe, ni de su inserción eclesial, le quedan prohibidas, junto con la actividad estrictamente sacerdotal, actuaciones abiertas a todo seglar.
Por juzgarle como profanador de la primera, sin honestidad ni decoro para acometer ninguna, y por tener en principio por motivo de escándalo que lleve a cabo cualquiera de ellas. Salvo las privadas de oración, penitencia y caridad. Respecto de éstas, por cierto, en el rescripto de secularización se advierte al notificador que al secularizado se le debe imponer «alguna obra de piedad o de caridad». ¿Por qué? No puede haber otra causa que el tener en general por «indecorosa» al menos, la escucha de la recomendación paulina (1Cor 7,8-9).
Las prohibiciones que se hacen en dicho rescripto a los secularizados, las conocen de sobra todos los obispos, aunque la escasez de sacerdotes les lleve a veces a valerse de su colaboración. Gozan de legitimidad canónica para ello, aunque muy delimitada a tareas secundarias por lo general, y siempre condicionada a la ausencia de «escándalo»…
Todos esos planteamientos y prohibiciones, sus contenidos implícitos y las afirmaciones expresas que corren, nutren el demérito y deshonor que conforman la segunda cadena de amarre al celibato. El temor a ser depreciado como hombre en el ámbito social en que uno se ha desenvuelto y el de ser tenido por desecho y escoria en el que se empieza a vivir, pueden llegar a sentirse incluso de forma angustiosa.
Más cuanto más grande sea el pundonor que se tiene y cuanto mayores hayan sido el prestigio y la estima conseguidos hasta entonces. Se comprende que más de uno de la sensación de avergonzarse de su desistimiento, que lo esconda lo más posible y que carezca de naturalidad para reconocerlo cuando viene al caso, o incluso lo demandan las circunstancias.
Cuesta sangre afrontarlo sin ambages, hasta el extremo de cambiar algunos de continente, o al menos de residencia, y no volver a aparecer por la que tenían, cosa ésta por lo demás expresamente recomendada en el rescripto, para mantener oculto el desistimiento sin peligro de que «escandalice»… ¿De que escandalice, o de que erosione el criterio oficial, hasta acabar considerando el matrimonio como la salida no vergonzante, sino «normal y digna» del que cree haberse equivocado…?
Este amarre, cierto que se va debilitando poco a poco, por traerle cada vez más sin cuidado el asunto al común de la gente. Ni sujetaría mucho si fuera antes y no después, cuando se experimenta que, al final de cuentas, no es para tanto, aunque haya quienes no sólo deprecien, sino además desprecien.
Sólo ocurre entre los «fundamentalistas» esos que se creen más cristianos que el propio Jesús; no, por lo común, entre los que comportan como simples «samaritanos» de a pie. Éstos suelen valorar lo que palparon de positivo en la conducta del secularizado, durante el prologado contacto que mantuvieron con él. Hasta lamentan haber perdido su pista, cuando así sucede. Con todo, aún no resulta fácil de ordinario captar eso, sino a toro pasado. Cuando al toro se le tiene delante mismo, mirándole a uno fijo, se comprende que lo espontáneo e instintivo sea no salir de la barrera…
Más cuando en el contexto eclesial del solicitante aletea la creencia de la imposibilidad de demostrar la incapacidad propia para el celibato sin exhibir «quemaduras»… Y más aun, si llega a saber expresamente que los agentes eclesiásticos actuantes en los procesos de secularización en la demarcación eclesial propia, son dados a inquirir sobre pecados concretos que pudieren haberse cometido.
Los sé convencidos de estimarlo su obligación, para no ser corresponsables de dispensas «fraudulentas». Tan convencidos que no les hace dudar ni la imposibilidad seria de que den así en la práctica; ni la obvia posibilidad de acabar siendo corresponsables de «quemaduras» muy graves, por obstaculizar que salga de la «pira» quien caído en ella intenta escapar.
No niego que esas «quemaduras» se den en muchos casos, y a veces tan ignominiosas incluso como algunas de las publicadas en los últimos tiempos en la prensa. Niego que para probar la incapacidad de alguien sea preciso que se hayan dado. Lo rechazo como que sea necesario meterse de hoz y de coz en el fuego para saber que abrasa. Basta con andar cerca… Me pregunto cómo puede sentirse continuador de la obra de Jesús quien de hecho empuja a otro hacia esa «pira»…, y cómo los lamentos y el llanto posterior por darse abrasados sirvan para algo más que para «lavarse las manos ante la muchedumbre» (Mt 27,24).
Haber querido y asumido inicialmente el celibato no es signo inequívoco de capacidad para caminar sin «quemarse» por encima de las tendencias creacionales del hombre. Esa opción primera puede dar lugar en la vida concreta a dos situaciones opuestas: la de disfrutar del celibato en armonía y gozo íntimos, y la de padecer el compromiso contraído en grave desabrimiento interior y en tensión desquiciadora. Hasta resultar a veces oportuna o imprescindible, según el caso, la ayuda del psiquiatra. Entiendo que la segunda situación, de ser continua y no ocasional, es prueba suficiente de incapacidad.
En cualquier caso, nadie tiene derecho alguno a ninguna clase de «indagación pecaminosa». A mí al menos me enseñaron en las clases de Moral de la Facultad Pontificia en que estudié, que ni en el sacramento de la penitencia lo tiene el confesor, cuando por las circunstancias que fueren no hay garantía de sigilo sacramental; y menos si se da riesgo de que resulte difamada tercera persona. Lo primero es realidad palmaria en cualquier procedimiento canónico, aunque no fuese escrito, y lo segundo depende del caso.
La profunda perturbación psico-religiosa, que en esos momentos sufre el solicitante, priva a quien se ve forzado a pasar por esa indagación, hasta del recuerdo oportuno de tal enseñanza. Ni parece que por lo general tendría aplomo para justificar a partir de ella su negativa a decir siquiera ni si ha pecado o no. Carecería lo más probable de atrevimiento para «responder así al pontífice» (Jn 18,22).
Dicha indagación, además de superflua, resulta obviamente avasallante y coaccionante, e induce con su tanto de sadismo, consentido al menos desde «arriba», a negar en esto las «entrañas maternales» de la Iglesia física y palpable que a uno le rodea. No las de la Iglesia ideal. Pero en la vida real nadie, ni la Iglesia, es «algo» porque debería serlo, sino en virtud de los frutos que da (Mt 7, 18-20). La aplicación de notas modélicas a realidad deficitaria es simple vanagloria piadosa, sin más enjundia que la de la gazmoñería o pamema bienintencionada.