Nos dio a todos una gran lección de fe, de fortaleza, de confianza en Dios
Una marea de almas emocionadas despidió y lloró ayer en La Calzada a José María Díaz Bardales, el párroco más querido. A las diez de la mañana, dos horas antes del comienzo de sus funerales, ya había quienes tomaban asiento en la parroquia de Fátima, y a las once y media ya no cabía ni un alfiler en el templo, así que feligreses, amigos y conocidos del popular sacerdote se desparramaban a las puertas de la iglesia; había no menos de mil personas, entre el exterior y el interior. Lo cuenta Javier Morán en La Nueva España.
Ciento cinco sacerdotes se disponían a concelebrar la misa. Sacerdotes de todo el espectro asturiano en edades o convicciones eclesiales: desde el joven diácono Santiago Lourido, de 34 años, al veterano José Luis Álvarez Iglesias, «Pepe el comunista», de 90; desde «Pin» Fonseca, párroco progresista de la Purísima, en Gijón, hasta el sacerdote Ángel Garralda, un clásico de Avilés; desde José Antonio Santaclara, que da biberones a los niños en Siloé (casa de acogida para enfermos de sida), a Carlos Seijo, responsable del Opus Dei en Asturias. A ellos se sumaba, entre los feligreses, otro buen número de ex curas, como Toni Hevia, de IU; todos ellos compañeros de lucha junto a Bardales y que conservan el corazón sacerdotal.
Jorge Fernández Sangrador, vicario general de la diócesis, presidió la liturgia y justo al comienzo hizo entrega de una carta remitida por el arzobispo Jesús Sanz Montes, ausente de Asturias a causa de una reunión en el Vaticano. Herminio González Llaca, arcipreste de Gijón, leyó la misiva en voz alta. «No por avisados y viéndolo llegar, deja de conmovernos este trance final de José María», decía Sanz Montes, para alabar de inmediato la «enorme entereza y profunda fe con la que Bardales vivió su enfermedad». El Arzobispo evocaba a continuación lo que el apreciado sacerdote le decía durante su lucha contra el cáncer: «Lo que he dicho toda mi vida a la gente, ahora me toca vivirlo a mí. Creo lo que les he dicho. Dios me da fe y esperanza».
Sanz admitía en su carta que «teníamos edades distintas y nuestra formación también lo era, y quizás el acento en algunas cosas era diverso, pero no adverso». Los encuentros de ambos en los últimos meses, «tanto en su casa parroquial, como cuando era ingresado en el Centro Médico de Oviedo», hicieron que aumentara «mi estima y admiración por este querido sacerdote», confesaba el Arzobispo.
«Hay un pueblo detrás que hoy le despide, y pienso en los niños, en los jóvenes, en los novios y luego matrimonios, en los enfermos, en los ancianos: para cada uno y a cada edad él sirvió su camino cristiano», reflexionaba Sanz Montes, pero aludía asimismo a «tantos trabajadores que acudían a José María para encontrar en él un consejo en sus dudas, un ánimo en sus desolaciones, o una fuerza en sus luchas justas».
El Arzobispo realizaba finalmente un una mención especial a «su hermana Ana María, que le atendió con verdadero amor en estos largos meses de enfermedad». Y lo mismo para José Manuel Álvarez, el «Peque», cura de la vecina parroquia de Jove, «que ha estado cercano a él con verdadera fraternidad», y para Crispín Kabeya, su vicario parroquial.
Álvarez y Kabeya concelebraban ayer a ambos lados del vicario general, «que la Santina lo acoja a la puerta del paraíso», concluía Sanz Montes. Acto seguido, al lado del féretro fue encendido en cirio pascual y el Peque vistió el ataúd con un alba y una estola, además de colocar el libro de los Evangelios sobre la caja de madera. El catequista Fernando García leyó la primera lectura y el diácono Lourido hizo lo propio con el Evangelio.
Javier Gómez Cuesta, párroco de San Pedro, inició a continuación la homilía, cuya primer referencia fue para el Grupo de El Bibio, la reunión semanal de sacerdotes a cuya creación contribuyó Bardales en 1970. Ha sido un espacio de «amistad, ayuda mutua, discernimiento y debate pastoral», describió Gómez Cuesta, para que aquellos curas afianzasen su «compromiso con esta Iglesia que vive en Gijón». Bardales acudió al grupo de El Bibio «hasta que no pudo más». La amistad entre el fallecido y Gómez Cuesta se verificaba también cada tarde de domingo, cuando el primero invitaba a tomar algo al segundo y a charlar largamente, evocó el cura de San Pedro. Pero, «¿quién era Bardales?», se preguntó acto seguido.
Artículos sobre la muerte de Bardales
Bardales, la categoría
(Javier Morán, en La Nueva España).- Más que un cura, Bardales ha sido -es- una categoría del Cristianismo. Sea dicho en los dos sentidos de la palabra: un sacerdote de categoría y un hombre de Iglesia que revela fructíferamente lo que ha sido el catolicismo que recorre el último medio siglo de la historia. Y ello sin descontar sus calidades humanas, de hombre vitalista, entusiasta, apasionado, buen tertuliano y verdadero amigo de sus amigos, que eran legión, que eran toda la feligresía de La Calzada, pero también quienes no pertenecen a la Iglesia o la perciben fríamente. Un hombre para todas las estaciones, digamos.
Pero, además, Bardales ha tenido -tiene- la gran virtud de identificar lo mejor de los sacerdotes de Asturias, una región que venía de los años de hierro del 34, del 36-37, de la posguerra…; un tierra en la que el rechazo hacia la Iglesia había prendido con esa fuerza dictada por las revoluciones, las contrarrevoluciones y las contiendas. Pero observen ustedes la Asturias del presente. No pasa mes en el que una parroquia no despida con llanto a su párroco jubilado, o reciba con júbilo a un joven sacerdote, o le ofrezca un homenaje a su cura con motivo de cualquier efeméride. Haber convertido a la Iglesia asturiana en una institución apreciada, en un organismo vivo y próximo a las personas, en un ámbito de recepción y acogida -en lugar de haberla dejado hecha un yermo tras las épocas roja y azul más severas-, ha sido la labor de sacerdotes como Bardales, en máximo grado, o de un obispo como don Gabino. No es extraño que ambos hayan mantenido una relación estrecha y entrañable, aún en los momentos duros.
En ese sentido decimos que nuestro apreciado Bardales es una categoría del Cristianismo. ¡Ay de quien la desprecie!, de quien rechace esa máxima horizontalidad del cura reclamando para él una verticalidad infinita extraviada en el espíritu. Nada es más divino que lo terriblemente humano. Descanse en paz porque seguramente ha logrado que se derramen menos lágrimas en este valle, en estos valles asturianos, y por ello, como él mismo confiaba, será favorablemente juzgado. Sin duda.
Un cura rebelde, piadoso y de frontera
(Javier Gómez Cuesta, en La Nueva España).- Se me agolpan en el corazón y se enredan entre los dedos vivencias, admiraciones, tristezas, sentimientos, anécdotas, recuerdos, lágrimas, discusiones, esperanzas, fidelidades a Dios y a los amigos, porque todas quieren salir las primeras y aparecer en esta pantalla del ordenador que ya esperaba la estampa de su vida.
Ha sido un año de agonía en el estricto sentido de la palabra, de lucha agónica pero serena contra la enfermedad del cáncer, a la que se enfrentó desde el primer momento con entereza, con claridad de lo que se le venía encima, pero con esperanza y confianza en Dios. Y ganó la contienda. Porque las dos soluciones eran para él una victoria. Si sanaba, si se curaba, seguiría disfrutando con los suyos, con su parroquia queridísima y singular de La Calzada (en realidad, todo el oeste gijonés era su ámbito pastoral y ciudadano), con sus amigos, sus tertulias, sus muchas relaciones de todo signo, de la derecha y de la izquierda, de los ricos y de los pobres, de los de un lado y los otro, de los de dentro y los de fuera.
Con ánimo de vencedor, se ponía de parte de los vencidos. Bardales tenía el discurso de la izquierda pero el corazón a la derecha. Fue activo en todas las causas de promoción social y derechos humanos de este Gijón, en el que ejerció, con alegría y entrega y hasta con cierto desafío cristiano, su sacerdocio. Fueron cuarenta y dos años, en Tremañes, en Villacajón, en «Una ciudad para todos», en La Calzada, en el Instituto P. Feijoo -donde supo dar razón de su fe-, en manifestaciones, en bares y sidrerías, porque, haciendo suya una metáfora de su íntimo José Luis, el mostrador tiene algo de «altar del pueblo», donde las personas te hablan sin cortapisas y sacan de la arqueta del corazón lo que guardan en ella. Tan sólo diez meses distancian sus partidas, estos dos curas enteros, distintos pero complementarios: el uno más reflexivo, el otro más espontáneo, el primero encendiendo luces para ver la realidad tal como es, el otro rompiendo moldes y derribando barreras porque lo importante eran Dios y el hombre, siempre juntos, nunca el uno sin el otro. Ésa era su lectura del evangelio y su imitación de Jesús de Nazaret.
Bardales nació en Ribadesella hizo el 11 de noviembre pasado setenta y un años. Nunca se secaron sus raíces. En su Ribadesella, mejor, en las calles de la villa, compartiendo con nativos y veraneantes, pasó siempre el mes de agosto y allí ha querido descansar. El río Sella, en el que, como buen nativo, remó con su piragua, era su tótem. Era «el padre Sella», como decía otro riosellano, Raúl Arias. Tan es así que, cuando una familia le llevaba agua del Jordán para bautizar, le salía espontáneamente: «La del Sella es tan divina como ésta». De familia numerosa, unida y entrañable, con genes de Alevia de donde era su madre, ese pueblo como nido de jilgueros en la ladera sur del Cuera, pronto fue al Seminario. Tan pronto que, finalizados los estudios reglamentarios, tuvo que esperar unos meses para ordenarse de sacerdote. Deportista ágil y rápido, de temperamento primario, de genio con llamaradas, listo y ocurrente, de verbo fácil, lúcido y convincente, de formas clericales heterodoxas, fue Luanco su primer destino. En esa villa marinera, que tiene un no sé qué cautivador, cayó aquel novel coadjutor como agua de mayo, como pesca milagrosa. Estaban en pleno auge los cursillos de cristiandad. Eso pudo haber cambiado el sesgo de su vida pastoral.
Bardales seducía, convencía con su palabra y con su piedad, porque, con sorpresa de muchos, era una persona muy piadosa a quien sus convicciones sociales no le impedían la cercanía con Dios, sino todo lo contrario. Llevaba fibra jesuítica, mamada en Carrión de los Condes, donde había injertado en su espiritualidad el ignaciano «Principio y fundamento» de los ejercicios espirituales.
Pudo haber sido el consiliario de ese movimiento de cursillos en el que lo reclamaban, pero Tarancón le dijo: «Eres muy joven, tendrás tiempo todavía». Hemos participado en diversos cursillos juntos y era un maestro en las charlas-rollos y en tratar vidas complicadas y difíciles que encontraban en él un amigo que sabía comprender. La psicología se le dio muy bien, tanto que hasta supo enseñarla en la Escuela de Entrenadores de fútbol, donde él fue profesor habitual y en la que hizo tantos amigos.
Por donde pasó dejó huella. Pesoz, Mieres -en aquellos años de convulsión social y huelgas-, cuando había en ambas cuencas equipos de sacerdotes liderados por Nicanor L. Brugos y José Luis Ortiz que se empeñaron a dar una imagen de Iglesia como debe ser, estando con las personas y los pueblos a las duras y a las maduras. Luego marchó a Madrid a estudiar en el Instituto Pastoral que, con aires conciliares, se abría a nuevas formas de evangelización.
Pero Gijón fue su hábitat pastoral y vital. En unos años decisivos para esta ciudad obrera e industrial, que crecía desbordada y agitada en sus barrios, estos curas, como José Luis y Bardales, supieron dar una impronta de Iglesia cercana, comprometida, que sale a la calle, que no espera en el banco de la iglesia a ver si viene alguien, que sabe dialogar con personas de distinta ideología, que respeta la verdad de los demás pero que pide con razón y testimonio que se respete la suya, su fe, su servicio y entrega al pueblo, que ellos sienten y viven con verdad. Ésa era su forma de ver la Iglesia, de la que él decía con frecuencia: «Esta Iglesia es mi pasión y mi cruz». La criticaba dentro, la defendía fuera. En sus escritos dominicales en este periódico, LA NUEVA ESPAÑA, queda constancia sobrada.
Haciendo comparaciones, Bardales fue como Pablo, que fue a evangelizar a los paganos y, por estrecheces legales, tuvo que discutir con Pedro. Bardales anduvo por las fronteras, en vanguardia, y no entendía el que la Iglesia no fuera más comprensiva y flexible en normas que él pensaba que podían serlo. En metáfora de fútbol, (deporte que hubo un tiempo del que fue ferviente y entendido seguidor y que luego abandonó por los dineros astronómicos que se manejan), fue como un extremo que pisaba, por meter gol, la línea del fuera de juego. El fútbol son goles, dicen, en la Iglesia son las personas las que cuentan. Y en algún momento, buscando la persona, hay que pisar la línea.
Su última acción pastoral fue el Getsemaní de su enfermedad. Sí, «no se haga mi voluntad sino la tuya», así lo entendió… No hace mucho, cuando en la tarde-noche de los domingos salíamos juntos a tomar algo, sabiendo el riesgo de su enfermedad, me dijo: «He vivido setenta años felices, he sido lo que he querido ser, me he sentido libre, hice lo que pude lo mejor posible, si Dios me llama me voy con José Luis?» y quedamos un rato en silencio. Confieso que siempre tuve la esperanza de que vencería la prueba.
Nos dio a todos una gran lección de fe, de fortaleza, de confianza en Dios. Viendo cómo el cuerpo mortal iba desapareciendo comido por la enfermedad, palpabas la realidad del alma llena de vida, de vigor, hasta de entusiasmo en algunos momentos. ¡El alma existe, yo lo comprobé! Con esa experiencia salí cuantas veces lo visité en los últimos días. Hasta el instante final fue él, lúcido, de voz fuerte y sonora, batallador y rebelde, cariñoso, creyente. Estaba contento, acompañado y asistido por su hermana Ana, que fue como un ángel para él. Fue ella la que quiso que acabara sus días en la casa rectoral de la parroquia. Su cuerpo era casi transparente. Pero? era él, él mismo. El de siempre.
En nuestras tertulias de los lunes y los viernes van quedando sillas vacías con sorprendente celeridad. ¿Necesitarán nuevos fichajes en las tertulias del cielo? En nuestro corazón, grabados con el cincel de la amistad, quedan sus nombres y sus recuerdos. Imborrables.