El futuro de precariedad económica y laboral de los curas

Amarres al celibato (III)

"Los secularizados se enfrentan a vetos y sanciones materiales"

Amarres al celibato (III)
Incertidumbre

"Dejar el sacerdocio se sigue entendiendo como una traición a Jesús"

(José María Rivas)- La tercera cadena de amarre abusivo al celibato está en la grave incertidumbre económica que espera por lo común al que desiste de él.

Los ingresos del sacerdote, en efecto, muy rara vez son tantos que le permitan adquirir un gran cirio pascual, que «alumbre» mucho tiempo cuando ellos falten. A lo sumo una vela común para poco más que «apagones» ocasionales. Desde luego, nunca tras los primeros años de actividad ministerial.

Peor aun, cuando el sacerdote es religioso, pues carece hasta de capacidad para ahorrar, a causa de su voto de pobreza y de la concordante disposición del Código de Derecho Canónico. Su canon 668,3 atribuye al Instituto todo lo que lo que el religioso pueda adquirir o ganar. Es más: el 702,1 niega a quien quedare desligado del suyo el derecho a reclamar nada del mismo por las prestaciones realizadas en él.

Cierto que el 702,2 recuerda el deber de los Institutos a observar la equidad y la caridad con los que se separen de ellos, y parece obvio que las diócesis tengan, aunque el C.I.C. no lo advierta, deber análogo respecto de quienes las han servido. Pero parece ensoñación quimérica más que urgencia eficaz. A mí no me consta de nadie, y no son pocos los que conozco, tanto seculares como regulares, que haya recibido ayuda sustantiva al desistir del celibato.

Lo que a mí me consta abrumadoramente es lo contrario y la aceptación resignada de esa falta de auxilio. Muchos incluso la asumen como penalidad añadida, si es que no como penitencia por lo que, en virtud de todo lo que se les ha dicho durante años, erróneamente siguen teniendo al fondo de sus conciencias como deslealtad y traición a la Iglesia y a Jesús.

Sólo tengo noticia clara de lo contrario en el caso de uno, que arrambló al irse con las cuatro cosas de valor que había en la parroquia. Según sus propias palabras, propaladas por amigos suyos, «porque después de lo trabajado y penado por la Iglesia, le asistía el derecho a no quedar en la mera calle, sin más que una mano atrás y otra adelante».

Pero ni el saqueo puede ser aplaudido, aunque se trate de uno que como éste recuerde un tanto el del rey David al apropiarse de los panes de la proposición para saciar su hambre y la de los suyos (Mt 12,3-4); ni suele tener mucho andar el fruto del mismo, que, además de hipotético, no hurta la perentoriedad de encontrar trabajo en la angostura.

En la angostura, por tener el secularizado limitadas sus posibilidades reales de encontrarlo. Primero por su falta de adecuada y suficiente preparación para actividades seculares, con frecuencia agravada a causa de su edad un tanto corrida. Luego por la «celosa» prohibición jerárquica, ya recordada, no ya de seguir en la tarea estrictamente sacerdotal, sino de realizar alguna otra en organismos y oficinas eclesiásticas, o de algún modo dependientes del episcopado. Aunque hubieran venido siendo o pudieran empezar a ser su medio de vida, a veces único. De modo especial la docencia en centros de la Iglesia, aunque no sea de la religión, y la de ésta en cualquier otro centro. Así se le advierte al secularizado en el rescripto de secularización.

Aunque todo desistimiento del celibato fuera siempre una felonía, y se tuviera en consecuencia más que merecida a juicio de los hombres la incertidumbre económica y las frecuentes indigencias que le siguen, no admite duda el valor de amarre al celibato que tiene ese futuro de precariedad económica y laboral, forzosa para la mayoría al menos al principio.

Es un amarre tan fuerte y coercitivo que no rara vez impide él solo el remedio posible, único las más de las veces, de una situación del todo inconsecuente con la fe (1Cor 7,9).
Hablo basado en la pregunta de sacerdotes con problemas de celibato, que me ha llegado a través de terceros, y con la que a mí mismo se me ha respondido en ocasiones a modo de justificación: «¿Y de qué vivo yo a mis años?». Y digo único a partir solamente de lo canónico, dejando de lado los casos en que fuera o pudiera llegar a ser matrimonio, lo que canónica­ y socialmente se tiene por concubinato. Es ésta una cuestión en la que no entro aquí. Me apartaría del tema presente y me alargaría.

En cualquier caso, haya o no otro remedio, resulta obvio que vetar al secularizado incluso las actividades eclesiales abiertas a los laicos, integra muy sustantivamente este amarre al celibato. Lo juzgo particularmente abusivo. Por cuanto que lo veo del todo ajeno a la actitud personal del Jesús en el que creo.
Él jamás coaccionó a nadie a nada mediante penurias temporales. Ni siquiera a la aceptación de su persona y sus palabras de vida eterna (Jn 6,67-70). Menos aun lo habría hecho a la de un precepto que no es expresión de la voluntad de su Padre en el cielo (Mt 6,10).

Respecto de esto último remito a mi escrito «El celibato inválido«, publicado en junio del 2010. Aquí recordaré sólo que mientras la voluntad de Dios y su palabra son eternas e invariables para siempre (1Pe 1,23-25; Sant 1,17; etc), dicho precepto es temporal y particular de la iglesia romana. Ni se nos dio desde el principio, ni urge en toda su integridad en la Iglesia universal, al haber el concilio Qui­nisexto (691) excluido del mismo a los diáconos y presbíteros de las iglesias orientales, como sigue rigiendo hasta la fecha incluso para los de las católicas. Ambas cosas las reconoció expresamente el decreto Presbyterorum Ordinis (16,1).

Dicho precepto es además incompatible con esa inmutabilidad de la palabra de Dios, en cuanto alterable y sujeto al albur de variaciones y amputaciones substanciales según inspiren las conveniencias pastorales del momento. Como la parcial del diaconado, y la reciente de los presbíteros anglicanos que quieran volver a la disciplina romana.

¿Dónde han quedado en esas alteraciones sustantivas las «poderosas» razones que motivan la conexión del orden sacerdotal al celibato? ¿Dónde quedan en la frecuente tolerancia, máxime en países con escasez de clero, de sacerdotes amancebados a juzgar por los cánones? ¿Es que en el ministerio de esos sacerdotes no hay motivo objetivo de escándalo, y no sólo amañado a base de adoctrinamiento directo e indirecto, como es el que se supone justificación del veto de la actividad eclesial del secularizado?

La conclusión a la que dolorosamente inducen la temporalidad, la amputabilidad y la tolerancia señaladas, es que el escándalo tenido en cuenta para ese veto es por encima de todo, no el que induce a conductas ajenas al mensaje de Jesús, sino a la erosión y ruina de la autoridad eclesiástica.

Pese a ser la misma Roma quien termina autorizando el matrimonio del que desiste del celibato, lo hace tras siglos de resistencia, como forzada por las circunstancias y con­trariada por tener que transigir con lo que en el fondo consi­dera reblandecimiento de su férrea disciplina. En consecuencia, los que desisten no pueden escapar sin sanción material, que además sirva de aviso para el resto. Para los otros, que simplemente incurren en lo que se califica de «debili­dades humanas», basta con la sanción intimista de tener que someter sus pecados al poder de las llaves…

En la práctica ella viene desde hace tiempo haciéndose la zonza ante esos sacerdotes concubinarios y a veces más que eso, con tal de que salven un mínimo muy mínimo de apariencias y no terminen salpicándola. Pero como uno de ellos se atreva a contradecirla atentando matrimonio de formalidad jurídica, será arrojado sin más «a las tinieblas exteriores»…

Así le sucedió a un sacerdote que conocí en Hispanoamérica. Desbordando ingenuidad y aprovechando la falta de inscripción de su ordenación en la partida de bautismo, se presentó en parroquia de diócesis en la que no era conocido, para «casarse por la Iglesia» con la mujer con la que convivía en la suya. Enterado por azar su Ordinario, éste le envió de inmediato al Vicario para exigirle la salida de la parroquia. El caso sólo sirve para confirmar anecdóticamente lo sabido a priori por todos.
Extorsionar al celibato, o a cualquier otra conducta, mediante cualquier clase de coacción sólo sirve, como demuestra la vida, para salvar las apariencias, a veces sólo muy rudimentariamente. Pero que entre esas coacciones se cuenten las temporales, como lo es la del «hambre», a mí me recuerda la respuesta de Jesús a la pregunta de los apóstoles sobre el alcance de la parábola con la que les urgía la necesidad de permanecer en vela en espera de la venida del Hijo del hombre (Lc 12,41-48).

Aunque presente detalles propios más bien de una mentalidad de época y del pensamiento semítico de los apóstoles, ella se fundamenta obviamente en la suposición de que alguno de los siervos puestos por el amo como «despenseros» al frente de su casa podía resultar que «no obrara conforme a su voluntad». Hasta el punto de golpear a sus consiervos y negarles la ración de trigo…

Sé que llegará el día en que se hable de este abuso eclesiástico de poder como nosotros lo hacemos ahora de la Inquisición y demás atropellos pretéritos. Pero tardará en llegar. Por lo difícil que resulta advertir la equivocación propia, cuando sinceramente se cree que ella es urgencia del servicio a Dios. Así se pudo quitar la vida al prójimo sin inmutarse (Jn 16,2), y así se puede seguir, si ya no lanzando «desde el cielo rayos aniquiladores» contra los samaritanos (Lc 9,54-56) que se niegan a recibir decisiones de la «autoridad»; sí al menos descargando sobre ellos un «pedrisco» que les arruine las cosechas…

Un pedrisco injustificable por opuesto al espíritu de Jesús, que no vino como he apuntado a imponer nada ni a condenar, sino a salvar (Jn 12,47), y por desbordar la misión de Él recibida de enseñar a guardar lo que Él mismo había enseñado (Mt 28,19-20).

Por lo demás, si nuestra fe en Jesús nos lleva a afirmar que ni Él habló por iniciativa propia, sino ateniéndose a lo que el Padre le había ordenado que dijera y propusiera (Jn 12,49-50), ¿cómo se puede aceptar que sus enviados sin embargo tengan capacidad para atribuir a Dios y urgir en su nombre sus propias invenciones religiosas? ¿O no es una más el «hallazgo» a finales del s. IV por el papa Siricio de la ley del celibato sacerdotal y deberíamos tener por «despiste» de Jesús no haberlo dicho y su elección de un casado para ser el primer papa (Mt 8,14)?

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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